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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (23 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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Esos signos quedaban grabados en su alma. Los no consagrados los habían olvidado pronto; pero él los relacionaba y formaba con ellos una cadena que colgaba perennemente ante sus ojos. Hasta se sentía algo aliviado desde hacía algunas semanas, desde que llegaron aquellos rollos de hoja de agave con los mensajes desde la costa. Primero fueron aquellas casas flotantes con sus grandes lienzos blancos hinchados por el viento; aquellos tubos negros y pequeños de donde salía el trueno. Después habían desembarcado hombres, cuya imagen tenía ya en sus manos. Veía los tubos que aquellos hombres llenaban de fuego; contemplaba aquellos ciervos sin cornamenta. Al principio llegaban los dibujitos de tarde en tarde…, después se oyeron retumbar los tambores de señales que llenaban de ecos los montes, pasaban por tierras y valles y eran captados al fin por los centinelas de las ciudades. Así todas las noches, sabía el señor dónde aquellos hombres habían llegado el día anterior, cuánto habían osado avanzar, si se habían parado o si habían continuado el camino. Desde la región de Tabasco, había recibido los jeroglíficos dando cuenta de la batalla y la derrota. Contemplaba las hojas de agave apoyado sobre sus codos y meditaba acerca del curso de los acontecimientos. No veía claro y no lograba adivinar las intenciones de los dioses, por eso había enviado a Teuhtitle a que se encontrara con los hombres allá en la costa.

Se tenía la impresión de que los rostros pálidos querían poner el pie en la costa…, pero no deseaban penetrar tierra adentro, como si quisieran vigilar sus casas flotantes; como si lejos de ellas hubiera de quebrarse su fuerza. Entonces, en la semana de las ocho liebres, se había mostrado un gran signo. Hacía unos días había recibido Moctezuma la noticia desde Tlacopan de que su hermana favorita, Papan, luchaba con el espíritu de la Muerte. Su corazón estaba débil; no palpitaba ya apenas y a cada jadeo amenazaba con dejar escapar la vida. Así habían informado los mensajeros llegados de Tlacopan. Toda la noche anterior la había pasado en vela, esperando noticias. ¡Papan! Sólo al pronunciar su nombre se sonreían los árboles y cantaban los pájaros; todo se llenaba de flores… Pápan era la más amada de todas las mujeres…, la dulce y juiciosa Papan que había quedado viuda en sus años juveniles. Desde entonces su esterilla había quedado vacía y no había querido escuchar a su hermano cuando le recomendaba como esposo a alguno de sus grandes jefes. Durante días enteros había estado sentado solo, y cuando llegó por fin el mensajero con sus vestiduras de luto, arrojó su rostro contra la tierra. Su hermana había muerto. Entonces fue cuando se hizo llevar en su Silla de manos adornada de plumas de quetzal a Tlacopan. Durante todo el camino sostuvo imaginarias conversaciones con Papan y, como un peregrino de la Muerte, se contaba a sí mismo recuerdo tras recuerdo.

Tal vez había visto treinta épocas de lluvia cuando la muerte le arrancó de sus labios la última sonrisa. Yacía bajo flores y bálsamos perfumados. Inclinóse hacia ella para decirle por última vez en el lenguaje secreto de la familia: "La paz, contigo." No podía llorar, pues desde que había recibido su consagración, no le era dado conmoverse por las cosas de los mortales.

El resto era como un cuento de un hechicero ambulante y nunca lo hubiera llegado a creer si no fuera porque personalmente le fue contado por el joven rey de Tezcuco… Por la noche habían enterrado a Papan en una bóveda subterránea, cerca del jardín interior del palacio, bajo la glorieta donde el alma podía escuchar eternamente el murmullo del agua. Quedaron en vela los que habían asistido a las fúnebres ceremonias, hablando y recordando cosas de la muerta hasta que, al alborear, se adormecieron. La pequeña nieta de uno de los funcionarios de la corte, una niña de sólo cinco años, despertóse, espabilóse la primera y corrió por el jardín entonces silencioso para ir a ver a su ama, que estaba en los cobertizos de la servidumbre. Riendo, con una flor entre los dientes, aplaudió con sus manecitas extendidas hacia el sol que salía, cuando oyó una voz que decía: "Palomita…" Papan estaba allí, sentada sobre el escalón más alto del pilón de la fuente, con sus piernas en el agua. "Llama pronto a tu madre, palomita… ", dijo ella, y la niña retrocedió corriendo para obedecer. Todos dormían aún en la casa. El pulque y las lágrimas se habían mezclado… Derpertóse la madre y miró a la hija que la llamaba; contemplóla con sus ojos cargados de sueño. La niña decía: "Papan… Madre… Papan… te ruega que vayas… “ La madre acarició a la hija: "Has tenido un mal sueño; nuestra buena señora se marchó a los hermosos campos de lirios…, ¡no pienses más en eso…!" La niña insistió que Papan estaba sentada en el pilón de la fuente esperando. Levantóse la mujer; dejó que la niña jugara con las mariposas de sus pensamientos y la siguió, como si ella fuera también una muchacha, una adolescente… De pronto vio a Papan; su cuerpo tembloroso estaba cubierto con una tela mojada. La mujer miraba asombrada aquel milagro matutino, corrió hacia el palacio y ahuyentó el sueño de todos los que allí estaban. Sacudió a las mujeres de la servidumbre… Todos vieron a Papan, que, pálida y marchita, estaba sentada en el borde de la fuente y les hacía señas para que la condujeran de nuevo a sus habitaciones. Se quejaba de su corazón. Hacia el mediodía quedó más tranquila y llamó al mayordomo: "Te envío al soberano, para que él también se entere de los signos." El viejo se postró a sus pies y le pidió no le encargara tal misión por sus hijos y por sus nietos. El soberano, si se enteraba de tal signo, obraría sin compasión y él ya no podría volver nunca al lado de los suyos. Papan calló. "Sois todos unos cobardes. Yo no puedo ir allí…, estoy demasiado débil."

El viejo se puso en camino aquella misma noche y llegó al romper el día frente al palacio del soberano. Los centinelas recibieron al viejo como si fuese también un espectro. El soberano estaba de luto. Moctezuma era sacerdote y conocía los signos de los dioses como los más antiguos hechiceros que viven acurrucados en apartadas grutas. Mas caso como éste nunca lo había oído; era inaudito que uno que hubiera traspasado los umbrales de la vida pudiera volver.

Al mediodía llegó Moctezuma a Copohuacan. El jardín estaba fatigado bajo el peso de los rayos del sol y las cortinas de la habitación apenas dejaban filtrar la luz. Papan yacía en el lecho, entre flores.

—Hermana, ¿eres tú misma o acaso un espíritu malo ha tomado tu figura?

—Sí, soy yo, hermano. Acércate; no temas. Ya sé que los muertos no vuelven; pero a mí no se me paralizó totalmente el corazón; solamente que sus latidos fueron tan apagados que creísteis que el alma había muerto, cuando sólo estaba dormida. Cuando me desperté, vi la luz del sol por las hendiduras e intersticios de las tablas… Todo era tan increíble… No sabía dónde me encontraba. Estaba medio sofocada y comencé a buscar ansiosamente una abertura y aún hoy no sé de dónde saqué fuerzas para levantar la piedra con mi cabeza.

—¿Sabes algo de lo que has visto allí abajo?

—Te hablo a ti solo…

Arrimó él bien el oído para recoger la voz susurrante de la hermana.

—Me encontraba en unos peñascales pelados; ante mí el estruendo de las aguas; detrás de mí, el camino de las almas. Debía pasar a nado el arroyo, pues no había vado alguno, cuando en la orilla opuesta vi un hombre. Su vestido era como tejido de plata; su cabello, como la luz del sol; su rostro, desbordante de luz. Me llevó por encima del agua y me dijo: "Hermanita, no estés temerosa." Me hizo pasar ante gentes que gemían y aun montones de cadáveres; pero yo no tenía miedo, porque él me conducía. La orilla en que yo estaba bordeaba una extensión infinita de agua. El hombre me señaló hacia el este, vi entonces unas casas extrañas que flotaban y con brazos gigantescos se deslizaban por el espejo del mar; en ellas iban unos hombres extraños vestidos de variados colores; sus mejillas eran blancas, sus ojos azules, grises y amarillos. No llevaban plumas en la cabeza, sino que la cubrían con unas gorras relucientes. El hombre seguía llevándome de la mano y me dijo: "Son los hijos del Sol que vienen a vosotros. Podrías tú llegar hasta ellos; eres ligera y no te tragará el mar…, pero si lo prefieres vuelve junto a tu hermano y anúnciale que se aproximan los hijos del Sol y ¡ay de vosotros! si levantáis la mano contra ellos, pues de vuestras negras colinas de huesos brotarán gemidos y lamentos. Vuelve con los tuyos y cuida de que no estallen luchas contra esos hombres… Un día llegarás a la otra orilla por senderos pacíficos… "

Moctezuma tocó la frente de Papan, donde una joya de esmeralda era como una mancha en forma de rosa. Su mirada estaba espantada y revuelta. Permaneció ensimismado y le pareció que nunca más había de ver a Papan.

Espiritualmente se sumergió en la esencia de Quetzacoatl. Las nuevas manifestaciones, las imágenes de sus antepasados, de todos aquellos que hablaron su lenguaje, se le mostraban con la misma forma, como serpientes con alas, a veces con arco y flechas en la mano persiguiendo a los espectros del cielo y descansando a la salida del sol o al comenzar la oscuridad… Después se estremeció con la tibieza de sangre de corazones arrancados en el sacrificio. Vio después otra imagen…, una imagen oculta que le habían mostrado los sacerdotes cuando la señora de Tula le llevaba de la mano…, una imponente excavación, templo de pueblos ya desaparecidos que en oscuras épocas pretéritas habían vívido en esta tierra que era morada de la secreta imagen; la cara mortalmente pálida de la Serpiente Alada, orlada de dorados cabellos. Antes de eso, no había cuerpos abiertos con los corazones arrancados, ni sangre chorreante sobre los incensarios de aromático copal, solamente flores y frutos, y los sacerdotes de Tula ofrecían en sacrificio a la Serpiente Alada aún hoy nada más que flores y frutos.

El ofrecía otros sacrificios. Exigía todos los años la contribución de innumerables corazones estremecidos para lograr una sonrisa bondadosa del melancólico solitario. Informaban los libros que, en una época, había reinado como poderoso rey en Cholula, incomprendido de todos, pues había mirado por encima de los hombres, de tal manera, que éstos no sabían lo que pensaba. Un día se había puesto el vestido de viajero y había tomado el camino del este… Alguien le había visto todavía en la costa… Lejos de aquí, en Yucatán, en el país de los Itzas, se había detenido. Según la leyenda, su rostro era entonces blanco, tan blanco como se le representaba en las imágenes que eran guardadas secretamente entre los muros de Tula. Moctezuma se acordaba todavía de las palabras del viejo sacerdote, que en las profundidades de la excavación le había susurrado al oído: "La Serpiente Alada no tiene sed de sangre. En vano hendéis los pechos y arrancáis las vivientes piedras preciosas…, se estremece por ello el maravilloso
Uno
… En vano envías a tus guerreros a hacer prisioneros… Quetzacoatl no saborea nunca la sangre humana…"

Desde que Moctezuma salió de Tula, sus días estuvieron turbados por las dudas. Cada vez que salía a la terraza de su palacio para ver cómo eran conducidos al son de la flauta los embriagados, prestos al sacrificio, observaba si del rostro de la Serpiente Alada se desprendían luces o sombras. Cuando el pecho de la víctima era rajado y el sacerdote le arrancaba el corazón palpitante… el rostro del Maravilloso Cazador estaba rígido y ausente, como si caminata por aquel alejado camino del cual había vuelto ha poco Papan.

Era muy tarde; sin embargo, no quiso acostarse todavía. Así que recibió a Teuhtitle, que había sido ya anunciado por los secretarios y que había solicitado audiencia. El gobernador despojóse de su vestido de gala antes de entrar y quedó con la blanca túnica de penitente. Iba con los ojos bajos y descalzo. Tacó el suelo con la frente. Moctezuma fue tomando uno a uno los regalos que le enviaba Cortés. Los vasos, las copas de cristal veneciano con el borde dorado, todo lo fue contemplando sobre el sillón; nada raro había en él. Era más alto y más solemne que los suyos; pero también era más incómodo. Tal vez era adecuado a un hombre más fuerte y voluminoso, acostumbrado a llevar arnés. Cuando tomó en sus manos el gorro rojo, le dio varias vueltas; el rojo no era color real, sino más bien el distintivo de caciques menores; pero lo que atrajo fuertemente su fantasía fue el San Jorge de plata. Lo observó largo tiempo. La figura ecuestre correspondía bien a los dibujos que le habían enviado desde la costa del este; y la lanza que el Santo hundía en la garganta del dragón era semejante, más o menos, a la descripción que conocía de las armas de los españoles. Tomó en la mano el yelmo del alabardero. Ambos hombres se miraron. Moctezuma hizo un gesto dando a entender que ya sabía en lo que pensaba el otro: El dios llevaba un casco semejante en la imagen que estaba desde tiempo inmemorial en la pared del templo. Entonces Teuhtitle repitió el mensaje o embajada que le dieran los hombres extranjeros.

—A los hijos de Quetzacoatl no les son propias las virtudes de su jefe de tribu. Nunca hallé en los Libros Sagrados que las Serpientes Aladas tuvieran sed de oro y no de sangre. Dicen nuestros libros ciertamente que el oro es inmundicia de los demonios y de esa manera le llamamos también nosotros. Que estos hombres pidan ahora oro en vez de sangre…, ¿o pedirán también sangre…? ¡Oye! ¿Les viste ofrecer sus sacrificios? ¿Ofrecen también las caras pálidas corazones sangrientos en sacrificio? ¿Habrán sacrificado acaso los criados que recibieron como regalo y los prisioneros que hicieron en Tabasco?

—Puede que sean descendientes del dios Quetzacoatl. Sin embargo, así como el hijo de un príncipe se envilece con una esclava y degenera cada vez más, así también esos hijos del Sol son solamente dioses en mínima proporción y padecen de imperfecciones humanas. Comen ansiosamente y mucho, y a menudo consumen carne asada al fuego; nada crudo. Beben singulares bebidas de fuego; no desprecian, sin embargo, el pulque. Con sus fuertes y afilados cuchillos lo destrozan todo. La punta de su lanza es de la misma sustancia que sus espadas y dagas y como la de sus tubos desconocidos donde llevan escondidos truenos. Traigo aquí una pequeña hacha que, si bien es pequeña, puede hender gruesos troncos de árbol. Me la han regalado… A pesar de todo eso… no vi sangre por ninguna parte. Presencié el sacrificio con que honran a su Dios. Cantaron canciones, hicieron sonar una campanilla de plata; el sacerdote iba de un lado para otro ante el altar, extrañamente vestido. Ninguno de ellos llevaba armas. El sacerdote sostenía en sus manos una especie de copa grande que era precisamente de oro, pues despedía reflejos. Cuando la levantó en alto, el gran jefe de las caras pálidas cayó de rodillas y se golpeó el pecho, como hacen los pecadores. El sacerdote tomó entonces la copa y sacó de ella como una delgadísima y blanca torta y la puso sobre la lengua de los que se iban arrodillando ante él. También tomó él y bebió el líquido que había en la copa.

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