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Authors: László Passuth

Tags: #Histórico

El dios de la lluvia llora sobre Méjico (28 page)

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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—Dicen, don Hernando, que los buques están carcomidos y llenos de moho.

—Hasta Cuba aguantarían…

—¿Os pertenecen esos buques?

—¿En qué pensáis, padre, al decir eso?

—Repito vuestras palabras de que el buque da nacimiento siempre a un sentimiento de añoranza. Si ese sentimiento os parece peligroso; si creéis que quita fuerza a los corazones heroicos e impide que vuestros planes se remonten en maravilloso vuelo, destruid esos buques y así destruiréis la añoranza y el anhelo…

—Con la destrucción de esos buques, se perdería toda mi fortuna. Una parte de su valor lo debo todavía a sus armadores. El oro que me correspondió lo envié a nuestro rey y señor, Don Carlos. ¿Debo yo mismo tomar ahora una antorcha e incendiarlos… y ver cómo el conquistador de El Dorado, ante el umbral todavía, queda convertido en un miserable mendigo?

—Ante el Señor todos somos miserables, don Hernando. El oro y la virtud no pueden pesarse de igual manera.

—Padre, sois más valiente y de corazón más valeroso que yo. Pero os pregunto ahora: ¿Habéis oído alguna vez que un general, a la vista del enemigo, haya incendiado su pequeña escuadra?

—Cuando muchacho me placía hojear los escritos de San Agustín acerca de la ciudad de Dios. Recuerdo un pasaje que trata del último de los emperadores paganos de Roma, de Juliano el Apóstata. Os es bien conocido el hecho de que fue un gran César, que volvió a instaurar los falsos dioses en el Olimpo y, después de eso, marchó al frente de sus legiones innumerables a la región del Eufrates para extender así a su modo su imperio entre los persas. Condujo a sus guerreros a través de países bíblicos. El número de sus soldados sobrepasaba al de los nuestros en muchos cientos de veces más… Tal vez sus buques remontaron el Tigris. Los soldados apremiaban a sus jefes para retroceder con sus naves y regresar a su tierra. Eso sucedió una tarde, escribe San Agustín, y entonces el Apóstata hizo arrojar antorchas encendidas en medio de los trirremes. "Os quedáis u os hundís", fue su palabra imperial.

—¿Qué sucedió al ejército y al Apóstata?

—El Señor le castigó sobre la tierra seguramente porque había abandonado su Reino.

—¿Qué fue de los buques… y de los soldados?

—La madera se quemó, la gente maldijo y luchó; pero la retirada les quedó cerrada.

—Habéis hecho luz en ¡ni pensamiento, Padre. El emperador era un apóstata, un enemigo de Dios que ya debía en la tierra expiar su apostasía. Pero, como estratega, os digo yo que obró dignamente, como soldado y como sabio.

Se necesitaron dos días para quitar de los buques las velas, jarcias, hierros. Se levantaron las anclas y la pequeña Armada fue conducida a la bahía. Cuando empezó el reflujo, los poderosos y oscuros costillares de los buques quedaron apoyados sobre la arena seca de la costa. Los tripulantes habían abandonado la cubierta. El maestro gaviero hizo arder un aro embreado; la llama subió hasta el mastelero y corrió por las tablas empapadas de aceite y secas por el sol. La tarde se alumbró con aquel gran incendio. Los soldados, horrorizados, se precipitaron hacia allí dando gritos de auxilio; pero, en la costa, marineros armados les cerraron el paso a las proximidades de los buques.

Cortés estaba en la costa, junto a la hoguera; contemplaba los mástiles ardientes como grandes antorchas, los vio caer después con estrépito formando un montón de llamas… hasta que el estrépito acabó y solamente se veían cenizas que volaban por el aire. Cortés permaneció allí hasta el amanecer contemplando sus barcos convirtiéndose en carbones. Ahora, todo cuanto poseía lo llevaba encima.

Con la rapidez del viento se extendió la noticia por el campamento de Cempoal y de nuevo la rebelión levantó su cabeza de hidra. Grupos de hombres desesperados corrían de un lado para otro rugiendo y lamentándose. Alguno gritó: "Cortés ha perdido el juicio." El viento llevó lejos esta frase. Corros de los que se quejaban rodearon a los jefes subalternos. El capitán general estaba pálido; pero en su interior se sentía victorioso; había ganado tina batalla contra sí mismo y vencido a los demonios de la codicia. Los buques era todo lo que poseía; en ellos estaba el dinero que le habían prestado, el sudor de sus indios, lo obtenido por la venta de sus ganados, la dote de su esposa Catalina, todas las monedas que había logrado economizar, todo el dinero que había podido ganar en aquellos largos años grises de tenaz y fatigoso trabajo… Y todo eso estaba ahora reducido a cenizas. Estaba pálido y miraba a aquellos hombres que aullaban y se movían como el mar embravecido.

—He dado todo lo que tenía; pero vosotros no lo habéis perdido todo, Los buques estaban desquiciados por las tormentas, carcomídos y en poco tiempo hubieran sido inútiles para la navegación. "La Capitana" es la única nave que ha quedado indemne y está ahora anclada frente a Vera Cruz. No sois muchos… y en "La Capitana" hay sitio para un buen grupo de cobardes; no seré yo quien trate de retener a los pusilánimes. Al contrario, les regalo "La Capitana" para que con ella puedan marcharse a Cuba con su cargamento de vergüenza: "Los héroes de Castilla, que han abandonado a sus camaradas." Aquí quedaremos los hombres de verdad. Yo he sacrificado toda mi fortuna, pero a vosotros sólo el provecho os alcanza, pues recibiréis las provisiones de los buques y nuestro ejército se verá reforzado con los ciento veinte marineros, gente de valor sereno, que ahora se unirán a nosotros… Y ahora digo en voz alta: Quien se quiera marchar, que se vaya… Prometo no decir ni una sola palabra ofensiva a los cobardes…

Los veteranos fueron estrechando el círculo que se había formado alrededor de Cortés. Uno de ellos quitóse el yelmo de la cabeza y lo levantó agitándolo en el aire; muchos abrazaron al general. Ninguno pudo resistir sus palabras.

En Cempoal, el obeso cacique extendió un gran pedazo de tela ante sí. Mostraba y señalaba lo allí representado; desiertos arenosos, montañas, valles verdes, desfiladeros y mesetas. Era el camino que de Cempoal conduce a Tenochtitlán.

La carretera pasaba por la provincia de Tlascala, pequeño país por su extensión, pero temible Estado independiente. No prestó homenaje al Terrible Señor y allí donde no estaba defendida por las montañas, se habían levantado murallas inexpugnables. Los hombres más viejos lo recordaban todavía: Durante todo un ciclo —cincuenta y dos años— un fuerte ejército de Tenochtitlán trató de arrollar al pequeño Estado también; los de Cholula la habían sitiado…, pero Tlascala se defendió tras sus muros y montañas. Era un Estado inconmovible que se envolvía en misteriosas leyendas.

Cortés envió una embajada. Se puso en viaje cargada de toda suerte de chucherías y les llevó el saludo de los dioses blancos: "Estamos liberando estas provincias de la tiranía del Terrible Señor; pero el camino para llegar al corazón de su reino pasa por vuestras tierras. Por eso os rogamos nos dejéis pasar libremente y nos proporcionéis agua y provisiones para nosotros y para nuestros caballos durante el viaje… " Durante muchos días esperó el retorno de la embajada. En el campamento se notaba tensión; la inactividad fomentaba las discordias. La espera se hacía demasiado larga y así todos sintieron levantar su ánimo cuando una mañana se pusieron en camino hacia Tlascala.

Cuando el ejército se aproximó a las fronteras, fue recibido por unas partidas de aldeanos silenciosos. Uno de los embajadores que había logrado huir trajo a Cortés la desagradable noticia de que los de Tlascala se preparaban contra los blancos.

Entonces envió un nuevo mensajero a quien autorizó para usar todos los argumentos pacíficos posibles. Esperó durante un día, y transcurrido éste, pusiéronse en movimiento los españoles formados en orden de batalla. Las avanzadillas a caballo regresaron al mediodía; habían llegado hasta el pie de las murallas de Tlascala. Según su informe, la entrada estaba cerrada por grandes colosos de piedra colocados a lo largo de las murallas. En las fortificaciones circundantes, sin embargo, no habían visto gente armada. Llegaron las tropas a la frontera bajo un ardiente sol de mediodía y penetraron sin ser molestadas por las construcciones en forma de puertas. Los soldados comenzaron a desparramarse. En una choza encontraron tortas de maíz que todavía estaban ligeramente calientes. Alvarado rompió un pedazo de una de ellas y se lo llevó a la boca; seguidamente escupió; estaba hecha sin sal. La cocinera —dijeron riendo— se había olvidado de sazonar las comidas. De una casa próxima salió un soldado arrastrando una pierna de cerdo que evidentemente estaba preparada para la comida de aquel día. Resultaba desagradable porque estaba cocida sin sal. Un mosquetero abrió su frasco de pólvora y espolvoreó con ella un pedazo de carne; así pudieron comer algo de ella maldiciendo entretanto como soldados.

Vueltos al campamento, mostraron su extraño botín. Los indios dijeron algo que Marina tradujo así:

—En Tlascala no se encuentran alimentos sazonados, porque por aquí no se produce sal.

—¿No tienen sal?

—Los señores de Tenochtitlán cerraron a este pueblo la salida al mar y a las montañas. De esto hace tiempo, tal vez dos ciclos. Los antepasados tuvieron mucho que sufrir con esto; por un puñado de sal lo hubiera dado todo, hasta la vida. Sus hijos ya no supieron siquiera para qué servía la sal y se zampaban la carne de los prisioneros de guerra tal como estaba, dulzona, sin sal.

El pan de maíz se les había desmenuzado en las manos. El padre Olmedo sacudió la cabeza: "El pan es pan, amigo", y él mismo recogió del suelo los pedazos de pan de maíz.

Las murallas, que hubieran podido resistir a un gran ejército provisto de numerosos cañones, estaban vacías, desguarnecidas. La puerta no estaba cerrada y en las cercanías de las poderosas obras de fortificación no se veía un alma viviente. Los españoles olieron la traición o añagaza en el aire; aquello era una trampa para cortarles la retirada o caer sobre ellos por sorpresa. El viejo totoneca movía la cabeza cuando le preguntaban cómo se explicaba aquel silencio.

—No les dais suficiente miedo. En sus leyes se dice que la puerta más fuerte es la construida por los pechos de los guerreros. Usan esas murallas en las tiempos de mayor peligro, cuando Moctezuma cae sobre ellos con todo su ejército. La piedra lucha contra la piedra; el hombre contra el hombre.

Entraron cautelosamente formados en orden de batalla. Poco a poco fueron poblándose las alturas de los alrededores. Las llamativas coronas de plumas dejaban ver sus vivos colores; al principio se vieron algunos centenares, después fueron aumentando hasta formar una gran masa. La mayoría de aquellos guerreros blandían sus armas llevando el cuerpo desnudo de cintura para arriba pintado de colores diversos que coincidían con el estandarte que su jefe llevaba extendido entre dos varas. Los jefes iban protegidos por petos de algodón y, por la parte de detrás, caía su capa de plumas de fantásticos colores. Las puntas de sus lanzas eran de obsidiana y se elevaban amenazadoras. Detrás de la multitud de tambores, cuernos y trompetas de arcilla dejaban oír el estrepitoso clamoreo del canto de guerra. Los veteranos echaron toda la carne en el asador pensando en Tabasco; pero los guerreros totonecas comenzaron a lanzar quejidos.

Las pesadas bolas de piedra atadas de dos en dos por una cadena causaban grandes destrozos en las filas. Era una lucha de hombres contra hombres. Aquellas figuras ágiles, pintadas de oscuro, se metían entre la caballería y arrojaban sus armas contra el vientre de los caballos; dos animales cayeron sin vida. Alrededor formóse seguidamente un círculo de guerreros; y las silenciosas espadas de Toledo contuvieron a los grupos que se arrojaban va sobre el botín.

Caía la tarde. Se oían detonaciones de mosquetes y a cada disparo caía un hombre ensangrentado. Al apagarse la luz del día, se apagó igualmente el combate; pues las leyes de guerra de Anahuac destinaban la noche para el descanso. Los españoles estaban cansados; condujeron atados ante el general a los prisioneros. Cortés, en estos momentos, se estaba curando de una ligera herida recibida.

—¿Por qué nos habéis atacado?

—Porque así le decidieron nuestros ancianos. Sois amigos del Terrible Señor y por tanto enemigos nuestros. Habéis abrazado a sus delegados y habéis comido con ellos. Así nos lo han revelado los Cuatro Grandes.

—Pregúntales quiénes son esos Cuatro Grandes.

—Cuatro ancianos monarcas de cuatro regiones igualmente extensas de nuestro país. Les corresponden las decisiones acerca de la guerra, la paz y cosas de los dioses. El viejo Xicotencatl se dice que deseaba la paz con vosotros y entonces su propio hijo le llamó cobarde. Entonces marchamos contra vosotros. Los dioses quisieron que nosotros acabásemos nuestras vidas sobre vuestra piedra de sacrificios. Pero nuestros hermanos vendrán y entonces de nada os servirá el huir. Las mujeres cubrirán de flores a los sacrificados y los amarán cuando se levanten.

—Rompo tus ligaduras. Eres libre. Te dejo partir. Vuelve a tu ciudad e informa que nosotros veníamos para ayudaros. Queremos liberar a todos los pueblos de la tiranía de Moctezuma. Si queréis, yo seré vuestro amigo. De vosotros depende el tener guerra o paz. Sombras negras se iban extendiendo alrededor. Caía una lluvia color de plomo y triste. Una noche de campamento peor que las demás. Al alba volvió el prisionero que había sido libertado:

—No traigo la paz. Vuelvo por mandato de los jefes para ser desangrado sobre la piedra de los sacrificios, de la misma manera que vosotros lo seréis sobre la nuestra. Nuestros guerreros, cuyo número es de cinco veces diez mil, se preguntan con preocupación cómo podrán saciarse todos con vuestra carne. En un momento se extendió la mala noticia entre los soldados. Rodearon éstos la tienda del jefe, exclamando: "Llevadnos a casa, llevadnos a nuestro país."

De nuevo por la mente de Cortés pasó el recuerdo de Julio César en aquel gesto con que sofocó la rebelión en una noche de escarcha en las Galias. En aquella ocasión fue duro, insensible, rígido.

—Quien es cobarde en la lucha, muere miserablemente y cobardemente como un perro. ¿Queréis ahora huir desde el centro de este país, cuando las puertas de detrás de nosotros se han cerrado? ¿Creéis poder llegar lejos, si emprendéis la huida? La noticia de vuestra cobardía correrá a lo largo de la costa como reguero de pólvora. Los cuchillos ya se afilan en todas las tribus que antes se rindieron a vuestras armas. Españoles, Dios atribuye a cada uno su misión; a nosotros nos encargó lleváramos su nombre a los lejanos países de ese Nuevo Mundo. Quien confía en la Cruz, no se equivoca nunca.

BOOK: El dios de la lluvia llora sobre Méjico
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