Volvió hacia nosotros su larga cabeza de saurio, nos miró con sus enormes y tiernos ojos y expulsó el aliento con violencia. Nos estaba llamando, nos pedía que la siguiéramos.
Von Bek me cogió la mano.
—Venga con nosotros, Herr Daker. Atravesemos la Puerta del Dragón. ¡Seremos tan felices al otro lado!
Y Alisaard enlazó mi brazo.
—Todos los Eldren os honrarán eternamente —aseveró.
Pero les dije con tristeza que no podía ser.
—Ahora sé que debo ir al encuentro del Bajel Negro. Es mi deber y mi destino.
—Pero usted dijo que ya no deseaba ser un héroe.
Von Bek estaba sorprendido.
—Es cierto. Mas ¿acaso no seré un héroe en el mundo de los Eldren? Mi única esperanza de librarme de esta carga es quedarme aquí. Lo sé.
Todas las mujeres habían subido a sus barcos. Muchas ya se habían hecho a la mar, meciéndose sobre las olas coronadas de espuma, guiadas por el dragón. Me saludaron con la mano, sin dejar de cantar.
—Partid —dije a mis amigos—. Partid y sed felices. Eso me consolará de vuestra pérdida, os lo prometo.
Y así nos separamos. Von Bek y Alisaard fueron los últimos en subir a bordo del último bajel que zarpó del puerto. Vi que el viento henchía su vela triangular y la esbelta proa cortaba las mansas aguas.
El gran dragón hembra, por fin libre, según la leyenda, describió un círculo completo en el cielo, por el puro placer de volar.
El círculo permaneció cuando el animal se hubo ido. Un disco rojo y azul que se ensanchó poco a poco hasta tocar las aguas. Los colores se hicieron más complejos. Miles de tonos oscuros e intensos rielaron sobre el agua. El gran dragón atravesó el círculo, desapareciendo casi al instante. Por él pasaron las naves Eldren, que también fueron engullidas. Se habían reunido con los suyos. ¡Los dragones y su estirpe mortal juntos por fin!
El círculo se desdibujó, y luego desapareció.
Me hallaba en un mundo desierto.
Estaba solo.
Miré las dos mitades de la espada, el yunque. Se diría que habían sostenido pesos enormes. Parecían haberse fundido, aunque conservaban la forma. No supe por qué tenía esa impresión.
Moví la empuñadura de la espada con el pie. Por un momento estuve tentado de cogerla, pero luego me aparté con un encogimiento de hombros. No deseaba volver a relacionarme con espadas, magia o con el destino. Sólo deseaba volver a casa.
Me alejé del puerto. Caminé entre las ruinas de la ciudad Eldren. Recordé destrucciones semejantes. Recordé cuando, como Erekosë, Campeón de la Humanidad, había conducido a mis ejércitos contra una ciudad como aquélla, contra un pueblo llamado Eldren. Rememoré aquel genocidio. Y me acordé de otro, cuando había comandado a los Eldren contra mi propia raza.
Sin embargo, la culpa que pesaba sobre mí desde entonces, ya no estaba presente. Intuí que me había redimido de todo. Me había enmendado y me sentía entero.
No obstante, me afligía haber perdido a Ermizhad. ¿Volvería a reunirme con ella?
Más tarde, hacia el anochecer, volví al muelle y contemplé la puesta de sol. Todo estaba en silencio. Reinaba la calma. Con todo, no disfrutaba de aquella soledad, porque era el resultado de la ausencia de vida.
Algunas aves marinas volaban y graznaban. Las olas lamían las piedras del muelle. Me senté sobre la Esfera de Hierro, contemplando las dos mitades de la espada, y preguntándome si debería haberme marchado con las Eldren, de regreso a su mundo.
Y entonces oí el sonido de unos cascos detrás de mí. Me volví. Un hombre montado que tiraba de otro corcel. Un sujeto pequeño, deforme, vestido de bufón. Sonrió y me saludó.
—¿Te apetece dar un paseo a caballo conmigo, señor Campeón? Un poco de compañía me irá bien.
—Buenas noches, Jermays. Confío en que no me traigas nuevas noticias acerca de hados y predestinaciones.
Monté en mi cabalgadura.
—Nunca me interesaron mucho esas cosas, ya lo sabes. Desempeñar un papel importante en la historia del multiverso no me compete a mí. Estos últimos tiempos son, tal vez, los más activos que he vivido. No me arrepiento, aunque me hubiera gustado presenciar la derrota de Sharadim y el destierro del Caos. Has llevado a cabo un enorme trabajo, ¿eh, señor Campeón? Quizá el más grande de tu carrera.
Meneé la cabeza. No lo sabía.
Jermays me guió a lo largo de la orilla, junto a los acantilados blancos. El sol prestaba al cielo un tono intenso y maravilloso, y acariciaba el mar. Conseguía que todo pareciera perenne e inexpugnable.
—Tus amigos se han ido, ¿verdad? —preguntó mientras cabalgábamos—. El dragón al dragón, las Eldren a los Eldren. Me pregunto qué clase de dinastía fundará Von Bek, qué historia derivará de todo lo ocurrido. Otro ciclo dará comienzo antes de que tengamos una mínima idea del destino de Melniboné.
El nombre me era familiar. Despertó débiles recuerdos, pero los deseché. No quería más reminiscencias, pasadas o futuras.
No tardó en hacerse de noche. La luz de la luna brillaba como plata pura sobre el mar. Rodeamos un cabo, la marea ondeaba a nuestros pies, y vi la silueta de un barco anclado en la pequeña bahía.
Tenía cubiertas elevadas, a proa y a popa, y sus cuadernas llevaban grabados toda clase de diseños barrocos. Contaba con una proa ancha y curvada, y su único mástil sostenía una gran vela acurrullada. El bajel disponía de un timón en cada una de sus cubiertas, igual que si pudiera dirigirse desde la proa o desde la popa. Se mecía suavemente sobre el agua, como en espera de un cargamento.
Jermays y yo espoleamos a nuestros caballos hacia los bajíos.
—¡Ah del barco! —gritó el enano—. ¿Aceptáis pasajeros?
Una figura apareció en la barandilla. Se apoyó en ella y, en apariencia, miró por encima de nuestras cabezas a los acantilados. Comprendí al instante que era ciego.
Una neblina rojiza se estaba formando alrededor del barco. Era tenue, y no parecía agitarse con los movimientos del mar, sino con los del sombrío bajel. Miré hacia el mar, pero la luna estaba oculta por las nubes y no vi nada. La niebla rojiza se iba espesando.
—Subid a bordo —dijo el ciego—. Sed bienvenidos.
—Ahora, debemos separarnos —afirmó Jermays—. Creo que pasará mucho tiempo antes de que volvamos a encontrarnos, tal vez en otro ciclo. Hasta la vista, señor Campeón.
Me palmeó la espalda, dio la vuelta a su corcel y cabalgó hacia la orilla. Los cascos retumbaron en la arena y no tardó en desaparecer.
Me introduje en el agua. Estaba caliente. Me llegó al pecho antes de que asiera la escalerilla y empezara a trepar. La niebla roja no cesaba de espesarse. Me impedía ver la orilla.
El ciego olfateó el aire.
—Hemos de zarpar. Me alegro de que hayas decidido venir. Ya no llevas espada, ¿eh?
—No la necesito —respondí.
Gruñó en respuesta y ordenó que izaran la vela. Vi las sombras de los hombres en el cordaje cuando seguí al piloto ciego hasta su camarote, donde su hermano, el capitán, nos esperaba. Oí que la vela se desplegaba y el viento la hinchaba. Oí que levaban anclas. El barco sufrió una sacudida y se deslizó hacia el mar. Supe que, una vez más, navegábamos por aguas que flotaban entre los mundos.
Los brillantes ojos azules del capitán eran gentiles cuando me indicó la comida que habían preparado para mí.
—Debes de estar cansado, John Daker. Has realizado un gran esfuerzo, ¿eh?
Me quité mis prendas de piel. Suspiré aliviado cuando me serví vino.
—¿Hay más gente a bordo esta noche? —pregunté.
—¿De tu raza? Sólo tú.
—¿Adonde nos dirigimos?
Estaba dispuesto a aceptar las instrucciones que me dieran.
—Oh, a ningún sitio importante... Veo que no llevas espada.
—Vuestro hermano ya se ha dado cuenta. La dejé rota en el muelle de Barobanay. Ahora ya no sirve de nada.
—Es cierto —convino el capitán, bebiendo un vaso de vino—, pero tendrá que ser forjada de nuevo. Tal vez en dos espadas, como era antes.
—Una nueva espada de cada parte. ¿Hay bastante metal para ello?
—Creo que sí, pero eso no debe importarte, al menos por un tiempo. ¿Quieres ir a dormir?
—Estoy cansado.
Me sentía como si llevara siglos sin descansar. El timonel ciego me condujo hasta mi vieja y conocida litera. Me tendí y casi al instante empecé a soñar. Soñé con el rey Rigenos y con Ermizhad, con Urlik Skarsol y los demás héroes que había sido. Y después soñé con dragones. Cientos de dragones. Dragones cuyo nombre conocía, y que me querían como yo a ellos. Y soñé con grandes flotas. Con guerras. Con tragedias y con placeres imposibles, con hechizos y con tórridos romances. Soñé con brazos blancos que me rodeaban. Soñé otra vez con Ermizhad. Y luego soñé que estábamos juntos de nuevo y me desperté riendo, recordando un fragmento de la canción del dragón que las mujeres Eldren habían coreado.
El timonel ciego y su hermano el capitán se hallaban frente a mí. También sonreían.
—Ha llegado la hora de desembarcar, John Daker. Ha llegado la hora de que recibas tu recompensa.
Me levanté. Iba vestido únicamente con pantalones de piel y botas, pero no sentí frío. Les seguí hasta la oscuridad de la cubierta. Distinguí la luz amarillenta de algunas lámparas. Creí vislumbrar la línea de una costa a través de la niebla rojiza. Primero vi una torre, y después otra. Parecían fijar los límites de un puerto.
Escruté las tinieblas, intentando distinguir más detalles. Las torres me resultaban familiares.
El timonel ciego me llamó desde abajo. Se hallaba en una chalupa, preparado para conducirme a tierra. Me despedí del capitán y bajé hasta la barca, sentándome en un banco.
El ciego se puso a remar con energía. La niebla roja se espesó todavía más. Pensé que debía de faltar poco para el amanecer. Las torres gemelas estaban unidas por un puente. Por todas partes brillaban miles de luces. Oí el tenebroso aullido de lo que, al principio, tomé por un monstruo marino. Después, comprendí que se trataba de un barco.
El timonel desarmó los remos.
—Has llegado a tu destino, John Daker. Te deseo buena suerte.
Puse pie con cautela en el barro resbaladizo de la orilla. Oí un zumbido sobre mi cabeza. Percibí voces. Y luego, cuando el timonel desapareció en la niebla roja, me di cuenta de que ya había estado antes en aquel lugar.
Las torres gemelas eran las del Puente de la Torre. Los sonidos que me llegaban eran los propios de una metrópoli moderna. Los sonidos de Londres.
John Daker había regresado a casa.
Me llamo John Daker. En un tiempo fui llamado el Campeón Eterno. Es posible que algún día vuelva a adoptar ese nombre. De momento, sin embargo, vivo en paz.
Al aferrarme a esta identidad (la auténtica, si lo preferís), pude resistir y derrotar a los poderes del Caos. Como recompensa, se me permitió reanudar mi vida como John Daker.
Cuando el rey Rigenos me llamó para ser el Campeón de la humanidad, estaba descontento de mi vida. La consideraba frívola, carente de color. Sin embargo, ahora me he dado cuenta de que, en realidad, es muy rica, y de que el mundo en que vivo resulta muy complejo. Merece la pena gozar de esta complejidad. He llegado a la conclusión de que la vida en una gran urbe del siglo xx puede ser tan intensa y satisfactoria como cualquier otra. La verdad es que ser un héroe, perpetuamente en guerra, equivale en cierto modo a ser siempre un niño. El auténtico desafío consiste en darle sentido a la vida, en imbuirla de un propósito basado en los principios personales.
Aún conservo recuerdos de aquellos otros tiempos. Todavía sueño a menudo con las grandes espadas que empuñé, con los caballos de guerra, con las barcazas, con extraños seres y ciudades mágicas, con los brillantes estandartes y la gloria de un amor perfecto. Sueño con cargar contra el Caos, con alzarme en armas contra el cielo en nombre del infierno, con ser la guadaña que segó a la humanidad... Pero he descubierto experiencias igualmente intensas en este mundo. Basta con que aprendamos a reconocerlas y disfrutarlas.
Eso es lo que aprendí cuando me enfrenté con el archiduque Balarizaaf, la princesa Sharadim y el príncipe Flamadin en el Principio del Mundo, cuando luchamos por la Espada del Dragón.
No deja de ser irónico que lograra salvarme, a mí y a los que quería, al recordar, en aquel momento crucial, mi identidad de simple mortal. El papel de héroe comporta sutiles peligros. Me alegro de no necesitar ya tenerlos en cuenta.
John Daker ha vuelto a casa. El ciclo se ha completado; la saga ha encontrado una conclusión. En algún lugar, sin duda, el Campeón Eterno continuará luchando por mantener el Equilibrio Cósmico. Y en sus sueños, al menos, John Daker recordará esas batallas, como también evocará en algunas ocasiones un inmenso campo de estatuas que llevan su nombre... De momento, sin embargo, no le hace ninguna falta participar en batallas, ni preguntarse por el significado de ese campo.
Todavía añoro a mi Ermizhad, por supuesto. Jamás amaré a nadie como la amé a ella. Estoy seguro de que la encontraré, no en algún extravagante reino del multiverso, sino aquí, tal vez en esta ciudad, en Londres. ¿Me seguirá buscando, como yo la busco a ella? No pasará mucho tiempo antes del reencuentro.
Y, cuando llegue ese momento, ninguna espada forjada en este mundo o en otro conseguirá separarnos.
Y viviremos en paz.
Aunque nuestra esperanza de vida sea la de los seres humanos normales, será nuestra vida, nuestros años. Nos veremos libres de designios cósmicos, libres de hados y grandiosas predestinaciones.
Seremos libres para amar como siempre deseamos hacerlo; libres para ser las criaturas imperfectas, finitas y mortales que, desde el primer momento, anhelamos ser.
Y, al menos durante esos años, el Campeón Eterno gozará del descanso.
FIN