El dragón en la espada (37 page)

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Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El dragón en la espada
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—La hoja beberá tu alma —dijo—, y me revigorizará a su vez. Yo y la espada seremos uno, inmortal e invencible. ¡Los Seis Reinos me admirarán de nuevo!

Hizo una mueca de dolor cuando cogió la espada, y me miró casi con pesar. Me resultaba imposible saber qué terribles y fríos fragmentos de alma le animaban, cuánto quedaba del antiguo ídolo de los Mundos de la Rueda. Su hermana había podido paralizar el progreso de corrupción del cuerpo, pero ahora se estaba desintegrando ante mis ojos. No obstante, confiaba en vivir. Confiaba en vivir a mi costa.

Armiad gruñó de placer. Me agarró el brazo con sus manos frías y húmedas.

—Matadle, príncipe Flamadin. He ansiado presenciar su muerte desde que os suplantó y atrajo sobre mí la burla de los demás capitanes. ¿Le matáis, mi señor?

Por el otro lado me flanqueaba algo que apenas reconocí como Mopher Gorb, el basurero mayor de Armiad. Su nariz se había alargado y sus ojos se habían aproximado tanto que parecía un perro. Me apretó el brazo con fuerza. De su hocico manaba saliva. También él paladeaba por anticipado mi muerte.

Flamadin movió el brazo hasta que la punta de la Espada del Dragón se detuvo a pocos milímetros de mi corazón. Después, emitiendo una especie de sollozo, se dispuso a asestar el golpe definitivo.

Toda la caverna era una masa de ruidos y guerreros que andaban de un lado para otro, bañados en la luz carmesí. Sin embargo, percibí un sonido que se imponía a los demás. Un estampido seco y preciso.

Flamadin gruñó y se inmovilizó. Tenía un agujero rojizo en la frente, del que manaba una sustancia que tal vez en otro tiempo hubiera sido sangre. Bajó la Espada del Dragón y se volvió para mirar detrás de él.

Vio a Ulrik von Bek, conde de Sajonia, con una Walther PPK 38 humeante en la mano.

Flamadin se tambaleó hacia su nuevo atacante, con la Espada del Dragón medio alzada. Después, se desplomó sobre la cubierta. Los últimos vestigios de vida le habían abandonado.

De todos modos, Armiad y sus hombres todavía me sujetaban. Mopher Gorb sacó un largo cuchillo, con la clara intención de degollarme. Pero, de súbito, emitió un leve quejido y dejó caer el arma. Una herida asomaba en su sien.

Armiad me soltó. El resto de la fantasmal tripulación empezó a retroceder. Alisaard se precipitó hacia adelante, arrebató a Mopher Gorb su arma y atacó al capitán barón, que se defendió con ferocidad y pericia de la Mujer Fantasma, pero no estaba en modo alguno a su altura. La joven le atravesó el corazón a los pocos momentos y concentró su atención en los demás. Yo, por mi parte, cogí una espada y me enzarcé en la lucha. Había demasiados enemigos entre el cadáver de Flamadin y yo. Traté de avanzar como mejor pude. Von Bek también empuñaba una espada. Los tres unimos nuestras fuerzas para rechazar a los atacantes.

—¡Ya veo que Bellanda le guardó la pistola! —grité a Von Bek.

—Ahora no me arrepiento de habérsela pedido —sonrió el conde—. ¡Pensé que nunca la volvería a ver! Por desgracia, sólo quedaban dos balas.

—Muy bien empleadas —le respondí con agradecimiento.

De pronto, nos dimos cuenta de que estábamos rodeados de cadáveres. Habíamos aniquilado a la desagradable tripulación de Armiad. Algunos heridos se arrastraban por el suelo, intentando escapar. Von Bek lanzó un alarido de triunfo, interrumpido por un grito de Bellanda. Sharadim había ejecutado un salto imposible a lomos de su gran corcel negro y aterrizó en la cubierta central. Los cascos resonaron como tambores de guerra sobre el cadáver de su hermano, que todavía aferraba la Espada del Dragón.

Me puse a correr, tratando de llegar a la hoja antes de que ella desmontara, pero descendió de la bestia con un revoloteo de la capa y se agachó para apoderarse de la Espada del Dragón.

Lanzó un gemido de dolor cuando cerró la mano sobre ella. No era la indicada para hacerlo. Consiguió levantarla con un supremo esfuerzo, sin soltar en ningún momento su presa.

Su belleza extraordinaria no cesaba de impresionarme. Mientras caminaba con la Espada del Dragón hacia el caballo, ajena en apariencia a los que la observaban, pensé que se parecía más que ninguna mujer a la diosa en que anhelaba convertirse.

—¡Princesa Sharadim! —exclamé, dando un paso adelante—. ¡Esa espada no os pertenece!

Ya había llegado a su caballo. Miró lentamente a su alrededor, frunciendo el ceño de irritación.

—¿Cómo?

—Es mía.

Dejó caer su mano adorable a un lado y me miró.

—¿Cómo?

—No debéis coger la Espada del Dragón. Sólo yo tengo derecho a empuñarla.

Empezó a subir a la silla.

Lo único que se me ocurrió hacer fue sacar la Actorios y sostenerla frente a mí. Su luz serpenteante y pulsátil tino mi mano de un resplandor negro, rojo y carmesí.

—¡Reclamo la Espada del Dragón, en nombre de la Balanza! —grité.

Su rostro se nubló y sus ojos llamearon.

—Estáis muerto —dijo lentamente, rechinando los dientes.

—No. Dadme la Espada del Dragón.

—Me he ganado esta espada y todo lo que representa —respondió, pálida de ira—. Es mía por derecho. He servido al Caos. He entregado los Seis Reinos a lord Balarizaaf para que haga con ellos lo que le plazca. De un momento a otro, él y los suyos entrarán cabalgando por el portal que yo creé, en virtud de mis actos. Entonces recibiré mi recompensa. Me convertiré en Soberana de la Espada, con derecho a gobernar mis propios reinos. Seré inmortal. Y, como inmortal, empuñaré esta espada como símbolo de mi poder.

—Moriréis. Balarizaaf os matará. Los Señores del Caos no cumplen sus promesas. Va en contra de su naturaleza.

—Mentís, Campeón. Alejaos de mí. Aún no sé cómo utilizaros.

—Debéis darme esa espada, Sharadim.

La Actorios latía con una luz más intensa. Su tacto en la palma de mi mano era casi orgánico.

Avancé hasta situarme junto a Sharadim, que abrazó la hoja contra su cuerpo. Comprendí que le producía intensos dolores allí donde la tocaba, pero ella no hizo caso, en la creencia de que pronto dejaría de experimentar para siempre el dolor físico.

Distinguí la pequeña llama amarilla que parpadeaba detrás de las runas talladas en el metal negro.

La Actorios empezó a cantar con voz suave y hermosa. Cantaba para la Espada del Dragón.

Y ésta murmuró una respuesta. El murmullo se transformó en un lamento fuerte y poderoso, casi un grito.

—¡No, no, no! —chilló Sharadim. En su piel también se reflejaba la peculiar luz serpenteante—. ¡Mirad! ¡Mirad, Campeón! ¡El Caos se acerca! ¡El Caos se acerca!

Lanzó una carcajada y me arrebató la Actorios de la mano con un limpio mandoble. Me precipité sobre la piedra, pero ella fue más rápida. Levantó la espada, profiriendo gritos de dolor por las quemaduras que sufría en las manos.

Se disponía a destruir la Actorios.

Mi primer instinto fue abalanzarme hacia ella y salvarla a toda costa, pero entonces recordé algo que me había dicho Sepiriz. Di un paso atrás.

Sharadim me sonrió, el lobo más bello del mundo.

—Ahora os dais cuenta de que no podéis derrotarme —dijo.

Descargó la espada con increíble ferocidad, golpeando de lleno la piedra brillante, que latía como un corazón vivo.

Chilló cuando la hoja entró en contacto con la Actorios. Era un grito de triunfo absoluto que, en el espacio de un segundo, se convirtió en uno de confusión, luego de rabia y, por fin, en un lamento agónico.

La Actorios estalló en fragmentos, que salieron proyectados en todas direcciones.

¡Y cada fragmento contenía una imagen de Sharadim!

Cada trozo de la Actorios se llevaba una parte de Sharadim al limbo. Había aspirado a serlo todo para todo el mundo. Ahora, era como si cada faceta de su personalidad se hubiera separado y estuviera aprisionada en una esquirla de aquella extraña gema. Sin embargo, Sharadim continuaba frente a mí, petrificada en su postrer acto de destrucción. Poco a poco, su expresión de colérico dolor se transformó en puro terror. Se puso a temblar. La Espada del Dragón gemía y sollozaba en sus manos. Me dio la impresión de que su carne se fundía hasta los huesos. Toda su pasmosa belleza se estaba desvaneciendo.

Von Bek, Alisaard y Bellanda se abrieron paso hacia mí, pero les indiqué con un gesto que retrocedieran.

—Todavía nos acechan grandes peligros —grité—. Debéis regresar a Adelstane, contarles a las Eldren y a los príncipes ursinos lo que está ocurriendo aquí. Decidles que deben esperar y vigilar.

—¡Pero el Caos se acerca! —dijo Alisaard—. ¡Mirad!

Las siluetas que había distinguido en la bruma rojiza aumentaban de tamaño. Grotescos jinetes al mando del archiduque Balarizaaf en persona. Los Señores del Infierno acudían para reclamar su nuevo reino.

—¡Dirigíos a Adelstane, rápido! —les conminé.

—¿Qué va a hacer usted, Herr Daker? —preguntó Von Bek, con una expresión de honda preocupación en el rostro.

—Lo que debo hacer. Lo que se ha convertido en mi tarea.

Pensé que comprendería esas palabras.

Von Bek inclinó la cabeza.

—Le esperaremos en Adelstane.

Estaba claro que los tres se consideraban ya prácticamente muertos.

La enorme brecha abierta en el tejido cósmico continuaba ensanchándose. Los jinetes negros aguardaban sin impacientarse a que fuera lo bastante amplia para permitirles el paso.

Cogí la Espada del Dragón. Emitió un sonido tenue y dulce, como si reconociera a un igual.

Los fragmentos de la Actorios remolineaban alrededor de la hoja, como planetas alrededor de un sol. En varios de ellos distinguí algunos de los muchos rostros de Sharadim, con la misma expresión de horror que había mostrado antes de que su cuerpo se desplomara.

Contemplé su cadáver consumido. Yacía frente al de su hermano. Uno había representado la maldad del mundo, el otro el bien. Ambos habían sido aniquilados por el orgullo, la ambición y la promesa de la inmortalidad.

Vi que Von Bek, Alisaard y Bellanda desaparecían por un costado del casco. La confusión reinaba en los campamentos del ejército de Sharadim. Parecían esperar órdenes de su soberana. Mis amigos tenían una buena oportunidad de llegar a Adelstane sin ser vistos. Debían hacerlo. Sabía que no sobrevivirían a lo que se avecinaba.

Levanté la espada y me concentré en una idea determinada. Recordé lo que Sepiriz me había dicho que hiciera cuando la Actorios se rompiese, a qué poder me era dado invocar. Les oí cantar en los recovecos de mi mente. Oí sus voces desesperadas, como las había percibido mil veces en mis sueños.


Somos los olvidados, los últimos, los crueles. Somos los Guerreros en los Confines del Tiempo. Estamos cansados. Tan cansados... Estamos cansados de hacer el amor...


¡YO OS LIBERO! ¡GUERREROS, YO OS LIBERO! VUESTRA HORA HA LLEGADO. ¡POR EL PODER DE LA ESPADA, POR LA DESTRUCCIÓN DE LA ACTORIOS, POR LA VOLUNTAD DE LA BALANZA, POR EL BIEN DE LA HUMANIDAD, YO OS CONVOCO! EL CAOS NOS AMENAZA. EL CAOS NOS CONQUISTARÁ. ¡OS NECESITAMOS!

Vi un acantilado en el extremo más alejado de la caverna, sobre la maravillosa ciudad blanca de Adelstane. Y en él se alineaban fila tras fila de hombres. Algunos montaban a caballo, otros iban a pie. Todos llevaban armas y se protegían con armaduras. Todos me miraban fijamente, como dormidos.


Somos las migajas de vuestras ilusiones, los restos de vuestras esperanzas. Somos los Guerreros en los Confines del Tiempo...


¡GUERREROS! VUESTRA HORA HA LLEGADO. COMBATIRÉIS DE NUEVO. ¡UNA BATALLA MÁS, OTRO CICLO MÁS! ¡VENID! ¡EL CAOS NOS ATACA!

Corrí hacia el corcel de Sharadim, que piafaba y resoplaba cerca del cadáver de su ama. No ofreció resistencia cuando subí a la silla. El peso de un jinete pareció alegrarle. Galopé hacia la barandilla del casco, salté por encima de la borda y aterricé en el suelo rocoso de la cueva. Los soldados de Sharadim, una oleada de carne y metal, se precipitaron sobre mí, lanzando gritos de júbilo. Yo pensaba que eran mis enemigos. Me quedé desconcertado un momento, hasta comprender con irónica complacencia que sólo conocían la existencia de Flamadin y Sharadim. ¡Creían que yo era el hermano y consorte de la emperatriz! Me esperaban para que les condujera hacia Adelstane en nombre del Caos.

Miré hacia atrás. La enorme cicatriz carmesí se ensanchaba a cada momento. Las grotescas formas negras aumentaban de tamaño.

Miré en dirección a Adelstane.

—¡Guerreros! —grité—. ¡A mí, guerreros!

Los Guerreros en los Confines del Tiempo se habían despertado. Bajaban hacia mí desde los acantilados que dominaban Adelstane, siguiendo senderos invisibles.

—¡Guerreros! ¡Guerreros! ¡El Caos se acerca!

El aullido de un viento carmesí sopló sobre todos nosotros.

—¡Guerreros! ¡Guerreros! ¡A mí, a mí!

El corcel se encabritó, levantando los cascos. Lanzó un gran resoplido de placer, como si aguardara aquel momento, como si sólo viviera para galopar hacia la batalla. La Espada del Dragón había cobrado vida en mi mano derecha. Cantaba y resplandecía con aquel brillo oscuro que yo había visto tantas veces, en mis numerosas encarnaciones. Sin embargo, tenía la sensación de que poseía una cualidad diferente de las otras ocasiones.

—¡Guerreros! ¡A mí!

Llegaron a millares, ataviados con toda clase de uniformes, portando las armas más extrañas concebibles. Marchaban y cabalgaban y sus rostros volvían a la vida, como si también ellos, al igual que el corcel, sólo se sintieran a gusto en la batalla.

Por mi parte, creo que nunca me sentía tan pictórico de vida como cuando empuñaba mi espada para entrar en combate. Era el Campeón Eterno. Había comandado enormes ejércitos. Había exterminado razas enteras. Era el conflicto sangriento personificado. Le había aportado nobleza, poesía, justificación. Le había aportado dignidad heroica...

Pero una voz interior insistía en que aquélla debía ser mi última lucha. Yo era John Daker. No deseaba matar por causa alguna. Anhelaba, simplemente, vivir, amar y conocer la paz.

Los Guerreros en los Confines del Tiempo cerraron filas a mi alrededor. Habían desenvainado sus numerosas armas. Gritaban y daban vivas. Estaban alegres. Me pregunté si cada uno de ellos había sido como yo. ¿Constituían diversos aspectos de guerreros heroicos? Más aún, ¿eran aspectos del Campeón Eterno? Ciertamente, muchos de los rostros me resultaban familiares, tanto que no me atreví a examinarlos con excesivo detenimiento.

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