El dragón en la espada (34 page)

Read El dragón en la espada Online

Authors: Michael Moorcock

Tags: #Fantástico

BOOK: El dragón en la espada
7.38Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Me han dicho que me aportará un poco de paz y la posibilidad de reunirme de nuevo con Ermizhad —dije con firmeza.

Me resistía a creer en sus argumentaciones, a pesar de que parecían sensatas y ciertas.

—Un respiro, nada más. Servidme y poseeréis casi todo lo que deseáis. Inmediatamente.

—¿A Ermizhad?

—A una mujer tan parecida a ella que olvidaréis cualquier diferencia. Una mujer todavía más bella. Os adorará, como ningún hombre ha sido adorado jamás.

Me reí de él, causándole gran sorpresa.

—Sois de verdad un Señor del Caos, archiduque Balarizaaf. Tenéis imaginación. Creéis que todos los mortales desean el mismo poder de que vos disponéis. Yo amaba a una persona, en toda su complejidad. Lo he comprendido aún más desde que padezco los engaños que este lugar inflige al cerebro humano. Si no puedo reunirme con la mujer que amo, no deseo sustituías. ¿Qué importa si me adora o no? La quiero por lo que es. Mi imaginación se complace en el hecho de que existe, no en la posibilidad de dominarla. Yo no formaba parte de su existencia. Me limitaba a gozar de ella. Y la gozaré durante toda la eternidad, aunque esté separado de mi amada por siempre jamás. Y si consigo reunirme con ella, siquiera por un breve tiempo, eso justificará más que de sobra la agonía que padezco. Vos habéis explicado, con más concisión que yo, lo que el Caos se propone, señor archiduque, y por qué me enfrento a vos.

Balarizaaf se encogió de hombros, como si aceptara mi razonamiento de buen humor.

—En ese caso, tal vez deseéis que os proporcione otra cosa. Todo lo que yo os pido es que os apoderéis de la Espada del Dragón en mi nombre. Las mujeres Eldren están virtualmente acabadas. Sharadim y Flamadin controlan los Seis Reinos de la Rueda. Si me hacéis ese pequeño favor, para que pueda consolidar mi dominio sobre este ínfimo fragmento del multiverso, haré cuanto esté en mi mano para que os reunáis con vuestra Ermizhad. El juego ha terminado, señor Campeón. Hemos ganado. ¿Qué más podéis hacer? Tenéis la oportunidad de haceros un favor. Estoy seguro de que no deseáis ser el bufón del destino eternamente...

La tentación era enorme, pero no me costó mucho desecharla cuando miré el rostro desesperado de Alisaard. Yo luchaba y participaba en el juego por lealtad a las Eldren. Si traicionaba esa lealtad, negaba el derecho a reunirme con la mujer que amaba. Meneé la cabeza y dirigí la palabra al conde Ulrich von Bek.

—Amigo mío, ¿sería tan amable de acercar el cáliz un poco más al archiduque para que pueda examinarlo?

Balarizaaf retrocedió, lanzando un chillido feroz, maligno y terrorífico que contradecía sus sensatos razonamientos de un momento antes. Su misma sustancia empezó a transformarse cuando Von Bek se aproximó. Su carne pareció hervir y metamorfosearse hasta los huesos. En cuestión de segundos exhibió un millar de rostros, muy pocos de los cuales eran humanos.

Y entonces desapareció.

Caí de rodillas, sollozando y presa de escalofríos. Sólo en aquel instante comprendí a qué me había resistido, hasta qué punto me habían tentado su invitación y sus promesas. Mis fuerzas me habían abandonado.

Mis amigos me ayudaron a levantarme.

Un viento frío sopló entre las hierbas, pero no lo consideré un producto del Caos. Era el resultado, al menos temporal, de la influencia del Grial. Me impresionó sobremanera que la copa fuera capaz de poner orden en el mismísimo corazón del Caos.

—Está allí —dijo Alisaard en voz baja—. El caballo con cuernos está allí.

Un animal cuya piel lanzaba destellos, en ocasiones plateados, en otras dorados, trotaba hacia nosotros sobre la hierba. Alzó la cabeza para emitir un relincho de saludo. De su frente surgía un solo cuerno. Al igual que el Grial, recordaba muchísimo a otro mito de la Tierra. Alisaard sonrió alborozada cuando el animal se detuvo ante ella y le acarició la mano con el hocico.

Una voz sonó detrás de nosotros, una voz familiar, aunque no era la del archiduque Balarizaaf.

—Voy a coger la copa —dijo.

Era Sepiriz. Algo en sus ojos sugería dolor. Extendió su gran mano negra hacia Von Bek.

—La copa, por favor.

—Es mía —se resistió el conde.

Un relámpago de ira cruzó por los ojos de Sepiriz.

—Esta copa no pertenece a nadie —murmuró—. Sólo se pertenece a sí misma. Es un singular objeto de poder. Todo el que intente quedársela será corrompido por su locura y su avaricia. No esperaba que dijerais algo semejante, conde Von Bek.

Mi amigo, humillado, bajó la cabeza.

—Perdonadme. Herr Daker me dijo que vos me habíais facilitado iniciar la autodestrucción de los nazis.

—Así es. Se ha entrelazado en la malla de su destino, gracias a las valerosas acciones que habéis llevado a cabo aquí y a lo que ocurrió cuando os apoderasteis del Grial. Os aseguro, Von Bek, que habéis hecho mucho por vuestro pueblo.

Con un gran suspiro, el conde entregó el cáliz a Sepiriz.

—Os doy las gracias, señor. Deduzco que he logrado mi objetivo.

—Sí. Podéis volver a vuestro plano y a vuestro tiempo, si lo deseáis. No estáis en deuda conmigo.

Pero Von Bek miró con ternura a Alisaard y me sonrió.

—Creo que me quedaré a ver de qué modo termina esto, ganemos o perdamos. Me intriga saber cómo concluirá esta fase de vuestro juego, lord Sepiriz.

Éste pareció complacido, pero un secreto temor se vislumbraba en sus ojos.

—Debéis seguir al caballo. Os conducirá a la Espada del Dragón. Las fuerzas del mal cobran a cada momento mayores energías. No pasará mucho tiempo antes de que los Reinos de la Rueda se derrumben por completo, pasando a formar parte del Caos, ya que este reino es estabilizado, hasta el punto en que puede serlo, por aquellos que lo rodean. Si son consumidos, el resultado será el Caos en estado puro, una masa de horrísona obscenidad, de la que estas Marcas Diabólicas no constituyen sino un pálido remedo. Nada sobrevivirá en su antigua forma. Y vosotros quedaréis atrapados en su interior para siempre. ¡Eternas víctimas de los caprichos de un Balarizaaf mil veces más poderoso que ahora! —Hizo una pausa y respiró hondo—. ¿Todavía deseáis quedaros aquí, conde Von Bek?

—Por supuesto —dijo mi amigo, con su característico aplomo aristocrático y casi cómico—. ¡Aún quedan algunos alemanes en el mundo que comprenden la naturaleza del bien y el mal, y saben cuál es su deber!

—Así sea —dijo Sepiriz.

Ocultó el cáliz en el interior de su manto y desapareció.

Fuimos en pos del unicornio, ignorando a qué deberíamos enfrentarnos cuando llegáramos a nuestro destino. La influencia del Grial ya se estaba desvaneciendo. La hierba viró a un tono amarillo, después al naranja, y por fin al rojo.

El unicornio vadeó un lago de sangre poco profundo.

Le seguimos, hundidos hasta la cintura en aquella sustancia y temblando de horror.

Era como si chapoteáramos en la sangre de los que habían muerto en aras del ansia que demostraba Sharadim por alcanzar un poder perverso e inmoral.

3

Aquel horrible lago se extendía en todas direcciones, hasta perderse en el horizonte. Al parecer, no había más habitantes en todo el reino del Caos que el unicornio que nos guiaba y nosotros tres.

Por alguna razón no podía quitarme de la cabeza la idea de que pisábamos la sangre de incontables muertos. A medida que pasaba el tiempo, se me ocurrió que tal vez no se trataba de sangre derramada por Sharadim o los Señores del Caos, sino por mí, en mi personificación del Campeón Eterno. Yo había aniquilado a la humanidad. Era responsable de muchísimas muertes más, ejecutadas en mis numerosas encarnaciones. Tuve la sensación de que aquella vasta llanura de sangre sólo representaba una parte del total.

Mis amigos se habían cogido del brazo, como amantes. Les precedía unos metros, sin perder de vista al unicornio. Comencé a ver reflejos en el líquido rojo. Vi el rostro de John Daker, el de Erekosë, el de Urlik Skarsol, el de Clen de Clen Gar. Y me pareció oír palabras que el viento transportaba.


Eres Elríc, llamado Matamujeres. Elric, que traicionó a su raza, al igual que Erekosë traicionó a la suya. Eres Corum, asesinado por la mujer Mabden a la que amabas. ¿Te acuerdas de Zarozinia? Acuérdate de Medhbh, y de aquellos a los que traicionaste y que te traicionaron. Rememora todas las batallas en las que participaste. Recuerda al conde Brass y a Yiselda. Eres el Campeón Eterno, condenado eternamente a luchar en todas las guerras de la humanidad y en todas las guerras de los Eldren, justas e injustas. ¡Cuan insensatas son tus acciones! Lo noble deviene innoble. Lo impuro deviene puro. Todo es maleable. Todo cambia. Nada permanece constante en los planes del Hombre o de los Dioses. Sin embargo, tú persistes de eón en eón, plano de existencia tras plano de existencia, permitiendo que te utilicen como peón en una partida cósmica absurda...


¡No!
—repuse—.
Existe una explicación. Mis remordimientos necesitan una penitencia. He de redimirme, y en la redención encontraré la paz. Y con la paz, por fin, hallaré a mi Ermizhad. Saborearé un poco de libertad...


Tú eres Ghardas Valabasian, Conquistador de los Soles Distantes, y no necesitas a nadie...


¡Soy el Campeón Eterno, ligado por cadenas cósmicas a una tarea todavía inconclusa!


Eres M'v Okom Sebpt O'Riley, Fusilero de los Aventureros Qui Lors, eres Alivale y eres Artos. Eres Donan, Jeremiah, Asquiol, Goldberg, Franik...

La lista de nombres prosiguió interminablemente. Resonaban en mis oídos como campanas. Atronaban mi cabeza como tambores. Producían el sonido metálico de las armas bélicas. Armas bélicas, que llenaban mis ojos de sangre. Un millón de rostros me asaltaron. Un millón de seres asesinados.


Eres el Campeón Eterno, condenado por siempre a luchar, sin la menor tregua. La batalla no tiene fin. La Ley y el Caos son enemigos irreconciliables. Nunca se producirá la reconciliación. La Balanza exige demasiado de ti, Campeón. Servirla te debilita...


No tengo otra opción. Es lo que estoy destinado a hacer. Y todos debemos cumplir nuestro sino. No hay elección. No la hay...


Puedes elegir por quién combates. Rebelarte contra ese hado. Alterarlo.


Pero no abolido. Soy el Campeón Eterno, y he de cumplir el destino que me ha sido reservado; no tengo otra vida ni otro dolor que éstos. Oh, Ermizhad, mi Ermizhad...

El ritmo de mis piernas al caminar imitaba el de las palabras que acudían a mi mente. Me puse a hablar en voz alta.

—Soy el Campeón Eterno y cumplo un destino cósmico. Soy el Campeón Eterno y mi hado está escrito, mi hado es la guerra y la muerte, es el miedo...

La voz que me hablaba era mi propia voz, e igualmente la que me respondía. Brotaban lágrimas de mis ojos, pero me las sequé. Continué andando, vadeando el terrible lago de sangre.

Sentí que una mano se posaba sobre mi hombro. La aparté con un gesto brusco.

—Soy el Campeón Eterno. No poseo otra vida que ésta. Carezco de medios para cambiar lo que soy. Soy el Campeón, el héroe de mil mundos, y todavía ignoro mi verdadero nombre...

—¡Daker! ¡Daker! ¿Qué le ocurre? ¿Por qué murmura de esa manera?

Era la voz de Von Bek, lejana y agitada.

—El destino me persigue. Soy el juguete del hado. El Señor del Caos no mintió en eso. Pero no flaquearán mis fuerzas. No serviré a su causa. Soy el Campeón Eterno. Mi remordimiento es infinito, mi culpa enorme, mi destino está sellado...

—¡Daker! ¡Serénese!

Estaba hundido en mi ensimismamiento monomaniaco. Sólo podía pensar en la espantosa ironía de mi situación. En los Seis Reinos era un semidiós, un héroe legendario en todo el multiverso, un noble mito para millones de seres. Sin embargo, sólo experimentaba la tristeza y el terror.

—¡Dios mío, Daker, se está volviendo loco! ¡Escúcheme! Sin usted Alisaard y yo estamos completamente perdidos. No tenemos modo de saber dónde nos hallamos o qué debemos hacer. El unicornio nos guía hacia la espada, que sólo usted puede usar, al igual que sólo yo puedo tocar el Grial.

Los tambores de guerra continuaban martilleando en mis oídos. El fragor del metal obnubilaba mi mente. Mi corazón se consumía por la melancolía fruto de mi terrible destino.

—¡Recuerde quién es! —irrumpió de nuevo la voz de Von Bek—. ¡Recuerde lo que está haciendo, Herr Daker!

Yo sólo veía sangre frente a mí, sangre a mis espaldas, sangre por todas partes.

—¡Herr Daker! ¡John!

—Soy Erekosë, el que aniquiló a la raza humana. Soy Urlik Skarsol, que luchó contra Belphig. Soy Elric de Melniboné, y seré muchos otros más...

—¡No, caramba! Recuerde quién es en realidad. Usted me habló de una época, una época en la que no se acordaba de haber sido el Campeón. ¿Era una especie de comienzo para usted? ¿Por qué se llama todavía John Daker? Ésa es su primera identidad, antes de que le llamaran Campeón.

—Ay, cuántos largos ciclos del multiverso han transcurrido desde entonces...

—John Daker, cálmese. ¡Por el bien de los tres!

Von Bek gritaba, pero su voz parecía venir desde muy lejos.


Eres el Campeón que empuña la Espada Negra. Eres el Campeón, héroe de la Trinchera de los Mil Quinientos Kilómetros.

La sangre me llegaba a la altura del pecho. Cada vez me hundía más en ella. Estaba a punto de ahogarme en la sangre que yo había derramado.

—¡Herr Daker! ¡Vuelva en sí!

Ya no estaba seguro de ninguna identidad. Tenía tantas... ¿Serían todas la misma? Qué vida tan pobre y frustrante combatir así. Nunca había querido luchar. No conocí la espada hasta que el rey Rigenos me llamó en calidad de Defensor de la Humanidad...

La sangre me llegaba a la barbilla. Sonreí. ¿Qué más daba? Era lo más apropiado.

Una voz suave y fría me habló.

—John Daker, si traiciona esta identidad, será su única y auténtica traición. Porque es la verdadera.

Era Von Bek el que hablaba. Le respondí con un encogimiento de hombros.

—Morirá —le oí decir—, pero no a causa de su flaqueza humana, sino por culpa de su fuerza inhumana. Olvide que fue el Campeón Eterno. ¡Recuerde su vulgar mortalidad!

La sangre rozó mis labios. Me puse a reír.

—¡Fíjese! ¡Me ahogo en este memorial de mi culpa!

—Con eso sólo demostrará que es idiota, Herr Daker. Nos equivocamos al considerarle un amigo, y también lo hicieron las mujeres Eldren, y los príncipes ursinos, y Ermizhad erró al confiar en su amor. Ella no amaba a Erekosë, el monstruoso instrumento de la Fortuna, sino a John Daker...

Other books

Treasured Vows by Cathy Maxwell
Exception to the Rule by Doranna Durgin
Magnifico by Miles J. Unger
War Game by Anthony Price
The Trouble with Andrew by Heather Graham