Menua bajó los brazos e hizo un gesto a Aberth, el sacrificador. Éste se adelantó, echando atrás la capucha para revelarse a Aquel Que Vigila. Tenía cara de zorro y el pelo del color de la piel de zorro detrás de la tonsura, y una barba rojiza que nunca le crecía por debajo de la mandíbula. El brazalete de piel de lobo que le rodeaba un brazo denotaba su talento para matar.
De su cintura pendía el cuchillo sacrificial con su empuñadura de oro.
El cántico comenzó de nuevo, bajo pero insistente.
—Gira la rueda, gira la rueda, cambia las estaciones —los druidas volvían a dar vueltas—. Gira la rueda, cambia las estaciones, únete a nosotros, acepta ahora nuestro regalo. ¡Ahora!
Sus voces tenían una vehemencia desesperada.
Aberth se detuvo al lado de la persona amortajada sobre el altar de piedra. Retiró la tela, descubriendo el cuerpo que iba a acuchillar. Un momento antes de que pudiera desviar la vista, vi con claridad quién era su víctima.
Mi abuela estaba tendida con su dulce rostro vuelto hacia el cielo sin sol.
—¡No!
Al principio no pude imaginar quién gritaba. ¿Quién se atrevía a interrumpir una ceremonia druídica?
Entonces comprendí que era yo. Como un loco, había abandonado mi escondrijo y corría temerariamente hacia el claro, agitando los brazos y gritando a los druidas que se detuvieran.
Esperaba que un rayo me fulminase convirtiéndome en un residuo ceniciento a una orden de Menua.
Pero él y los demás se limitaban a mirarme. Aberth mantenía inmóvil el brazo alzado, sosteniendo el cuchillo por encima de Rosmerta. Sólo el jefe druida parecía capaz de moverse, e intentó cogerme cuando me abalancé protectoramente sobre el cuerpo de mi abuela. Le golpeé con los puños cerrados, y entonces cogí a la anciana en brazos. Me sorprendió descubrir lo delgada que era. Tenía la impresión de sostener un saco de palos.
Yacimos juntos sobre la piedra sacrificial con el cuchillo suspendido sobre nosotros. No alcé la vista. Apreté los labios contra la mejilla de Rosmerta, noté la textura de su piel vieja y seca, inhalé su aroma, su olor individual a humo de leña y desecación.
Su piel estaba fría al contacto con mis labios. Menua me puso una mano en el hombro.
—Apártate, muchacho —me dijo con más amabilidad de lo que esperaba.
Quería obedecerle, pues siempre obedecíamos a nuestros druidas, pero en vez de hacerlo abracé con más fuerza a Rosmerta.
—No permitiré que la matéis —dije con voz apagada, el rostro contra el de mi abuela.
—No vamos a matarla, ya está muerta.
Menua aguardó a que sus palabras me hicieran mella. Aberth retrocedió un paso, quizá como respuesta a alguna señal del jefe druida.
Levanté la cabeza para mirar a Rosmerta. Tenía los ojos cerrados, hundidos en pozos perdidos entre las arrugas. Cuando me incorporé más vi su flaco cuello, en el que no latía el pulso, y su pecho no subía ni bajaba.
* * * * * *
—¿Lo ves? —me preguntó Menua en el mismo tono amable—. El cuchillo es sólo una formalidad para amoldarnos al ritual del sacrificio. Haciendo gala de nobleza y fortaleza, Rosmerta decidió morir por el bien común. Anoche, cuando creyó que dormías, se tomó una poción que le habíamos dado, a la que llamamos el invierno embotellado. Introdujo el invierno en sí misma, se convirtió en invierno, la estación de la muerte. Entonces fue a mi aposento y la trajimos aquí antes del alba. Su espíritu abandonó su cuerpo poco antes de la salida del sol, que es el momento que prefieren los espíritus para las migraciones. Éste es el nuevo ritual, Ainvar. Rosmerta muestra al invierno la manera de morir para que pueda nacer la primavera. De tal manera, con tales símbolos, fomentamos la restauración de la norma.
Le oía hablar, pero sus palabras no significaban nada para mí. Lo único que me importaba era mi abuela, que quizá no estaba muerta. Tan claramente como si todavía estuviera viéndola, recordé la expresión de su rostro la noche anterior, cuando me dio la cena, unas gachas claras y un trozo de carne de tejón. Ella dijo que no tenía apetito.
Ahora la sostenía con unos brazos nutridos por el alimento del que ella se había privado. Jamás se la entregaría.
Por encima de mi cabeza, Menua se dirigió a los otros:
—Tal vez sea ésta la ayuda que buscamos. La Fuente de Todos los Seres nos ha enviado a este muchacho. Pensad en este símbolo. ¿Qué mejor manera de mostrar a las estaciones cómo han de cambiar que arrancando a un muchacho en la primavera de su vida del cadáver del invierno?
Me aferró los hombros y tiró. Sollocé, a la vez afligido y desafiante. Más tarde me dijeron que en realidad me había contorsionado hasta zafarme del jefe druida y, vuelto hacia él, le amenacé con los dientes.
—No está muerta. No permitiré que lo esté.
—No tienes alternativa. Vamos, Ainvar, basta ya —dijo en tono severo mientras tiraba de mí bruscamente.
El tiempo de la amabilidad había pasado.
—¡No permitiré que se muera! —volví a gritar—. ¿Rosmerta? ¡Vive, Rosmerta!
Entonces sucedió. El cadáver abrió los ojos. El cuchillo se deslizó de los dedos de Aberth. Una de las mujeres druidas ahogó un grito cubriéndose la boca con los nudillos. Retrocedieron y nos dejaron en paz.
El cuerpo de Rosmerta se estremeció. El aire siseó en su boca.
—¡Abuela! Sabía que no podías estar muerta, lo sabía...
Sacudí sus hombros esqueléticos y cubrí de besos su rostro indefenso.
Su voz parecía el susurro de las hojas secas.
—Debería estar muerta. Estoy tan cansada..., tan cansada... Deja que me vaya, Ainvar, necesito irme.
Las lágrimas me sofocaban.
—No puedo. ¿Qué haría sin ti?
Ella hizo un esfuerzo para exhalar de nuevo.
—Vivir —susurró.
—Hazle caso, Ainvar —me instó Menua—. La ley dice que debemos respetar los deseos de los viejos. El cuerpo de Rosmerta está desgastado. ¿Querrías que estuviera dentro de una casa que se desmorona?
No podía pensar, no sabía qué sentir. Tenía un nudo en la garganta, un peso tremendo en las entrañas. Mi mirada se deslizaba de Rosmerta a Menua, y viceversa.
Cuando mi abuela respiró produjo un atroz ruido áspero, un sonido de agonía. La próxima vez que lo hizo fue peor.
Menua se equivocaba. Tenía una alternativa, pero decidirme por ella fue lo más difícil que había hecho en mi vida. Algo pareció quebrarse dentro de mí cuando di a Rosmerta un último abrazo y apliqué los labios a su oreja.
—Si realmente quieres irte, ve —le murmuré—. Te saludo como a una persona libre —añadí, las palabras que un celta acostumbraba a decir a otro cuando le despedía.
* * * * * *
Mi abuela se sumió en sí misma. Su garganta emitió un estertor. Un olor extraño, amargo, le salió de la boca abierta. Algo tan insustancial como un suspiro pasó velozmente por mi lado y se perdió en el aire matinal.
Durante varios latidos de corazón nadie se movió. Luego Menua me apartó con suavidad. Ya no me quedaba resistencia. Se inclinó sobre el cadáver de la anciana y lo examinó a fondo. Más adelante, cuando aumentó mi sagacidad, recordé que, entre otras cosas, el jefe druida había aplicado durante largo rato sus dedos a la tráquea de Rosmerta y que la presionó con mucha firmeza.
Finalmente se irguió y miró a su alrededor, buscando los ojos de los otros druidas.
—El invierno ha muerto —anunció—. Se ha ido y es imposible hacerle volver —añadió, mirándome.
El ritual se reanudó y los druidas giraron a mi alrededor como la bruma. No presté atención, pues aquello no tenía ningún sentido para mí. Me paralizaba una sensación de soledad que nunca había imaginado hasta entonces. No me moriría de hambre, los miembros de mi tribu ocupaban el Fuerte del Bosque y ningún clan permitía el abandono de ninguno de los suyos, pero el calor del afecto que Rosmerta me había prodigado no podría ser sustituido.
Me sentía frío y desnudo.
Los druidas siguieron cantando y trazando círculos, y luego cavaron un hoyo entre las raíces de los robles. Rosmerta dormiría para siempre como yo había dormido la noche anterior, abrazada por los árboles. Su cuerpo amortajado, envuelto en una tela con ojos y espirales pintados, fue devuelto reverentemente a la matriz de la Tierra junto con una pequeña selección de objetos funerarios para mostrar su categoría en vida.
Mis ojos veían todo aquello, pero mi espíritu estaba en otra parte. Cuando concluyó la ceremonia dejamos a Rosmerta en su especialísima tumba. Había recibido un honor, pues normalmente sólo los druidas eran enterrados entre los robles. Emprendimos el camino de regreso al fuerte. Un grupo de druidas entonaba una de las canciones de alabanza a la Fuente, y yo era uno de ellos, pequeño, solo, aterido.
No, aterido no. Gradualmente me di cuenta de que me estaba calentando. La luz del sol caía sobre mí como mantequilla fundida.
Miré a los otros y vi la luz dorada en sus caras. Los druidas se habían echado atrás las capuchas y caminaban con la cabeza descubierta. La luz del sol destellaba en su cabello castaño y oro, hacía que brillaran los mechones grises de Grannus y rodeaba a Menua con un halo de plata.
La luz del sol.
Nuestros pasos se hicieron más lentos, nos detuvimos, nos miramos unos a otros.
La jefa de los vates, Keryth la vidente, sonrió. Era una mujer de generosas proporciones, con hijos todavía adolescentes. Cogió de las manos a Grannus, un hombre generalmente tímido, e inició con él una danza frenética.
—¡El sol! —exultó riendo, y Grannus secundó su risa.
A todos nos sobrevino el vértigo. Noté que una nube se alzaba de mí, dejando en su lugar el resplandor de la vida.
Proseguimos nuestro camino. Los druidas se pusieron a cantar una jubilosa canción de agradecimiento, y aunque yo no sentía deseos de participar, algo dentro de mí cantaba con ellos... hasta que vi la empalizada del fuerte y me di cuenta de que regresaba a un aposento vacío. No estaría Rosmerta para mantener el fuego encendido, cocinar, remendar la ropa..., para revolverme cariñosamente el pelo. Esto último era lo más importante de todo.
* * * * * *
Mis pasos titubearon.
Como si hubiera oído mis pensamientos, Menua me tocó el brazo.
—Vas a venir a casa conmigo —me dijo.
Casi me puse a dar saltos de gratitud, como un cachorro al que le dan un hueso, pero mi alivio duró poco, pues cuando sonreí agradecido a Menua, él no me devolvió la sonrisa. Su rostro parecía tallado en piedra.
Un pensamiento atroz cruzó por mi mente. ¿Y si me llevaba a su aposento no para rescatarme de la soledad sino para castigarme por mi conducta?
Por mucho que gritara, nadie se atrevería a entrar sin permiso en el aposento del jefe druida para auxiliarme. Los miembros de mi clan dejarían que hiciera conmigo lo que quisiera. Primos, tías y tíos se dedicarían a sus asuntos. Rosmerta había sido mi único familiar verdadero, y sólo ella me habría defendido.
Los más sombríos rumores que había oído susurrar acerca de los druidas inundaban mi mente y ésta, ahora que era demasiado tarde, me informaba de que había sido un necio.
Pensé, en mi desventura, que no podía hacer nada salvo portarme como un hombre por lo menos ahora, aunque fuese mi última actuación en la vida, sobre todo si era la última, pues los carnutos éramos celtas. Apreté los puños, aspiré honda si bien entrecortadamente, y seguí a Menua con la cabeza alta.
El centinela de la entrada principal era el capitán de la guardia, el cual ocupaba ese lugar una vez cada luna. Al vernos invirtió la lanza, dirigiendo la punta hacia abajo. Entonces me vio entre los druidas y no pudo ocultar su sorpresa.
Ogmios, cuyo nombre significa «El fuerte», era un hombre muy musculoso, con un bigote de guías caídas al estilo que preferían los guerreros. Como capitán de la guardia poseía una espada para dos manos con incrustaciones de coral en la empuñadura, y su escudo oval estaba minuciosamente ornamentado con espirales célticas. Llevaba una túnica a cuadros rojos y marrones, y polainas carmesíes ceñidas a sus piernas musculosas como pieles de salchicha. Su figura era impresionante.
Yo tenía para mí que era tan estúpido como un barril lleno de pelo. Tal vez era un prejuicio debido a su manera de tratar a Crom Daral, que era su hijo y primo mío.
Crom era menudo, de rostro moreno, nacido de una mujer encorvada de hombros que había sido robada a la tribu de los remos. Ogmios no ocultaba su decepción con el muchacho, que era una réplica de su madre. Aunque no se permitía a los chicos que hablaran con sus padres guerreros en público, Ogmios también evitaba a su hijo en privado, mostrando tal repugnancia por él que Crom se volvió un niño adusto y amargado.
Cuando me apiadé de él y le ofrecí mi amistad, Crom se me pegó como el musgo a una piedra. Hicimos juntos toda clase de diabluras... normalmente instigadas por mí.
Entonces la fascinación por los druidas ocupó un lugar tan preponderante en mi vida que empecé a descuidar a Crom. Cuando, sintiéndome culpable, buscaba su compañía, él se mostraba sarcástico.
—Me sorprende que te hayas molestado en buscarme —decía—. ¿No hay ningún druida en el fuerte para que vayas tras él?
Nuestra relación entró en una fase tensa. Sin embargo, seguí considerándole mi amigo, alguien a quien volvería, alguien que siempre estaría allí... cuando yo tuviera tiempo.
Entonces era muy joven.
Cuando entré en el fuerte con los druidas, miré a mi alrededor en busca de Crom, pero no pude encontrar su carita morena entre la gente que corría a saludarnos, alabando a los druidas por su éxito.
Menua aceptó sus muestras de gratitud con semblante impasible e hizo un gesto de asentimiento grave y digno. Más adelante también yo aprendería el valor de una expresión opaca para ocultar los propios pensamientos.
Las gentes salían de cada aposento, quitándose los mantos para tomar el sol. Los hombres llevaban túnicas y polainas, las mujeres vestían pesadas faldas de lana y corpiños de cuello redondo teñidos de rojo, amarillo y azul. Parecían flores mientras volvían sus rostros ávidamente hacia el sol.
Varios de los druidas estaban casados y sus esposas corrieron a congratularles, pero el jefe druida, que no tenía esposa, continuó su camino en solitario. Yo le seguía apesadumbrado, como un buey que va hacia el sacrificio.
Menua no se molestaba en mirar atrás, sabía que yo iba tras él.