»Pero tú metes la pata continuamente, Ainvar, como si tuvieras las articulaciones descoyuntadas. Chocas con esto, tropiezas con aquello, derramas tu precioso alimento y desgarras las ropas que tanto esfuerzo han costado. Como procedes de un linaje de guerreros, supongo que aprendiste a manejar las armas en tu noveno verano. Dime: ¿eres tan inepto con la lanza como torpe eres en mi alojamiento?
Las orejas me ardían.
—Manejo bien la lanza y la honda, y el verano pasado crecí lo bastante para blandir la espada.
—¡Ajá! —exclamó Menua, cogiendo al vuelo la oportunidad—. Así pues, debemos suponer que, si lo deseas, tienes cierto dominio de tus músculos. En ese caso, ¿por qué cada gesto que haces, en público o en privado, no es una manera de dar gracias a la Fuente por tener un cuerpo capacitado? —Señalándome con el dedo índice, atronó—: ¡Celébrate a ti mismo!
Mis huesos obedecieron. Mi espina dorsal, que tenía la desgarbada curvatura que suelen presentar los chicos en crecimiento, se enderezó. Mi mano, que había estado tanteando en busca de un trozo del pan de Damona, se detuvo y luego se movió lenta y comedidamente. Mis ojos observaron por primera vez con qué inteligencia la mano y la muñeca podían actuar juntas para crear una línea armoniosa.
Menua mostró su aprobación con un gesto de asentimiento.
—Ahora ya no pareces un cerdo hurgando en un estercolero. Eso es apropiado para cerdos, pero no para personas. De ahora en adelante, el donaire del ser humano será un placer para ti.
El jefe druida nunca hacía un gesto torpe, ni siquiera cuando se rascaba. Cada uno de sus gestos era fluido y celebraba la capacidad de movimiento.
Yo estaba tan impresionado que incluso creí que se pedorreaba musicalmente.
Nantorus, rey de los carnutos (siempre llamábamos reyes a los caciques tribales), vino al norte desde su fortaleza en Cenabum para felicitar a los druidas por el éxito del nuevo ritual. Le había visto antes, pues visitaba con frecuencia el bosque sagrado. Para mantener su posición, un rey necesitaba el apoyo del Más Allá. No era rey por nacimiento, sino elegido por los ancianos y los druidas, y necesitaba todo el apoyo que podía obtener.
Aunque no me impresionaba tanto como Menua, Nantorus era espléndido y de aspecto feroz, con su casco de bronce empenachado y cota de cuero con incisiones romboidales resaltadas por su color rojo. Alto y ancho, con un poblado bigote castaño, era el símbolo de la virilidad carnuta. Mi cabeza observó que también se movía con elegancia regia.
Menua le agasajó en nuestro aposento. Yo permanecí en las sombras al otro lado del hogar, procurando mantener la boca cerrada y el oído bien abierto.
—¿Qué planes tienes para este alto muchacho, Menua? —le preguntó Nantorus—. ¿No debería estar adiestrándose para sustituir a su padre en el campo de batalla?
Menua se rió entre dientes.
—Tal vez lo conservo para comerlo cuando las provisiones vuelvan a escasear.
Nantorus también se rió y luego se puso serio.
—Espero que no digas esas cosas cuando vengan los mercaderes romanos. Ésos no entienden el humor druida y luego podrían difundir la especie de que los carnutos somos caníbales.
—Los romanos —dijo Menua, haciendo una mueca de desagrado—. Los griegos eran mejores. Recuerdo a los que veíamos en mi juventud, hombres de cabezas largas que sabían apreciar la ironía y el sarcasmo. No bromearía con un romano más de lo que lo haría con un oso..., el cual me comprendería mejor.
—Veo que todavía te disgustan los romanos.
—Sólo quiero decir que tendría cuidado con mis palabras en su presencia, como acabas de aconsejarme —replicó Menua.
Mi oído se había vuelto sensible a su tono, y detecté una leve rigidez, una cautela que antes no tenía.
Nantorus se volvió hacia mí.
—Tu padre manejaba muy bien la espada corta. ¿También tú?
—Es posible que Ainvar tenga otros dones —intervino suavemente Menua—. Por el momento es mi aprendiz.
—¿Pretendes convertir a un guerrero potencial en un druida? —replicó Nantorus, que no parecía complacido.
—Tenemos bastantes guerreros, pero el número de druidas decrece con cada generación.
Nantorus me miró fijamente.
—Reverencio a los druidas como debemos hacerlo todos, Ainvar, pero sin duda sabes que los honores y la categoría en la tribu se ganan en combate. Podrías aspirar a ser príncipe algún día y estar al mando de tus propios hombres.
—El valor de un druida es igual al de un príncipe, debido a la importancia que tiene para la tribu —repliqué.
El rostro de Menua permaneció impasible, pero percibí la satisfacción en su voz cuando dijo:
—El muchacho conoce la ley, se la he inculcado en la cabeza.
—¿Ah, sí? ¿Y hay algo más en esa cabeza? ¿O es, como empiezo a sospechar, de sólida roca? Si es de roca, quiero que sea guerrero, Menua. Los hombres de cabeza dura valen su peso en sal cuando alguien trata de romperles el cráneo. —De súbito Nantorus extendió los brazos y me agarró por las orejas. Me atrajo hacia él hasta que pudo mirarme a lo más profundo de los ojos. Me obligué a sostener su escrutinio sin arredrarme—. ¡Esos ojos! —Me soltó y se pasó una mano por la cara como para borrar su visión de mí—. ¡Esos ojos! —repitió—. Son como puertas que se abren a paisajes interminables, Menua...
—Unos ojos extraordinarios —convino el jefe druida—. Creo que vale la pena explorar lo que hay en él antes de que se pierda a causa de una lanzada o un tajo de espada, ¿no te parece?
El rey asintió lentamente. Aún parecía desconcertado.
—Tal vez. Sin embargo..., será un hombre corpulento y procede de un linaje de guerreros... Dime, Ainvar: ¿no hay nada en la vida de un guerrero que te interese?
—Una sola cosa quisiera preguntarte.
—¿Sí? —dijo Nantorus ilusionado—. ¿De qué se trata?
—Eres un campeón con la espada y la honda —le recordé. Aunque muy joven, sabía que los reyes nunca se oponen a los halagos.
—Lo soy, ciertamente —respondió acariciándose el bigote.
—Entonces eres la persona apropiada para sacarme de dudas. ¿Por qué una piedra lanzada con honda es mucho más mortífera que una lanzada a mano? Es algo que siempre me ha intrigado.
—¿Por qué? —Nantorus abrió mucho los ojos. Una o dos veces empezó a decir algo, pero se interrumpió. Meneó la cabeza y una triste sonrisa se formó bajo el bigote castaño—. Este muchacho es todo tuyo, jefe druida —comentó—. No debería haber cuestionado tu decisión de quedártelo.
Pero no respondió a la pregunta que le había formulado sinceramente. Era sólo un guerrero. No tenía conocimientos profundos de nada más.
Los dos hombres bebieron juntos hasta altas horas de la noche, tratando de asuntos tribales y los intereses de los hombres. Como yo no había pasado por la ceremonia de la edad adulta, no me invitaron a estar presente. Esta exclusión me molestó. Tenía vello en el bajo vientre, mi voz se había hecho profunda, mi pene podía ponerse rígido como el de un semental. ¿Qué más era necesario para ser un hombre hecho y derecho?
* * * * * *
Mientras proseguía mis estudios, la primavera floreció con una brillantez tanto más deliciosa tras un invierno tan duro. Con nuestros cánticos al sol se mezclaban el rumor de las hojas nuevas, los trinos líquidos del ruiseñor, el tamborileo del pájaro carpintero. Más allá de la entrada del fuerte empezamos a construir una torre de madera para alimentar la gran hoguera que anunciaría Beltaine, el Festival del Fuego de la Creación.
De Menua aprendí que la Fuente de Todos los Seres es la única y singular fuerza de la creación, pero que tiene muchos rostros. Montaña, bosque y río, pájaro, oso y jabalí, cada uno revela un talante distinto del Creador, un aspecto diferente. Así pues, cada uno es un símbolo de la única Fuente, pero reverenciamos a esos dioses de la naturaleza independientemente, con ritos individuales, mostrando que comprendemos y respetamos la diversidad de la creación.
Cada entidad debe ser libre para ser ella misma.
El sol recibe el nombre de Fuego de la Creación y es el más poderoso de los símbolos, sin cuya luz no existe la vida. Menua me explicó que la luz es a la vez Creador y creación, el cierre del círculo sagrado. Por esta razón los celtas hacíamos de los bosques nuestros templos vivos.
A medida que los días se alargaban, llevábamos los últimos huesos roídos del invierno fuera del fuerte, amontonándolos en la hoguera, que sería un sacrificio de lo viejo y una limpieza y preparación para lo nuevo. Era una época excitante. Algunas mañanas, al despertar, tenía la sensación de que iba a reventar de pura exuberancia. Entonces pensaba en Rosmerta, que no vería aquella primavera...
No le decía nada de esto a Menua, pero los druidas no necesitan palabras. Una tarde, cuando las sombras del crepúsculo eran largas y azules y yo tenía un nudo de melancolía en la garganta, el jefe druida descolgó de las vigas la red de borraja seca y con las hierbas preparó una bebida endulzada con la poca miel que nos quedaba.
—Tómate esto, Ainvar. La borraja mitiga la tristeza del espíritu. Esa cara larga no es apropiada para la estación, y pronto iremos a la hoguera e iniciaremos los cánticos.
Recordé las fiestas de Beltaine de otros años, la voz cascada pero entusiasta de Rosmerta y su brazo alrededor de mis hombros. Apuré la taza de un largo trago.
El brebaje tenía un sabor mohoso, pero me aclaró la cabeza. Aquella sencilla magia disipó mi melancolía, y me sentí agradecido. Algunas de las magias más agradables son pequeñas.
Salimos juntos para cantar en torno a la hoguera.
Entre otras cosas, Beltaine era la estación de la generación, de los matrimonios y las ceremonias de llegada a la edad viril. En Samhain, que era el festival contrario en la rueda de las estaciones, los jueces druidas resolvían las disputas y castigaban los delitos. Quienes tenían deudas las pagaban, las asociaciones rotas se disolvían, los cacharros rotos se devolvían a la tierra con la que habían sido fabricados. Samhain era la estación de los finales. Beltaine, la de los principios.
Por primera vez en la memoria de los bardos, la primavera llegó aquel año al territorio de los carnutos mientras otras tribus, incluso los arvernios en el sur, soportaban el aguanieve. Esto no pasó desapercibido. Las noticias viajaban con rapidez en la Galia, gritadas de un pueblo a otro por medio de relevos. Pronto el logro de nuestros druidas fue de conocimiento común.
Esto tuvo como consecuencia que un príncipe de los arvernios, un hombre llamado Celtillus, nos enviase a su hijo mayor, con la solicitud de que los poderosos druidas de los carnutos se encargaran de la ceremonia de acceso a la edad viril del joven, el cual compartiría el ritual con los muchachos de nuestra tribu.
Menua procuró ocultar a mis ojos lo muy halagado que se sentía.
A su debido tiempo, uno de los tíos del muchacho, un hombre llamado Gobannitio, trajo a su sobrino al Fuerte del Bosque en un carro de cuatro ruedas rodeado de escudos y tirado por dos caballos muy peludos, pues no habían sido rapados en el largo invierno. Conocimos su llegada con mucho adelanto, y el fuerte entró en un frenesí de preparativos. Incluso a los chicos no iniciados, yo entre ellos, nos armaron y enviaron a la entrada junto con los hombres, a fin de impresionar a los arvernios con nuestro número.
La pesada y estrepitosa carreta llegó por el camino del sur, traqueteando entre los surcos, acompañada por una escolta de guerreros arvernios con las armas a punto de entrar en acción. En un territorio tribal que no era el suyo propio, dirigían miradas sospechosas a cada roca y arbusto.
Era fácil reconocer a Gobannitio, de pie en la parte delantera de la carreta, con una maciza torques de oro trenzado que le protegía la nuca y anunciaba su categoría. Tenía los brazos y dedos llenos de brillantes aros y anillos de oro y bronce. De sus orejas colgaban pendientes esmaltados de importación. Los artículos lujosos de las tierras alrededor del mar meridional eran muy populares entre los príncipes galos.
* * * * * *
A pesar del esplendor de aquel hombre, la persona que viajaba a su lado, un joven de mi edad y altura, atrajo mi atención. Aquél debía de ser el muchacho que había venido para la ceremonia de la edad viril. No pude evitar mirarle fijamente.
Desde el primer momento percibí en el joven una agitación apremiante, como si fuese a estallar en cualquier momento. Aunque adoptaba una expresión de hastío principesco ante quienes le observaban, parecía más vivaz que cualquier otro.
Notó que le observaba y se volvió hacia mí. Nuestras miradas se encontraron y ninguno desvió la suya. Por un instante, mientras se formaba una primera impresión de mí, su expresión fue fría. Luego su reserva se disolvió en una ancha sonrisa.
—Mi sobrino Vercingetórix —anunciaba Gobannitio a Menua y los druidas que aguardaban—. Nuestro vidente le impuso ese nombre cuando nació. Significa «Rey del mundo».
Vercingetórix. Desde el primer momento supe que éramos tan distintos como el hielo y el fuego. No íbamos a gustarnos mutuamente.
En vez de bajar normalmente de la carreta, saltó por el lado. Gobannitio le siguió de la manera más acostumbrada, y Menua, junto con Dian Cet y Grannus, le escoltó al alojamiento del jefe druida.
Yo me quedé afuera.
Los hombres de la escolta arvernia mantuvieron una postura estilizada durante un rato, pero luego se relajaron y mezclaron con nuestros propios guerreros. Los luchadores tienen un lenguaje común por encima de los dialectos tribales. Pronto compartieron las tazas. Yo me quedé solo fuera del alojamiento, preguntándome si Vercingetórix tomaba vino con los adultos.
La vida del fuerte proseguía a mi alrededor. El metal tintineaba. Los artesanos, tan respetados como los guerreros, preparaban las herramientas para la época de la siembra. Entretanto, las mujeres barrían, restregaban y entonaban las canciones del trabajo y la fatiga. Los niños más pequeños andaban a gatas por el suelo de tierra, se entretenían ruidosamente y gritaban.
Por fin Vercingetórix salió del alojamiento de Menua y miró a su alrededor.
—¿Dónde está el chico de pelo color de bronce? Ah, estás ahí. Ayúdame a traer mis cosas. Voy a dormir aquí.
—Yo soy la única persona autorizada para dormir en el aposento del jefe druida —repliqué, lleno de indignación.
Él me dirigió otra de sus simpáticas sonrisas. Su cabello dorado como la arena armonizaba bien con el rostro lleno de pecas. Tenía la nariz recta, como tallada a cincel, con una pequeña muesca por debajo de la frente. Parecía la de un griego. Sus ojos se inclinaban hacia abajo en las comisuras, dándole una expresión engañosamente perezosa.