Authors: Frederik Pohl
—¿Te apetece contarme de qué habéis hablado? —preguntó amablemente, y yo le contesté:
—De la vejez y las depresiones, cariño. Nada grave. ¿Qué tal día has tenido?
Ella me estudió con aquellos ojos suyos capaces de atravesar paredes mientras se soltaba el cabello con los dedos, hasta dejarlo suelto del todo, y maduró su respuesta hasta su completa definición:
—Condenadamente agotador —contestó—, hasta el punto de necesitar una copa... tanto como tú, creo.
Así que bebimos. Había sitio para dos en el diván, y vimos ponerse la Luna sobre la costa de Jersey mientras Essie me contaba su jornada, y nadie hizo preguntas indiscretas.
Essie lleva su propia vida, y una agenda de lo más apretado; tanto que me maravilla su infalible capacidad de encontrar en ella suficiente espacio para dedicármelo. Además de visitar sus filiales, pasó una agotadora sesión de una hora con el programa de investigación en el que habíamos invertido para integrar la tecnología Heechee en nuestros propios programas computerizados. En realidad, los Heechees no habían utilizado jamás computadoras, ni por descontado instrumentos tan primitivos como controles de navegación en sus naves, pero poseían formidables ideas en campos similares. Por supuesto, ésa era la especialidad de Essie, en la que se había doctorado. Y cuando ella hablaba de sus programas de investigación podía ver su mente trabajar: no había, pues, necesidad de interrogar al bueno de Robín, bastaba con teclear la orden de prioridad absoluta en el programa de Sigfrid para tener acceso total a la entrevista. Le dije amorosamente:
—No eres tan lista como te crees.
Ella se detuvo a media frase.
—La conversación que he mantenido con Sigfrid —expliqué—, está sellada.
—Ah —dijo, pagada de sí misma.
—Nada de «ah» —le contesté yo, igualmente autosatisfecho—, porque se lo hice prometer a Albert. Está grabada de tal manera que ni siquiera tú puedes extraerla sin cargarte todo el sistema.
—¡Ah! —dijo de nuevo, volviéndose para mirarme a los ojos.
Esta vez el «ah» había sonado más fuerte y con un deje que podría traducirse por «voy a tener que decirle cuatro cosas a Albert al respecto».
Me gusta tomarle el pelo a Essie, pero como la quiero tanto, no la dejé sobre ascuas.
—No quiero romper el precinto —dije—, por... bueno, supongo que por vanidad. Siempre que hablo con Sigfrid parezco un miserable llorón. Pero te explicaré de qué trata.
Ella volvió a recostarse, complacida, y me escuchó mientras se lo contaba. Cuando acabé, meditó durante unos instantes y después dijo:
—¿Y es por eso por lo que estás deprimido? ¿Porque no te quedan demasiadas esperanzas?
Asentí.
—¡Pero Robín! Quizá tengas un futuro limitado, pero Dios mío, ¡menudo presente glorioso! ¡Piloto intergaláctico! ¡Magnate podrido de dinero! ¡Irresistible objeto sexual con una esposa también de lo más sexy!
Le sonreí y me encogí de hombros. Un silencio espeso.
—Que tengas dudas morales —concedió por fin—, no es ilógico. Se supone que son cosas que pueden preocuparte. También yo tuve mis escrúpulos, no hace tanto, si lo recuerdas, cuando los órganos de alguna joven sirvieron para reemplazar los míos.
—¡Así que lo entiendes!
—¡Pues claro que lo comprendo! De la misma manera que entiendo que el haber tomado una decisión moral no es motivo suficiente para que te preocupes tanto. La depresión es absurda. Afortunadamente —dijo deslizándose fuera del diván y poniéndose de pie para tomarme de la mano—, existe una medida antidepresiva a nuestro alcance. ¿Te importa venir conmigo al dormitorio?
Bueno, claro que no me importaba, y así lo hice. Y comprobé cómo la depresión se desvanecía, porque si algo me gusta en este mundo es compartir mi cama con
S. Ya
. Lavorovna-Broadhead. Y hubiera disfrutado de ello exactamente lo mismo de haber sabido que faltaban menos de tres meses para que me alcanzara la muerte que tanto me había deprimido.
Mientras tanto, en el mundo de Peggy mi amigo Audee Walthers buscaba en un peculiar prostíbulo a alguien muy especial.
Le he llamado amigo mío, aunque no había pensado en él durante años. En una ocasión me había hecho un favor. De eso precisamente no me había olvidado... o sea que, si alguien me hubiera preguntado: «Oye, Robín, ¿te acuerdas de que Audee Walthers se la jugó para conseguirte una nave en cierta ocasión en que te hizo falta?», yo habría respondido indignado: «¡Demonios, claro que me acuerdo! ¡Cómo iba a olvidarme de ello!». Pero lo cierto es que tampoco me había pasado cada minuto de mi vida pensando en ello, y en aquel preciso instante yo no tenía ni la más remota idea de dónde estaba ni de si seguía vivo.
Walthers era fácil de recordar, porque tenía un aspecto poco corriente. Era bajito y poco agraciado. Tenía la cara más ancha en las mandíbulas que en las sienes, lo que le daba cierto aire de sapo simpático. Estaba casado con una bella e insatisfecha mujer a la que más que doblaba la edad. Tenía diecinueve años y se llamaba Dolly. Si me hubiese pedido mi opinión, le hubiera dicho que casar a Mayo con Diciembre no suele dar resultado, salvo en casos como el mío, en que Diciembre es notablemente rico. Pero él deseaba a toda costa que su matrimonio funcionase, porque quería mucho a su mujer, y por eso trabajaba como un esclavo para Dolly. Audee Walthers era piloto. Pilotaba lo que fuera. Había pilotado aparatos orbitales en Venus. Cuando el gran transporte terrestre (que constantemente le recordaba mi existencia ya que yo poseía parte de las acciones y lo había rebautizado con el nombre de mi mujer) llegaba a la órbita del mundo de Peggy, Audee pilotaba un carguero con el que sacaba y metía la mercancía del transporte; entretanto pilotaba cualquier cosa que se alquilara para realizar no importaba qué servicio requirieran los capataces. Como casi todo el mundo en Peggy, también había recorrido sus buenos cuarenta mil millones de kilómetros desde el lugar en que había nacido para poder malvivir allí; a veces lo conseguía, a veces no. De manera que cuando al regresar de uno de sus chárter Adjangba le dijo que había otro en perspectiva, Walthers hizo lo indecible por hacerse con él. Aunque ello significara tener que recorrer todos los bares de Port Hegramet para reclutar al pasaje. Cosa harto difícil. Para tratarse de una ciudad de apenas cuatro mil habitantes, los bares de Port Hegramet estaban superpoblados. Había puntos neurálgicos, pero no estaban en los más obvios: el café del hotel; el pub del aeropuerto; el gran casino de Port Hegramet, el único lugar con espectáculo de variedades; no era allí donde estaban los árabes que componían su próximo chárter. Tampoco estaba Dolly en el casino, donde debería de haber estado actuando con su número de marionetas, ni tampoco en casa, o por lo menos no contestó al teléfono. Media hora más tarde Walthers seguía buscando a los árabes por las calles mal iluminadas. Había ya dejado atrás los barrios del oeste, los más ricos, y los encontró en un prostíbulo, a las afueras de la ciudad, en plena discusión.
Todos los edificios de Port Hegramet eran provisionales. Era ésta una necesaria consecuencia de la naturaleza de colonia del lugar; cuando, cada mes, llegaban los nuevos inmigrantes en el enorme transporte terrestre, el Paraíso Heechee, la población aumentaba como un globo al que se hincha con hidrógeno. Después iba deshinchándose gradualmente, a medida que los colonos eran trasladados a las plantaciones, a las explotaciones forestales y a las minas. Pero nunca se descendía al último índice, de modo que cada mes se contaba con unos centenares de nuevos residentes, nuevas viviendas se construían y algunas de las más viejas se echaban abajo. Pero este prostíbulo en particular era el más provisional de todos los edificios. No pasaba de ser tres paneles de plástico para construcción mutuamente apuntalados a modo de paredes, con un cuarto panel apoyado sobre ellos a manera de techo, con el lado que daba a la calle abierto. Aun así el interior estaba lleno de humo y nebuloso, por el humo del tabaco y de la marihuana que se mezclaba con el amargo y aguardentoso olor del licor de fabricación casera que se vendía allí sin licencia.
Walthers reconoció a su panacea de inmediato, gracias a la descripción que le había facilitado su agente. No había muchos como él en Port Hegramet... árabes sí, claro está, pero ricos, ¿cuántos?, ¿y viejos? Mr. Luqman era incluso más viejo que Adjangba, gordo y calvo, con una sortija en cada uno de sus amorcillados dedos, la mayoría diamantes. Estaba en compañía de un grupo de árabes al fondo del garito, pero en cuanto Walthers hizo ademán de dirigirse hacia ellos, la cantinera alargó un brazo.
—Fiesta privada —dijo—. Ellos pagan, usted fuera.
—Me están esperando —dijo Walthers con la esperanza de que así fuera.
—¿Para qué?
—¿Y a usted qué le importa? —contestó Walthers con enfado mientras calculaba qué sucedería si se hacía paso empujándola a un lado. La mujer, delgada, de tez oscura, joven, con brillantes aros azules colgándole de las orejas, no era problema; pero el tiparrón aquel de cabeza de bala que observaba lo que estaba pasando sentado en un rincón, era otra historia. Pero por suerte Luqman vio a Walthers y se le acercó dando tumbos cegato.
—Usted es mi piloto —anunció—. Venga y tómese algo.
—Gracias, señor Luqman, pero tengo que irme a casa. He venido sólo a confirmar lo del chárter.
—Sí. Iremos con usted.
Se volvió y miró de soslayo a los demás de su grupo, que estaban discutiendo algo con acaloramiento.
—¿Quiere tomar algo? —volvió a preguntar por encima del hombro.
Estaba más borracho de lo que Walthers había creído en un principio. Le contestó otra vez:
—No, gracias. ¿Querría firmarme ahora el contrato del chárter, por favor?
Luqman se volvió a mirar la copia que Walthers le tendía.
—¿El contrato? —Meditó durante un instante—. ¿Por qué tiene que haber un contrato?
—Es la costumbre, señor Luqman —dijo Walthers, perdiendo la paciencia.
Detrás de Luqman los árabes se gritaban unos a otros, ellos y Walthers se disputaban a oleadas la atención de Luqman.
Y había otro detalle. Había cuatro individuos enzarzados en la discusión, cinco si se contaba al propio Luqman.
—El señor Adjangba me dijo que sumaban cuatro en total —mencionó Walthers—. Hay sobrecarga si son ustedes cinco.
—¿Cinco? —Luqman observó con atención el rostro de Walthers—. No, somos cuatro.
Entonces su expresión cambió y sonrió con simpatía.
—¡Ah! ¿Pero creía usted que ese loco venía con nosotros? No, no es con nosotros con quienes va a ir. A lo mejor adonde se va, y solo, es a su propia tumba, como siga insistiendo en discutirle a Shameem lo que el profeta dice en sus enseñanzas.
—Ya —dijo Walthers—. Bien, y si ahora es tan amable de firmarme aquí...
El árabe se encogió de hombros y tomó la copia de manos de Walthers. La desplegó sobre la superficie de zinc de la barra y empezó a leerla dolorosamente, pluma en mano. La discusión aumentó de tono, pero Luqman parecía haberla desterrado de su mente.
La mayoría de los parroquianos del garito eran africanos. Kiyuku los que ocupaban un lado y Masai los que ocupaban el opuesto. A primera vista, rodeados por tal compañía, los pendencieros ocupantes de la mesa le habían parecido todos iguales. Ahora Walthers se apercibía de su error. Uno de los hombres que discutían era más joven que los demás, y más bajo y delgado. El color de su piel era más oscuro que el de la mayoría de europeos, pero no tan oscuro como el de los libios; sus ojos eran tan oscuros como los de ellos, pero sin kohl.
No era asunto que le importara.
Se dio la vuelta y aguardó pacientemente, ansioso por marcharse. No sólo porque deseara ver a Dolly. Port Hegramet era un tanto segregacionista. Los chinos vivían entre los chinos, los latinoamericanos en su barrio, los europeos en el distrito de los europeos; aunque no siempre de manera pacífica y ordenada, no. Las distancias se mantenían aguzadas entre los distintos subgrupos: los chinos de Cantón no se trataban con los de Taiwán, los portugueses seguían teniendo poco que ver con los finlandeses y los una vez chilenos y ex argentinos seguían peleándose entre sí. Pero, desde luego, no por ello sentían los europeos ninguna necesidad de acudir a los baruchos de los africanos, y por eso, cuando Luqman le devolvió el contrato firmado, le dio las gracias y salió rápidamente y con un cierto alivio. Había cubierto menos de una manzana cuando oyó gritos más fuertes de ira y un chillido de dolor.
En el mundo de Peggy uno procuraba meter sus narices en los asuntos ajenos tan poco como le era posible, pero Walthers tenía un chárter que proteger. El grupo al que veía golpear a un individuo bien podía tratarse de los gorilas africanos atacando al cabecilla del grupo de su chárter. Lo que convertía aquello en asunto suyo. Se volvió y retrocedió corriendo, un error del que, créanme, se arrepintió profundamente tiempo después.
Cuando Walthers llegó, los asaltantes habían desaparecido, y la quejosa y sangrante figura que yacía sobre la acera no pertenecía al grupo de su chárter. Era el joven extranjero; se agarró a la pierna de Walthers.
—Ayúdeme y le daré cincuenta mil dólares —le dijo confuso, con los labios húmedos de sangre.
—Voy a ver si encuentro alguna patrulla —ofreció Walthers tratando de desentenderse del asunto.
—¡Nada de patrullas! Ayúdeme a matar a ésos y le pagaré —le espetó el hombre—. ¡Soy el capitán Juan Henriquette Santos-Schmitz y puedo permitirme el lujo de comprar sus servicios!
Claro está que yo nada sabía de todo esto en aquel entonces. Por lo demás, tampoco Walthers sabía que Luqman trabajaba para mí. Eso importaba poco. Había decenas de miles de personas que trabajaban para mí, y el que Walthers lo supiera o no, no cambiaba las cosas. Lo malo es que no reconociera a Wan, ya que no había oído hablar de él más que en términos generales. A la larga, este detalle sí iba a ser de importancia para Walthers.
Yo conocía a Wan particularmente bien. Le había conocido cuando no era más que un niño semisalvaje, educado por máquinas y seres no humanos. Al hacer para ustedes mi recuento de conocidos, he llamado a Wan no amigo. Le conocía, es cierto, pero nunca fue lo suficientemente sociable para ser amigo de nadie.
Podría decirse incluso que era bastante enemistoso —no sólo en relación a mí, sino a la humanidad entera— o que lo había sido en la época en que era un asustado y lascivo adolescente que soñaba en su caparazón allá en la nube de Oort, sin nadie que supiera ni se preocupara por el hecho de que esos mismos sueños estaban volviéndonos locos a todos los demás.