Authors: Frederik Pohl
Mientras tanto, Audee Walthers estaba tratando de empezar una nueva vida para sí mismo, sin su errante esposa; y mientras tanto, la esposa vagaba con aquella desagradable criatura, Wan; y mientras tanto, el Capitán Heechee comenzaba a tener pensamientos eróticos acerca de su segundo de a bordo, cuyo nombre para los amigos era Dosveces; y, mientras tanto, mi esposa, preocupada por mi vientre, se hallaba sin embargo concluyendo un trato para extender su cadena de comidas rápidas a Nueva Guinea y las Islas Andaman; y mientras tanto, ¡oh, mientras tanto! ¡Cuántas cosas estaban pasando mientras tanto!
A 1908 años luz de la Tierra, mi amigo —antiguo amigo— a punto de volver a serlo, Audee Walthers, recordaba mi nombre de nuevo, y no demasiado favorablemente. Estaba rebelándose contra una norma que yo había dictado.
He mencionado que yo poseía muchas cosas. Una de las cosas que poseía era una parte del vehículo espacial más grande que conocía la humanidad. Era uno de tantos trastos dejados por los Heechees tras de sí, a su paso por el sistema solar, flotando más allá de la nube de Oort hasta que fue descubierto. Descubierto por seres humanos, quiero decir, los Heechees y los australopitecus no cuentan. Le llamamos Paraíso Heechee, pero cuando se me ocurrió que podía ser un maravilloso medio de transporte para sacar a algunas de aquellas pobres personas de la Tierra, ya que no podía hacer más por ellos, y llevarlos a cualquier otro planeta hospitalario, que sí podía, convencí a los otros poseedores de acciones para rebautizarlo. Con el nombre de mi esposa: se le llamó la
S. Ya
. Broadhead. Así que puse dinero para acondicionar la nave para el transporte de colonos, y comenzamos con ella los viajes de circunvalación al sitio mejor y más cercano: el mundo de Peggy.
Esto me puso en otra de esas situaciones en que mi conciencia y mi sentido común entraban en conflicto, puesto que lo que yo quería era llevar a todo el mundo a un sitio en que pudieran sentirse felices, pero para poder hacerlo, tenía que sacarle un rendimiento. Por eso las Reglas Broadhead. Eran prácticamente iguales a las del asteroide Pórtico de hacía años.
Uno tenía que pagarse su pasaje hasta allí, pero podía hacerlo a plazos si tenía la suerte de que le tocase por sorteo. Para volver a la Tierra, sin embargo, tenía que pagarlo obligatoriamente en efectivo. Si se era un colono al que se le había asignado una porción de terreno, cabía la posibilidad de reasignar las sesenta hectáreas a la compañía a cambio de un billete de regreso. En caso de que ya no se poseyese la tierra por haberla vendido o comerciado con ella, o por haberla perdido jugando a los dados, se tenían dos elecciones. Pagar un billete de regreso en efectivo. O quedarse donde estaba uno.
O, si se resultaba ser un piloto plenamente capacitado y uno de los oficiales de las naves se había decidido a quedarse en Peggy, se trabajaba para regresar. Eso es lo que había hecho Walthers. No sabía qué haría cuando regresase a la Tierra. Lo que tenía muy claro es que no podía quedarse en aquel apartamento vacío después de la partida de Dolly, y así vendió sus pertenecías por lo que le quisieron dar, durante los minutos entre vuelo y vuelo en la lanzadera espacial, cerró su trato con el Capitán de la
S. Ya
y se puso en camino. Le resultaba desagradable y extraño que aquello que le había parecido imposible cada vez que Dolly se lo había pedido fuese la única cosa que pudiese hacer al dejarle ella. Pero, como había descubierto, la vida era a menudo desagradable y extraña.
Así pues, subió a bordo de la
S. Ya
en el último minuto, casi sin aliento por la fatiga. Le quedaban diez horas antes de realizar su turno de guardia y las pasó durmiendo. A pesar de ello, aún se sintió un poco atontado y tal vez un poco insensibilizado por el trauma, cuando un colono fracasado, de unos cincuenta años, le llevó café y le condujo hasta la sala de mandos del transporte interestelar
S. Ya Broadhead
, anteriormente llamado Paraíso Heechee.
¡Qué enorme era la condenada máquina! Desde fuera no se podía decir exactamente, pero aquellos pasillos tan largos, aquellas cámaras con hileras de diez literas, vacías, aquellas galerías y salas vigiladas con máquinas que le resultaban poco familiares, o los cables sueltos en los lugares en los que había habido maquinaria; semejante amplitud no formaba parte de la experiencia previa que Walthers tenía de naves espaciales. Incluso la sala de mandos era inmensa; e incluso los propios controles estaban duplicados. Walthers había pilotado naves Heechees y así era como había llegado al Planeta Peggy la primera vez. Los mandos de aquí eran prácticamente los mismos, pero de cada uno había dos pares, y era imposible hacer volar el aparato si no se manipulaban ambos.
—Bienvenido a bordo, Séptimo —la diminuta mujer de aspecto oriental sonrió—. Soy Janie Yee-xing, Tercer Oficial, y es usted mi relevo. El Capitán Amheiro estará aquí dentro de un minuto.
Ella no le ofreció la mano, ni siquiera levantó ninguna de ellas de los mandos que tenía delante. Walthers había esperado algo por el estilo, que sí le resultaba común en una nave. Dos pilotos de servicio eran dos pilotos con las manos sobre los mandos constantemente; de no ser así, el pájaro no volaba. No se estrellaría, por supuesto, ya que no había nada con que estrellarse; pero tampoco mantendría el rumbo o la aceleración.
Ludolfo Amheiro entró; era un hombrecillo regordete de sienes canosas, que llevaba nueve insignias azules sobre el antebrazo izquierdo; ya no las llevaba mucha gente, pero Walthers sabía que cada una representaba un vuelo de nave Heechee en los días en que uno nunca sabía dónde le llevaba su nave; así que aquél sí era un hombre con experiencia.
—Encantado de tenerle a bordo, Walthers —dijo mecánicamente—. ¿Sabe usted cómo relevar la guardia? No tiene ninguna dificultad, realmente. Sólo con que coloque usted sus manos en el volante, sobre las de Yee-xing. —Walthers asintió e hizo lo que se le ordenaba. Sintió las manos cálidas de la mujer mientras retiraba sus manos de debajo de las de él, y luego ella se apartó suavemente del asiento del piloto para que pudiese sentarse Walthers a ocuparlo—. Eso es todo lo que hay que hacer —dijo el capitán satisfecho—. El Primer Oficial Madj-hour será quien pilote el aparato —añadió, señalando con la cabeza hacia el hombre moreno que sonreía y acababa de colocarse en el asiento de mano derecha— y quien le indicará cuanto precise. Tendrá usted un descanso de unos diez minutos cada hora y eso es todo... Cenará conmigo esta noche, ¿verdad?
Y la invitación fue reforzada por una sonrisa del Tercer Oficial Janie Yee-xing; y le resultó sorprendente a Walthers, al volverse para escuchar sus instrucciones de boca de Ghazi Madj-hour, que hubiese pasado diez minutos sin acordarse de la evadida Dolly.
No era tan sencillo, después de todo. Pilotar es pilotar. A uno no se le olvida. Pero la navegación era otra cosa. Especialmente puesto que muchas cartas de navegación Heechees habían sido descifradas o al menos parcialmente descifradas, mientras Walthers llevaba a tratantes de ganado y prospectores alrededor de Peggy.
Los mapas de estrellas de la
S. Ya
eran mucho más complicados que los que Audee había usado anteriormente. Los había de dos variedades. La más interesante era Heechee. Tenía unas señales doradas y verdosas que sólo se entendían vagamente, pero lo mostraba «todo». La otra, mucho menos detallada, pero mucho más útil para los seres humanos, poseía señalizaciones humanas y rótulos en inglés. Además había que consultar el diario de vuelo, pues grababa automáticamente cualquier cosa que la nave hacía o veía. Se contaba con todos los dispositivos internos, que no eran incumbencia del piloto, por descontado, pero que éste debía conocer si algo no marchaba bien. Y todo esto le era nuevo a Audee.
El lado positivo de todo aquello era que el aprendizaje de todas aquellas habilidades tenía a Walthers ocupado. Janie Yee-xing estaba allí para enseñarle, y eso también era bueno, pues mantenía la mente de Walthers ocupada en otro sentido... excepto en los malos momentos, antes de quedarse dormido.
Como la
S. Ya
iba en un vuelo de retorno, estaba casi vacía. Más de ochocientos colonos habían viajado hasta el Planeta Peggy. De regreso apenas si había alguno. Las tres docenas de seres humanos que componían la tripulación; los destacamentos militares mantenidos por las cuatro naciones que gobernaban de la Corporación Pórtico; y unos sesenta inmigrantes fracasados. Ellos eran los pasajeros de tercera. Se habían empobrecido a sí mismos para salir. Ahora se arruinaban tristemente para regresar a cualquier desierto o barrio miserable del que habían escapado, porque, cuando se les pusieron las cosas difíciles, no fueron capaces de asumir su papel de pioneros de un nuevo mundo.
—Pobres bastardos —dijo Walthers, dando un rodeo para pasar una brigadilla de trabajo compuesta por un grupo de éstos, que estaban limpiando filtros de aire, apáticamente, en un sitio para esclavos; pero Yee-xing no era de su misma opinión.
Descifrar los mapas Heechees era una tarea extremadamente difícil, especialmente ya que mostraban claras evidencias de que habían sido hechos de tal modo que resultasen difíciles de descifrar. Tampoco es que hubiese muchos. Se habían encontrado dos o tres fragmentos en naves como la llamada Paraíso Heechee o S. Ya. y un mapa casi completo en el interior de un artefacto que estaba en órbita alrededor de un planeta helado, girando en torno de una estrella en Boötes. |
En mi opinión estrictamente personal, no coincidente con los informes oficiales de las comisiones de estudios cartográficos, muchos de los halos, señales de control y débiles indicios eran equivalentes a señales de aviso. Robin no me creía entonces. Me dijo que yo era un cobarde flan, amasijo de fotones. Para cuando llegó a estar de acuerdo conmigo, lo que me llamó ya no tenía importancia. |
—No malgastes con ellos tu compasión, Walthers. Lo tenían fácil y la han pifiado —masculló algo en cantones a la brigadilla de trabajo, que, como respondiendo, pareció trabajar algo más rápido durante un minuto.
—No puedes culpar a la gente porque se sienta nostálgica y eche de menos su casa.
—¡Su casa! Por Dios, Walthers, hablas como si les quedase una «casa». Has pasado demasiado tiempo en las naves dando vueltas.
Se detuvo en el cruce de dos pasillos, el uno con brillos azules y restos de metal Heechee, el otro dorado. Saludó con la mano al grupo de soldados armados que vestían los uniformes de China, Brasil, Estados Unidos y la Unión Soviética.
—¿Los ves ahí confraternizando? —inquirió—. Antes no se tomaban esto demasiado en serio. Eran compañeros y amigos de la tripulación, nunca llevaban armas, era simplemente un crucero en el espacio con todos los gastos pagados para ellos. Pero ahora... —sacudió la cabeza y alargó el brazo bruscamente para sujetar a Walthers que empezaba a acercarse a los guardias—. ¿Por qué no me escuchas y me haces caso? Te enviarán al infierno si intentas meterte ahí.
—¿Qué hay ahí?
Se encogió de hombros.
—Las cosas Heechees que encontraron y que no sacaron de la nave cuando la remodelaron. Eso es algo de lo que están custodiando, aunque —añadió, bajando la voz—, si conociesen mejor la nave, harían mejor su trabajo. Bueno, venga, vamos por aquí.
Walthers la siguió de bastante buena gana, agradecido tanto por el recorrido «turístico» como por su destino. La
S. Ya
era con diferencia la mayor nave espacial que él u otro ser humano había visto, construida por los Heechees, muy vieja y todavía en algunos sentidos sorprendente. Estaban a medio camino y Walthers todavía no había explorado la cuarta parte de sus pasillos brillantes y laberínticos. La parte que especialmente no había explorado era la cabina privada de Yee-xing y estaba impaciente por hacerlo. Pero había distracciones.
—¿Qué es eso? —preguntó, deteniéndose junto a una construcción piramidal de metal verde brillante en una alcoba. Se había colocado una pesada reja metálica delante de ella para evitar que la tocasen con las manos.
—Ni idea —dijo Yee-xing—. Nadie lo sabe tampoco, por eso la han dejado aquí. Algunas de las cosas pueden cortarse, o separarse fácilmente, pero otras son inamovibles. De vez en cuando, si intentas mover algo, te explota en la cara. Por aquí, es justo bajando este pequeño pasillo. Aquí vivo yo.
Una cama estrecha bien hecha, fotografías de una pareja mayor oriental —¿los padres de Janie?—, ramas con flores colgadas en la pared; Yee-xing había hecho de aquel lugar el suyo propio.
—Sólo en los viajes de regreso —explicó—. Cuando salimos, ésta es la cabina del capitán y el resto de nosotros duerme en catres en la sala de pilotos —estiró con la mano la colcha que cubría la cama, que ya estaba bastante alisada—. No hay demasiadas ocasiones para rondar por ahí en los vuelos de ida —comentó pensativamente—. ¿Te apetece un vaso de vino?
—Sí, muchas gracias —dijo Walthers. Y así pues, se sentó y se tomó el vino, y luego compartió algo más con la bella Janie Yee-xing; poco a poco disfrutó de los otros esparcimientos que ofrecía la cabina, de calidad excelente y que complacieron a su alma, y si en algún momento se acordó de la desaparecida Dolly durante la siguiente media hora, más o menos, no fue en absoluto con celos o rabia, sino casi con compasión.
Resultó que en los viajes de vuelta, había espacio más que suficiente para pasar el tiempo, incluso en una cabina no más grande que la que Horacio Hornblower había ocupado siglos atrás. Y el vino era lo mejor del Planeta Peggy, pero cuando finalmente hubieron vaciado la botella y a sí mismos, la cabina empezó a resultar mucho más pequeña y todavía quedaba más de una hora para que comenzasen sus guardias.
—Tengo hambre —anunció Yee-xing—. Tengo un poco de arroz y algunas cosillas por aquí, pero tal vez...
Pensó que no era un buen momento para tentar su suerte, aunque aquella comida casera le parecía una idea excelente. Incluso el arroz y lo demás.
—Vayamos a la cocina —dijo Walthers y, sin una prisa especial, fueron paseando cogidos de la mano hacia la zona de trabajo de la nave.
Se detuvieron en un cruce de pasillos, donde los Heechees, desaparecidos mucho tiempo atrás, habían plantado por razones que sólo ellos conocían pequeños racimos de arbustos, que sin lugar a dudas no eran los que se veían crecer allí. Yee-xing se detuvo para coger una baya de color azul brillante.