Authors: Frederik Pohl
—Me debe un favor —repuso él con sencillez—. Todo lo que tengo que hacer es dar con él.
Por primera vez desde que habían entrado en la habitación, Yee-xing sonrió. Señaló al piezófono que había en la pared.
—A por él, tigre.
Y así, Walthers gastaba los poco importantes restos de su cuenta bancaria en llamadas de larga distancia mientras Yee-xing miraba pensativamente por la ventana al brillo del entramado de luces que rodeaban el acelerador Lofstrom y le daban la apariencia de una montaña rusa de varios kilómetros de distancia, los cables magnéticos zumbando al recibir las cápsulas que aterrizaban con un «chuuf» al tiempo que las que despegaban se alejaban con un «chaf», al perder o ganar, respectivamente, velocidad de escape. No estaba pensando en su contacto: estaba pensando en los bienes que iban a tener que vender. Por eso, cuando Walthers colgó el teléfono con expresión severa, apenas oyó lo que éste tenía que contarle. Que era:
—El muy bastardo no está en casa —dijo—. Me temo que me contestó el mayordomo de su mansión del mar de Tappan. No hacía más que decirme que Broadhead está de camino a Rotterdam. ¡Por amor de Dios, Rotterdam nada menos! Pero he hecho algunas comprobaciones: podemos coger un vuelo barato a París y desde allí hacer el resto del trayecto en un reactor... al menos hasta ahí nos llega el dinero...
—Enséñame las coordenadas —dijo Yee-xing.
—¿Las coordenadas? —repitió él.
—Ya me has oído —replicó ella con impaciencia—. Funcionará en la PV. Y además quiero verlo.
Él se humedeció los labios, se lo pensó durante unos breves instantes, se encogió de hombros y deslizó la cinta en la pantalla de la Piezovisión.
Como los instrumentos de la nave eran holográficos, grababan cada fotón de energía que entraba en sus circuitos, por eso todos los datos en relación a la fuente de las escalofriantes emanaciones estaban en la cinta. Pero, junto con las coordenadas, la pantalla de PV tan sólo mostraba una mancha difusa e informe de color blanco.
En sí, no era muy interesante de mirar, razón por la cual sin duda los sensores de la nave no le habían prestado particular atención. Aumentar la imagen podría aportar más detalles, pero eso era algo que escapaba a las escasas posibilidades del barato equipo de PV de su habitación.
Pero aun así...
Mientras miraba, Walthers sintió una escalofriante sensación. Desde la cama, Yee-xing susurró:
—No habías dicho nada, Audee. ¿Son Heechees?
Él no quitó la vista de encima al inmóvil borrón blanco...
—Ojalá lo supiera...
Pero parecía poco probable. A menos que los Heechees tuvieran un aspecto todavía menos familiar del que nadie se había atrevido nunca a suponer. Los Heechees eran inteligentes. Tenían que serlo. Habían conquistado el espacio interestelar medio millón de años antes. Y las mentes que Walthers había percibido eran, eran... ¿cómo llamarlas? Petrificadas, tal vez. Presentes, sí, pero no activas.
—Apágalo —dijo Yee-xing—. Me pone los nervios de punta. —Aplastó un insecto que había conseguido atravesar la mosquitera y añadió tristemente—: Odio este lugar.
—Bueno, mañana temprano salimos hacia Rotterdam.
—No «este» sitio. Lo que es estar en la Tierra —le corrigió. Su vista erró más allá de las luces del acelerador Lofstrom—. ¿Sabes lo que hay allí arriba? Está el alto Pentágono, y la base Tiuratam, y millones de satélites flotando por ahí y dando vueltas, y están todos locos ahí arriba, Audee. Nunca se sabe cuándo demonios va a estallar todo.
Si lo que ella pretendía al decirle aquello era echarle una reprimenda, no estaba claro, pero así lo sintió Walthers. Empezó a sacar el rollo de la pantalla de PV, lleno de resentimiento. ¡No era culpa suya que el mundo se hubiera vuelto loco! Pero era sin duda culpa suya el haber condenado a Yee-xing a tener que estar en él, así que ella tenía todo el derecho del mundo a reprochárselo.
Le pasó la cita con los datos, sin tener demasiado claro el porqué, tal vez para demostrarle que tenía confianza en ella, quizá para reafirmar su condición de cómplices.
Pero a mitad del gesto, se le hizo patente hasta qué punto había enloquecido el mundo. El gesto se convirtió en un golpe, débilmente dirigido al rostro de ella, serio y desolado.
Durante el tiempo que se tarda en respirar no fue a Janie quien tuvo delante, sino a Dolly, la infiel, la huida Dolly, y detrás de ella, la sombra altiva y sonriente de Wan... o quizá ninguno de ellos, nadie de hecho, sino sólo un símbolo. Un blanco. Un objeto amenazador y endemoniado que no poseía identidad sino únicamente una manera de ser descrito. Era EL ENEMIGO, y lo que más claro estaba en relación a éste era que tenía que ser destruido. Violentamente. Por él.
Porque de otro modo sería el propio Walthers quien quedaría destruido, roto, desintegrado por las emociones más locas, odiosas y perversamente destructoras que jamás hubiera sentido, introducidas a la fuerza en su cabeza en un acto de asquerosa, violenta y devastadora violación.
Lo que Audee Walthers sintió en aquel momento lo sé muy bien, porque también yo lo sentí, como lo sintió Janie, como lo sintió mi propia esposa, Essie, como lo sintió todo ser humano en un radio de una docena de Unidades Astronómicas a partir de un punto que distaba unos doscientos millones de kilómetros de la Tierra en dirección a la constelación del Auriga. Tuve la inmensa suerte de no estar satisfaciendo en aquel momento mi costumbre de pilotar yo mismo. Ignoro si habría chocado. La emisión desde el espacio duró medio minuto, y no sé si habría tenido tiempo de matarme, pero es casi seguro que lo habría intentado. Ira, odio enfermizo y una obsesionante necesidad de destrozar y violar, ése es el regalo que los terroristas nos ofrecieron desde el cielo. Pero por una vez, había dejado en manos de la computadora de a bordo la tarea de pilotar para poder concentrarme en el teléfono, y a las computadoras no les afectaba el TTP de los terroristas.
No era la primera vez. Ni siquiera la primera vez en mucho tiempo, pues durante los últimos dieciocho meses, desde que los terroristas habían saltado al espacio exterior en la nave Heechee robada, habían estado enviando al mundo las más horribles pesadillas de su lunática «mascota». Era más de lo que el mundo podía soportar. De hecho, era ésa la razón por la que iba camino de Rótterdam, pero este episodio en particular fue la causa de que diera media vuelta a mitad de camino. Traté inmediatamente de llamar a Essie, tan pronto como todo hubo pasado, para asegurarme de que estaba bien. No hubo suerte. Medio mundo estaba tratando de ponerse en contacto con el otro medio, por idénticas razones, y las centralitas estaban colapsadas.
Estaba también el hecho de que mis vísceras se removían como si una manada de armadillos se estuviera apareando en su interior y, teniéndolo todo en cuenta, prefería tener a Essie a mi lado en lugar de que utilizara un vuelo convencional como habíamos planeado. Así que le dije al piloto que cambiara el curso; por eso, cuando Walthers llegó a Rotterdam, yo no estaba allí. Hubiera podido dar conmigo fácilmente en el mar de Tappan, de haber tomado un vuelo directo vía Nueva York. Pero se equivocó al respecto.
Lamento tener que decir —o casi lo lamento—, que no sé nada en lo referente a estos ataques de «locura momentánea», al menos por propia experiencia. Lo había lamentado todavía más diez años antes, cuando se dejaron sentir por primera vez. Por aquel entonces, nadie sabía nada del «transceptor telepático psicoquinético». Lo único evidente es que se producían periódicos ataques de locura a escala mundial. |
Lo mejor de las inteligencias terrestres, la mía incluida, había desperdiciado esfuerzos y energías tratando de encontrar algo —un virus, una toxina, una variación en la radiación solar—, cualquier cosa que pudiera dar razón de los ataques de locura compartida que cada año, más o menos, barrían a la humanidad. Sin embargo, algunas de las más preclaras inteligencias terrestres —como la mía— se encontraban impedidas. Las inteligencias artificiales computerizadas éramos incapaces de sentir los raptos de locura. Me atrevería a decir que, de haberlos sentido, el problema se habría solucionado mucho antes. |
Estaba también equivocado —muy equivocado—, comprensiblemente equivocado, en relación al tipo de inteligencia con la que había entrado en contacto estando a bordo de la
S. Ya.
Y había cometido además otro error, bastante serio. Había olvidado que el TTP funciona en ambas direcciones.
De modo que el secreto que había intentado mantener a este lado del comunicador mental no era en absoluto secreto para quien estaba al otro lado.
Un calamar de color lavanda —bien, un calamar no, pero algo que se le parecía muchísimo a los ojos de un ser humano— acababa de concluir la primera mitad de un larguísimo y agotador proyecto cuando Walthers sufrió su pequeño percance con el TTP. Debido a que el TTP funciona en ambas direcciones, constituye una poderosa arma, pero también una pésima herramienta de vigilancia. Viene a ser como llamar a la persona a la que se está vigilando y decirle: «Oye, que no te quito la vista de encima.» Por eso, cuando Walthers se puso a husmear lo notaron en otros lugares. En uno que se encontraba, realmente, muy lejos. A casi mil años luz de la Tierra, no muy lejos del plano geodésico del vuelo que va desde el planeta Peggy hasta nuestro planeta, razón por la cual, naturalmente, Walthers estaba lo suficientemente cerca como para que el contacto se registrara también allí.
Sucede que ahora sé muchas cosas acerca de ese calamar color lavanda; bien, casi calamar. También podría decirse que se parecía a una orquídea gorda y retorcida y la comparación sería igualmente adecuada. Por aquel entonces yo todavía no le conocía, pero actualmente le conozco lo suficiente como para saber su nombre, de dónde venía y qué hacía allí y qué —y esto es lo más complejo de todo— estaba haciendo. El mejor modo de describir lo que estaba haciendo es decir que estaba pintando un paisaje. La razón por la que digo que es complejo es porque no había nadie que pudiera verlo en varios años luz a la redonda, y menos aún mi amigo el calamar. No poseía el tipo adecuado de órganos visuales para verlo.
Y sin embargo, tenía sus motivos. Era una especie de práctica religiosa. Se remontaba a las más antiguas tradiciones de su raza, raza realmente antigua, y tenía que ver con el momento teológicamente crucial de su historia en que, rodeados por los gases de su planeta natal, con una visibilidad escasa en cualquier dirección, se dieron cuenta, por vez primera, de que «ver» podía convertirse en la última fase de la percepción de una significativa forma de arte.
Era de una extrema importancia para él que la pintura fuera perfecta. Y por ello, cuando de pronto se sintió observado por un extraño y el súbito shock le hizo derramar parte de los finísimos polvillos con los que pintaba en lugar equivocado y produciendo una errónea combinación de colores, se entristeció profundamente: ¡ahora, todo un cuarto de hectárea estaba estropeado! Un sacerdote humano habría comprendido sus sentimientos, si bien no las razones que los motivaban; había sido como si, en mitad de la misa, la hostia hubiera sido arrojada al suelo y pisoteada.
Mi amigo Robin tiene muchos defectos, y uno de ellos es una especie de coquetería que es mucho menos divertida de lo que él cree que es. El modo como ha llegado a saber del personaje del velero, así como el modo como ha llegado a saber de muchas otras cosas que no pudo ver por él mismo es fácil de decir. Pero él se niega a decirlo. La explicación consiste en que yo se lo dije. Sé que es mucho simplificar las cosas, pero es casi del todo cierto. ¿Será la coquetería contagiosa? |
La criatura se llamaba LaDzhaRi. El lienzo sobre el que estaba trabajando era la película mono molecular de casi treinta mil kilómetros de longitud de una vela elíptica. Había menos de un cuarto del trabajo total hecho, y llegar hasta ese punto le había llevado quince años. A LaDzhaRi no le importaba el tiempo que tuviera que invertir. Tenía tiempo de sobra.
Su nave no llegaría a su destino hasta al cabo de otros ochocientos años.
O al menos eso creía él, que tenía tiempo de sobra... hasta que sorprendió al extraño observándole.
Entonces sintió la necesidad de apresurarse. Permaneció en situación de rendimiento normal mientras se apresuraba a recoger sus instrumentos de pintura —era el veintiuno de agosto—, los aseguró concienzudamente —veintidós de agosto—, se alejó de la vela en forma de ala de mariposa y se dejó flotar en caída libre hasta que estuvo bien lejos. Hacia el primero de septiembre estuvo lo suficientemente lejos para poner en marcha su propulsor y, en situación de máximo rendimiento, regresó al pequeño cilindro de metal que sobresalía por sobre el racimo de alas de mariposa. A pesar de que le suponía un formidable desgaste, permaneció en rendimiento máximo mientras se precipitaba, a través de los huecos de entrada, al fango salino que formaba su hábitat original. Entró gritándoles a sus compañeros a voz en cuello.
De acuerdo con los parámetros humanos, la suya era una voz muy aguda. Las grandes ballenas terrestres poseen voces tan extraordinariamente agudas que sus cantos pueden ser contestados por otras ballenas a un océano de distancia. Así eran las voces del pueblo de LaDzhaRi, y en los extremos confines de la nave espacial, su grito resonó contra las paredes. Los instrumentos temblaron. Los muebles se movieron. Las hembras huyeron aterrorizadas, temiendo que fueran a devorarlas o fecundarlas.
Fue igualmente terrible para los otros siete machos y, tan rápidamente como le fue posible, uno de ellos, con un gran esfuerzo, se dispuso en situación de máximo rendimiento para contestarle con otro grito. También ellos sabían qué había pasado. También ellos habían sentido el roce del intercomunicador, y claro está que habían hecho lo oportuno. La tripulación entera había pasado a máximo, habían enviado la señal acordada por sus antecesores y habían vuelto a rendimiento normal... ¿Sería LaDzhaRi tan amable de hacer lo propio y dejar de atemorizar a las hembras?
De tal manera, LaDzhaRi aflojó su marcha y se permitió «recuperar el resuello», aunque no es ésa una expresión corriente entre ellos. No convenía que siguiera agitándose en rendimiento máximo entre el polvo salino. Había producido ya varios embolsamientos y varios huecos bastante molestos, y su polvoriento hábitat estaba completamente revuelto. En son de disculpa trató de colaborar con los demás en la tarea de reordenarlo todo, sacaron a las hembras de sus escondrijos, sirvieron a una de ellas como comida y se sentaron a hablar del roce lunático, endiabladamente rápido y de lo más estremecedor que había invadido sus mentes. En esto invirtieron todo septiembre y parte de octubre.