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Authors: Frederik Pohl

El Encuentro (16 page)

BOOK: El Encuentro
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Los artefactos que los Heechees habían dejado a su paso eran potentes, resistentes y de larga duración. Dejando aparte los accidentes, fueron construidos para durar por lo menos diez millones de años.

Pero no se podían prever todos los accidentes: Una supernova cercana, un componente defectuoso, incluso una colisión casual con cualquier otro objeto. Se podían reforzar todos los artefactos para que resistiesen casi todo tipo de riesgos, pero el tiempo astronómicamente infinito de un «casi todo» es poco más que «ninguno».

¿Qué pasaría si la nave comando hubiese fallado? ¿Y si no hubiera ninguna otra que Dosveces pudiese localizar y hacer acudir a la cita?

El Capitán permitió que la depresión se adueñase de su mente. Había demasiados «si». Y las consecuencias de cada uno de ellos eran demasiado desagradables como para afrontarlas.

No era infrecuente en el Capitán, o en cualquier otro Heechee, estar deprimido. Y se lo habían ganado a pulso.

Cuando el gran ejército de Napoleón regresaba a rastras de Moscú, sus enemigos eran pequeñas bandas hostiles de caballería, el invierno ruso, y la desesperación.

Cuando la Wehrmacht de Hitler repitió el mismo viaje trece décadas más tarde, las mayores amenazas eran los tanques soviéticos y la artillería, el invierno ruso y, de nuevo, la desesperación. Se retiraron con mayor orden y más destrucción ante sus enemigos. Pero no con más desesperación, o menos.

Cada retirada es como un cortejo fúnebre, y lo que ha muerto es la confianza. Los Heechees habían esperado confiadamente en ganar una Galaxia. Cuando se dieron cuenta d« que tenían que renunciar, y comenzar su inmensa retirada desde todas las estrellas hasta lo más profundo, la magnitud d« su derrota fue mayor que cualquiera de las que los humanos habían conocido, y la desesperación se filtró a todas y cada una de sus almas.

Los Heechees estaban jugando un juego muy complicado. Podía considerarse un deporte de equipo, sólo que únicamente se les permitía a unos pocos jugadores saber que formaban parte de un equipo. Las estrategias eran limitadas, pero la finalidad del juego estaba clara. Si conseguían sobrevivir come raza, ganarían.

¡Pero había que mover tantas piezas sobre aquel tablero! Y los Heechees tenían tan poco control... Podían empezar la partida. Después, si intervenían directamente, se exponían. Y entonces el juego resultaba peligroso.

Ahora le tocaba el turno de jugar al Capitán, y conocía bien los riesgos que corría. Podía ser el jugador que perdiese la partida para los Heechees de una vez por todas.

Su primera tarea consistía en mantener a salvo el lugar de escondite de los Heechees durante todo el tiempo que fuera posible.

Ésta era la menor de sus preocupaciones, puesto que su segunda misión era la que contaba. La nave robada llevaba un equipo que podía penetrar incluso la piel que rodeaba el agujero-escondite de los Heechees. No podía llegar a entrar. Pero podía atisbar el interior, y aquélla no era una buena cosa. Peor todavía, el mismo equipo podía penetrar cualquier horizonte eventual, incluso el que los propios Heechees no osaron franquear. Aquél por el que rezaban para que nunca se abriese, pues en su interior descansaba lo que ellos temían con más fuerza.

Así pues, el Capitán se sentó a los mandos de su nave, mientras la brillante nube de silicato que rodeaba el fondo de la galaxia centelleaba detrás de ellos. Mientras tanto, Dosveces comenzó a dar señales de la tensión que la llevaría poco después hasta su propio límite; y, mientras tanto, las frías gentes del velero sobrellevaban sus vidas largas y lentas; y mientras tanto, la única nave tripulada por humanos en el universo que hubiese podido hacer algo se aproximaba, sin embargo, a otro agujero negro...

Y mientras tanto, los otros jugadores de aquel tablero enorme, Audee Walthers y Janie Yee-xing, aguardaban para jugar su partida privada.

11
ENCUENTRO EN ROTTERDAM

Allí se quedó, aquel individuo con un rostro parecido a un aguacate tostado, bloqueándome el paso. Identifiqué la expresión de su rostro antes incluso de reconocer sus rasgos. La expresión era de obstinación, irritación, fatiga. El rostro que la exhibía, el de Audee Walthers, Jr., quien (como me había dicho muy bien mi programa-secretario) había estado tratando de ponerse en contacto conmigo durante varios días.

—¡Hola Audee! —le dije muy cordialmente estrechando su mano y saludando con la cabeza a la bella joven de aspecto oriental que le acompañaba—. Me alegro de volver a verte. ¿Te hospedas en este hotel? ¡Magnífico! Escucha, he de darme prisa; pero podemos quedar para cenar; organízalo con el conserje, ¿vale? Regresaré dentro de unas horas —y sonriéndole a la joven y sonriéndole a él, les dejé allí de pie.

No pretendo decir que aquello fueran buenos modales, pero a decir verdad sí que tenía prisa, y además mi intestino me estaba haciendo pasar un mal rato. Metí a Essie en un taxi que iba en una dirección y cogí otro para que me llevase al juzgado. Por supuesto, si yo entonces hubiese sabido lo que él tenía que decirme, seguramente hubiese estado algo más comunicativo con Walthers. Pero ignoraba de qué me estaba alejando.

O lo que me esperaba, que es lo mismo.

El último tramo del camino lo hice a pie, porque el tráfico estaba mucho peor que de costumbre. Había un desfile a punto de comenzar, además del jaleo cotidiano alrededor del Palacio Internacional de Justicia. El Palacio es un rascacielos de cuarenta plantas, hundido en cajones hidráulicos en el húmedo suelo de Rotterdam. Desde su exterior se domina media ciudad. Por dentro está enmoquetado y tapizado en escarlata y abunda el cristal; es el típico tribunal internacional moderno. No es un sitio al que se vaya a discutir por una multa de circulación.

Es un lugar en el que no se toma en demasiada consideración a las personas físicas; y en realidad, y si yo tuviese algo de vanidad, que la tengo, me alabaría a mi mismo por el hecho de que en el proceso en el que yo era técnicamente uno de los defensores, había catorce partes diferentes implicadas, de las cuales cuatro eran estados soberanos. Tenía incluso una serie de oficinas reservadas para mi uso en el Palacio, puesto que todas las partes interesadas las tenían. Pero no me dirigí allí directamente. Eran casi las once en punto y por lo tanto cabía la remota posibilidad de que el tribunal hubiese comenzado su sesión del día, así que sonreí y me abrí paso directamente hacia la sala de sesiones. Estaba llena a rebosar. Siempre lo estaba, puesto que se podía coincidir con celebridades en las vistas. En mi vanidad, yo creía que era una de ellas, y esperaba que se volverían las cabezas a mi paso. No se volvió nadie. Estaban todos mirando a un grupo de personas barbudas y huesudas que llevaban dashikis y sandalias, sentadas en el banquillo de los demandantes, al fondo de la sala, y bebiendo Coca-Cola y riéndose entre ellos: los Primitivos. No se les veía todos los días. Los escudriñé como todo el mundo, hasta que alguien me tocó el brazo y me volví para ver a Maitre Ijsinger, mi abogado de carne y hueso, que me estaba mirando reprobadoramente.

—Llega usted tarde, Mijnheer Broadhead —susurró—. El Tribunal habrá notado su ausencia.

Como el Tribunal estaba muy ocupado hablando en voz baja y discutiendo entre sí acerca de, suponía yo, la cuestión de si el diario de uno de los primeros prospectores que localizó un túnel Heechee en Venus debía admitirse como prueba, yo lo dudaba. Pero uno no le paga a un abogado lo que yo le pagaba a Maitre Ijsinger para discutir con él.

Por supuesto, no había ninguna razón legal para que yo le pagase en absoluto. Sobre todo porque el caso era sobre una moción presentada por el Imperio de Japón para disolver la Corporación de Pórtico. Me vi metido en ello por ser poseedor de un buen número de acciones del negocio de chárters de la
S. Ya.
, porque los bolivianos habían presentado una demanda para que se revocasen los chárters en base a que el hecho de financiar colonos comportaba «un retorno a la esclavitud». A los colonos se les llamó siervos contratados, y a mí, entre otros, se me llamó perverso explotador de la miseria humana. ¿Qué estaban haciendo allí los Primitivos? Claro, eran parte interesada también, porque decían que la
S. Ya.
era propiedad suya: tanto ellos como sus antepasados habían vivido en ella durante cientos de miles de años. Su situación con respecto al Tribunal era un poco complicada. Eran guardias del gobierno de Tanzania, porque allí era donde se había decretado que se hallaba su hogar ancestral, pero Tanzania no estaba representada en la vista ante el Tribunal. Tanzania había declarado el boicot al Palacio de Justicia por una decisión desfavorable acerca de los misiles de su fondo marino el año anterior, así que sus asuntos los representaba Paraguay, que estaba interesado en esto más que nada por una disputa fronteriza con Brasil, quien a su vez estaba presente como invitado en las oficinas centrales de la Corporación de Pórtico. ¿Pueden entender todo esto? Bueno, pues yo no podía, y por eso había contratado los servicios de Maitre Ijsinger.

Los Heechees, creyendo que los australopitecos que habían descubierto cuando por primera vez visitaron la Tierra acabarían por desarrollar una civilización tecnológica, decidieron preservar una colonia en una especie de zoo. Sus descendientes fueron los «Primitivos». Desde luego, aquélla había sido una previsión errónea por parte de los Heechees.

Los australopitecos no alcanzaron nunca la inteligencia, sino sólo la extinción. A los seres humanos les resultó tranquilizador descubrir que el llamado Paraíso Heechee, rebautizado después como S. Ya. Broadhead —con mucho, la nave espacial mayor y más sofisticada con que se hubiera tropezado la especie humana— resultara ser tan sólo una especie de jaula para monos.

Si dejara que me involucraran personalmente en cualquiera de los molestos pleitos en los que hay muchos millones de dólares de por medio, me pasaría la vida en los tribunales. Tengo bastante que hacer el resto de mi vida como para malgastarlo de esa manera, así que de haber seguido las cosas su curso normal hubiera dejado que los abogados dilucidaran el asunto para así poder emplear mi tiempo de manera más provechosa, charlando con Albert Einstein o paseando por la orilla del mar de Tappan con mi mujer. Sin embargo, había razones especiales para que yo estuviera allí. Vi a uno de ellos, medio dormido, sentado en una silla de cuero cerca de los Primitivos.

—Voy a ver si Joe Kwiatkowski quiere una taza de café —le dije a Ijsinger.

Kwiatkowski era polaco, representante de la Comunidad Económica de la Europa del Este, y uno de los demandantes en el caso. Ijsinger palideció.

—¡Pero si es un adversario. —susurró.

—Es también un viejo amigo —le dije, exagerando los hechos sólo un poco. Había sido prospector en Pórtico, como yo, y nos habíamos tomado alguna copa que otra a la salud de los viejos tiempos.

—No hay amigos cuando se trata de un pleito de esta magnitud —me informó Ijsinger, pero yo me limité a sonreírle y me incliné hacia adelante para cuchichearle a Kwiatkowski, quien una vez despierto me acompañó de bastante buena gana.

—No debería estar aquí contigo Robin —masculló en cuanto llegamos a la planta decimoquinta—. Y mucho menos para tomar café ¿Es que me vas a echar algo dentro?

Bueno, sí, algo tenía. Slivovitz y por si fuera poco, de su destilería favorita de Cracovia. Y cigarros puros de Kampuchea, de la marca que le gustaba; y arenques salados y galletas para acompañarlos.

El tribunal había sido construido sobre un pequeño canal a orillas del Río Maas, y podía olerse el agua. Como había conseguido que abrieran una ventana, podía oírse a los botes atravesar el arco que había bajo el edificio, y el ruido procedente del tráfico que circulaba a través del túnel por debajo del Maas a un cuarto de kilómetro de distancia. Abrí un poco más la ventana, por el humo del cigarro de Kwiatkowski, y vi las banderas y las bandas en las calles adyacentes.

—¿Por qué es el desfile de hoy? —le pregunté.

Me contestó con una evasiva.

—Porque a los ejércitos les gustan los desfiles —gruñó—. Venga, Robin, vamos al grano. Sé lo que te propones y es imposible.

—Lo que quiero —dije— es que la CEEE ayude a barrer a los terroristas junto con su nave, cosa que redunda en beneficio de todos. Me dices que es imposible. Bueno, te lo admito, pero, ¿por qué es imposible?

—Porque no entiendes nada de política: Te crees que los de la CEEE podemos irles a los paraguayos y decirles: «Escuchad, id y haced un trato con los brasileños; decidles que vais a ser más flexibles en lo tocante al asunto de la frontera si unen su información con la de los americanos, de manera que pueda atraparse la nave de los terroristas.»

—Sí, eso es exactamente lo que creo —le dije.

—Y en eso te equivocas. No te harían ningún caso.

—La CEEE —le dije con paciencia, pues mi sistema de actualización de datos, Albert, me había aleccionado en ese sentido— es el socio más importante de Paraguay en asuntos comerciales. Harán lo que digáis.

—En la mayoría de los casos, sí. En este caso, no. La clave de la situación es la República de Kampuchea. Tienen acuerdos privados con Paraguay. Con respecto a los cuales no puedo decirte nada excepto que han sido aprobados al más alto nivel. Más café —añadió, tendiéndome su taza—, y ahora, por favor, échale menos café.

No le pregunté a Kwiatkowski cuáles eran los «acuerdos privados», porque de haber querido decírmelo no les habría llamado privados. No me hizo falta. Eran de índole militar. Todos los «acuerdos privados» que estaban negociando unos gobiernos con otros eran militares, y si no me hubiera preocupado el asunto de los terroristas, lo que me habría preocupado habría sido la forma inconsciente en que los gobiernos del mundo, por lo general previsores, se estaban comportando. Pero cada cosa a su tiempo.

Así que, siguiendo el consejo de Albert, llevé a mi despacho privado de al lado a una abogado de Malasia, y después de ella a un misionero de Canadá, y luego a un general de las Fuerzas Aéreas de Albania y para todos tuve un cebo. Albert me advirtió qué resortes tocar y qué collares de cuentas ofrecer a los nativos. Un aumento de pases para colonos a éste, una contribución «caritativa» a aquél... A veces, todo lo que costaba era una sonrisa. Rotterdam era el lugar apropiado para hacerlo, porque desde que el tribunal se trasladó de La Haya —después de que ésta quedase colapsada del todo la última vez que a un gracioso le dio por jugar con un TTP— se podía encontrar a cualquiera que se necesitase en Rotterdam. Todo tipo de gente. De todos los colores, de todos los sexos, vestidos de todas las maneras, desde abogadas ecuatorianas en minifalda a monopolizadores de la energía térmica de las Islas Marshall en sarong y con collares de dientes de tiburón. Si estaba haciendo algún progreso o no, era difícil decirlo, pero a las doce y media, al anunciarme mis tripas que iban a dolerme si no les echaba algo de comer, di por finalizada la mañana. Me acordé con nostalgia de la tranquila suite de nuestro hotel y de los sabrosos almuerzos que en ella me tomaba descalzo, pero había prometido encontrarme con Essie en su lugar de trabajo. Por lo que le dije a Albert que preparara una valoración aproximada de lo que había conseguido hasta entonces y sugiriera qué debía hacerse a continuación, y me abrí paso hasta un taxi.

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