Authors: Frederik Pohl
No deben dejar de visitar alguna de las sucursales de la cadena de restaurantes de comida rápida de Essie. Los arcos de metal Heechee, de brillo azulado, se encuentran en cualquier país del mundo. Puesto que era la Dueña había reservado para nosotros un espacio en el balcón; salió a mi encuentro en las escaleras y me recibió con un beso, un mohín y un dilema:
—¡Escucha, Robin! Quieren que se sirva mayonesa con las patatas fritas. ¿Crees que debo permitirlo?
Le devolví el beso, pero en realidad estaba espiando por encima de su hombro para ver qué demonios estaban sirviendo en nuestras mesas.
—Eso es cosa tuya —le dije.
—Sí, claro que es cosa mía. Pero es importante, Robin. Me he tomado muchas molestias para conseguir un duplicado perfecto de las auténticas patatas fritas francesas. ¿Hay que ponerles mayonesa ahora? —luego retrocedió y me examinó más detenidamente, y la expresión de su rostro cambió—. ¡Qué cansado se te ve! ¡Qué cara traes, Robín! ¿Cómo te encuentras?
Le dediqué mi más encantadora sonrisa.
—Simplemente, tengo hambre querida —exclamé mirando con falso entusiasmo a los platos que tenía delante—. ¡Vaya! ¡Qué pinta tiene eso! ¿Qué es, taco?
—Es ciapatti — dijo con orgullo—. El taco es eso de ahí. También hay blini. Sírvete lo que quieras.
Así que tuve que probarlo todo, por descontado, y no era en absoluto lo que pedía mi estómago. El taco, el ciapatti, las bolas de arroz con salsa agria de pescado, y la cosa aquella que si tenía sabor a algo, era a cebada hervida. No es que me volviese loco ninguno de aquellos platos, pero eran todos comestibles.
Todos ellos eran, asimismo, regalo de los Heechees. El mayor descubrimiento que los Heechees nos habían legado era que la mayoría de los tejidos orgánicos, incluidos los de ustedes y los míos, se componen básicamente de cuatro elementos: carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno; C.H.O.N. Alimentos CHON. Puesto que es también de esto de lo que se compone la mayor parte de los gases cometarios, construyeron sus Factorías Alimentarias en la nube de Oort, allí donde los cometas de nuestro sistema solar esperaban a que una estrella los disgregase y nos los enviara a lucirse en nuestro cielo.
Pero el CHON no lo es todo. Se necesitan otros elementos. Tal vez el azufre sea el más importante y después tal vez el sodio, el magnesio, el fósforo, el cloro, el potasio, el calcio... por no mencionar ese extraño polvillo de cobalto necesario para producir vitamina B—12, el cromo necesario para la tolerancia a la glucosa, el yodo para las tiroides, y el litio, el flúor y el arsénico, el selenio, el molibdeno, el cadmio y un pesadísimo y largo etcétera. Probablemente hace falta una tabla periódica para nombrarlos a todos, por más que la mayoría de esos elementos esté presente en cantidades tan pequeñas que no necesita uno preocuparse por añadirlos al conjunto. Aparecen en forma de contaminantes se quiera o no. Así que los químicos alimentarios de Essie cocinaban con puñados de azúcar, especies y otras cosas buenas y producían así comida para todo el mundo, que no sólo les mantendría vivos, sino que era también lo que la gente estaba deseosa de comer, como por ejemplo los ciapatti y las bolas de arroz. Puede hacerse de todo con la comida CHON siempre que se bata bien la masa. Entre algunas de las cosas que Essie hacía con ella, estaba el dinero, y aquél era un juego que le encantaba.
Así que, cuando por fin acabé con algo en el estómago que éste ya no pudo tolerar —algo que parecía una hamburguesa y que sabía a ensalada de aguacate y bacon, a la que Essie había bautizado como Big Chon—, Essie andaba de un lado para otro sin cesar. Controlaba la temperatura de las luces infrarrojas, buscaba grasa debajo de la máquina lavavajillas, probaba los postres, y lanzaba increpaciones porque los batidos estaban demasiado líquidos.
Tenía la palabra de Essie de que nada de lo que ofrecía en sus establecimientos perjudicaría a nadie, aunque mi estómago tenía menos confianza en su palabra que yo. No me gustaba el ruido que había fuera, en la calle; ¿sería el desfile? Pero aparte de aquello estaba todo lo cómodo que podía estar en aquellos momentos. Lo bastante relajado como para apreciar un giro en nuestro status. Cuando Essie y yo salimos en público la gente nos mira, y generalmente se fijan en mí. Allí no. En la cadena de restaurantes de comida rápida, Essie era la estrella. Las gentes de fuera pasaban mirando el desfile. Dentro, ningún empleado le prestaba la más mínima atención. Se dedicaban a cumplir con sus obligaciones con todos los músculos de la espalda tensos, y todas las miradas furtivas que lanzaban iban en la misma dirección, hacia la dama que lo dirigía todo. Bueno, no demasiado como una dama, en realidad; Essie ha podido disponer del beneficio de estudiar inglés durante un cuarto de siglo con un experto, yo, pero cuando se pone nerviosa no puede evitar mezclarlo con su propio idioma...
Me acerqué hasta la ventana de la segunda planta para ver el desfile. Bajaba por Weena, diez en fondo, con bandas, gritos y pancartas. Una molestia. Quizás incluso más que eso. Al otro lado de la calle, frente a la estación, hubo una pelea, con policías y pancartas, pacifistas contra partidarios de armar a los ejércitos. Era imposible saber quiénes estaban de un lado o del otro, a juzgar por los palos que se daban mutuamente con las pancartas, y Essie, que se unió a mí y tomó su propio Big Chon, se los quedó mirando moviendo la cabeza.
—¿Qué tal el sandwich? —preguntó.
—Bien —respondí yo, con la boca llena de carbono, hidrógeno, oxígeno y nitrógeno, y demás elementos. Me miró con expresión de no haberme oído bien—. He dicho que está bueno —chillé.
—No podía oírte con todo este ruido —protestó, relamiéndose. Le gustaba lo que vendía.
Incliné la cabeza para señalar hacia el desfile.
—No sé si eso es tan bueno —comenté.
—Me parece que no —agregó, mirando con desagrado a una compañía de lo que creo que llaman Zuavos, y que eran hombres de piel oscura, vestidos de uniforme. No podía ver los emblemas de sus países, pero todos llevaban armas rápidas sobre el hombro y jugaban con ellas: las volteaban, haciendo rebotar la culata contra el suelo y consiguiendo que fuesen a parar de nuevo a sus manos, y todo sin romper el paso.
—Tal vez deberíamos volver al juzgado —le dije.
Alargó la mano y cogió la última miga de mi sandwich. Algunas mujeres rusas acaban convertidas en bolas cuando pasan de los cuarenta, y algunas se encogen y se marchitan. Pero Essie, no. Aún tenía el mismo tipo y la misma cintura estrecha que me llamó la atención la primera vez que la vi.
—Tal vez sí —dijo mientras miraba los programas de sus computadores—.Vi demasiados uniformes durante mi niñez y ahora no es que tenga mucho interés por ver todos éstos.
—¿Qué sería un desfile sin uniformes?
—No sólo los del desfile. Mira. En las aceras también los hay.
Y era cierto. Uno de cada cuatro hombres o mujeres llevaba puesto algo que parecía un uniforme. Era un poco sorprendente, porque no lo esperaba. Por supuesto cada país había tenido siempre algún tipo de fuerzas armadas, pero que, de alguna manera, era como si estuviesen guardadas en el armario, como un extintor doméstico. La gente nunca las veía. Pero entonces empezaban a dejarse ver más y más.
—En fin —suspiró mientras barría concienzudamente las migas de la mesa con un cepillo—, debes de estar muy cansado y será mejor que nos vayamos. Dame tu bandeja, por favor.
La esperé en la puerta, y llegó con el ceño fruncido.
—El contenedor de basuras estaba casi lleno. En el manual dice claramente que está vacío si se encuentra al sesenta por ciento. ¿Qué van a hacer si un grupo grande se va enseguida?
Debería regresar y darle instrucciones al encargado. ¡Vaya! Me he dejado los programas —y se fue por donde había venido.
Me quedé en la puerta esperándola, con la mirada puesta en el desfile. Resultaba bastante desagradable. Lo que pasaba por delante mío eran armas de verdad, misiles antiaéreos y vehículos armados; y detrás de una banda de gaiteros vi una compañía de ametralladoras. Noté que la puerta se movía detrás mío y salí de en medio justo en el momento en que Essie la empujó para abrirla.
—Los he encontrado, Robin —me dijo sonriente, blandiendo el grueso paquete de programas hacia mí, mientras yo me volvía hacia ella.
Y algo parecido a una avispa pasó rozando mi oreja.
No había avispas en Rotterdam. Entonces vi a Essie caer de espaldas, y la puerta se cerró ante ella. No había sido una avispa. Había sido un disparo. Una de aquellas armas incontrolables llevaba una carga real y se le había escapado.
Casi perdí a Essie en otra ocasión. Hacía mucho tiempo, pero yo no lo había olvidado. Todo aquel antiguo dolor rebrotó de pronto al tiempo que yo empujaba aquella estúpida puerta y me inclinaba sobre ella. Estaba echada sobre su espalda, con el paquete de programas sobre su rostro; al apartarlo vi que, a pesar de que su rostro estaba ensangrentado, tenía los ojos abiertos y me miraba.
—Oye, Robin —me dijo con un tono de voz que denotaba cierta sorpresa—: No me habrás dado un puñetazo, ¿verdad?
—Claro que no. ¿A santo de qué? —una de las chicas que estaban en el mostrador llegó corriendo con un paquete de servilletas de papel. Se las arrebaté y señalé hacia la ambulancia en cuya puerta podía leerse
Poliklinische centrum
y que estaba parada en un cruce de calles a causa del desfile:
—¡Oye! ¡Trae esa ambulancia hasta aquí! ¡Y a la policía también!
Essie se incorporó y apartó el brazo mientras policías y empleados del local se arremolinaban a nuestro alrededor.
—¿Por qué una ambulancia, Robin? —me preguntó razonablemente—. Sólo es un poco de sangre en la nariz, ¡mira! —y, a decir verdad, eso era todo lo que había. Había sido una bala, desde luego, pero se había incrustado en el fajo de programas y no había pasado de ahí—. ¡Mis programas! —Essie esperó, casi peleándose con el policía que quería llevárselos para extraer la bala como prueba. Pero la verdad es que estaban totalmente estropeados. Y mi día también.
Mientras Essie y yo teníamos nuestra pequeña pelea con el destino, Audee Walthers estaba enseñándole a su amiga la ciudad de Rotterdam. La falta de dinero redujo parte del encanto del paseo de Walthers y Yee-xing. A pesar de todo, tanto a él, que aún conservaba en sus cabellos el heno del planeta Peggy, como a Yee-xing, que rara vez salía de la
S. Ya
. y sus lanzaderas, Rotterdam les pareció una metrópoli. No podían permitirse comprar nada, pero al menos podían mirar los escaparates. Broadhead había aceptado verles finalmente y Walthers no dejaba de repetírselo; pero si se permitía pensar en ello con cierta satisfacción, su lado negativo respondía con desprecio salvaje: Broadhead sólo había dicho que les recibiría. Pero por todos los demonios que no parecía tener muchas ganas...
—¿Por qué sudo? —preguntó Walthers en voz alta.
Yee-xing deslizó su mano hacia la de él para darle ánimo.
—Todo irá bien —le respondió ella indirectamente— pase lo que pase. —Audee Walthers bajó la mirada hacia ella con agradecimiento. No es que él fuese particularmente alto, pero Janie Yee-xing era diminuta; todo en ella era pequeño, excepto sus ojos, brillantes y negros, y eran resultado de una operación, una tontería que hizo una vez que estuvo enamorada de un banquero suizo y pensó que era el pliegue epicántico el que impedía que el sentimiento fuera recíproco—. Bien, ¿te parece que entremos?
Walthers no tenía la menor idea de qué estaba hablando, y seguramente se le notó en la cara; Yee-xing golpeó con su cabeza el hombro de Walthers y le mostró el cartel que colgaba de la parte delantera de un establecimiento. Las pálidas letras del rótulo decían:
VIDA NUEVA
Walthers lo examinó y luego miró a la mujer de nuevo.
—Es un negocio de pompas fúnebres —aventuró, y se puso a reír al creer adivinar la gracia de la broma—. Pero no creo que estemos tan mal todavía, Janie.
—No lo es —repuso ella—, o no exactamente. ¿No reconoces el nombre? —y en ese momento, por supuesto, lo reconoció: era uno de los muchos holdings que aparecían en la lista de las posesiones de Robín Broadhead.
Desde luego, cuanto más sabía uno acerca de Broadhead, más fácil era imaginarse qué cosas le harían acceder a llegar a un trato.
—¿Y por qué no? —dijo Walthers con aprobación, y la precedió al entrar a través de la cortina de aire al fresco y oscuro recibidor del local. Si aquello no era una funeraria, por lo menos la decoración había sido encargada a los mismos profesionales. Había una suave e inidentificable música de fondo, y una fragancia a flores silvestres, aunque la única presencia floral de todo el establecimiento era un simple ramo de rosas brillantes en un jarrón de cristal. Un hombre alto, maduro y atractivo apareció delante de ellos; Walthers no pudo decir si se había levantado de uno de los sillones o se había materializado como un holograma. La figura les sonrió acogedoramente y trató de adivinar sus nacionalidades. Se equivocó:
—
Guten tag
—le dijo a Walthers, y—:
Gor ho oyney
—a Janie Yee-xing.
—Los dos hablamos inglés —dijo Walthers—, ¿y usted?
Sus cosmopolitas cejas se arquearon.
—Por supuesto. Bienvenidos a Vida Nueva. ¿Es que hay alguien allegado a ustedes que se encuentre próximo a morir?
—No que yo sepa —contestó Walthers.
—Ya. Por supuesto, podemos todavía hacer una buena labor incluso en el caso de personas que se encuentren ya en estado de muerte metabólica, aunque cuanto antes empecemos la transformación, tanto mejor... ¿O están haciendo ustedes planes para el futuro, muy acertadamente?
—Ni lo uno, ni lo otro —dijo Yee-xing—; simplemente queremos conocer lo que ustedes ofrecen.
—Por supuesto. —El hombre les sonrió, al tiempo que les señalaba un cómodo sofá. No dio la impresión de que hubiese hecho nada para que se operara ningún cambio, pero las luces subieron un tanto su intensidad y la música se elevó algunos decibelios—. Ésta es mi tarjeta —le dijo a Walthers mostrándole una plaquita plástica con lo que contestaba la pregunta que a ambos les había estado preocupando: la tarjeta era tangible, lo mismo que los dedos que la sujetaban—. Déjenme que les explique lo fundamental: eso nos ahorrará tiempo a la larga. Para empezar les diré que Vida Nueva no es una institución religiosa y que no garantiza por lo tanto la salvación. Lo que nosotros ofrecemos es un tipo de supervivencia. El que usted, el «usted» que se encuentra en esta habitación en estos instantes, llegue a distinguir lo uno de lo otro, es cosa que están todavía discutiendo los metafísicos. Pero el registro de su personalidad, en caso de que se decidiera usted por ella, le garantiza la superación del test de Turing, siempre y cuando podamos empezar la transferencia con el cerebro aún en buenas condiciones, y en el caso de que la ambientación elegida por el cliente sobreviviente sea alguna de las que facilita nuestra lista. Podemos ofrecer más de doscientas ambientaciones, que van...