Authors: Frederik Pohl
Yee-xing chasqueó los dedos.
—Los Difuntos —dijo, comprendiendo súbitamente.
El encargado de ventas asintió, aunque su expresión se crispó un poco.
—Sí, así es como se llamaban los originales. Por lo que veo está usted familiarizada con el artefacto llamado Paraíso Heechee, que ahora se utiliza como transporte de colonos...
—Soy el tercer oficial de ese transporte — dijo Yee-xing, sin faltar a la verdad más que por lo que hacía a los tiempos verbales—, y mi compañero aquí presente es el séptimo.
—Les envidio —dijo el encargado de las ventas, y la expresión de su rostro sugería que lo decía de verdad.
Pero la envidia no evitó que dejara escapar su tono de vendedor y Audee siguió escuchándole con toda la atención, sosteniendo entre sus manos la de Janie. Agradeció el calor de aquella mano; le ayudaba a no pensar en los Difuntos y en su protegido, Wan... o por lo menos, le ayudaba a no pensar en lo que Wan estaría haciendo en aquellos momentos.
Cuando los programas y las bases de sustento de datos de los llamados «Difuntos» pudieron convertirse en objeto de estudio, mi creadora, S. Ya. Lavorovna-Broadhead, se interesó, naturalmente, mucho en ellos. Se impuso a sí misma la tarea de conseguir un duplicado. Lo más difícil fue transcribir, claro está, los datos de base de un cerebro y un sistema nervioso —que se encuentran registrados químicamente y con numerosas repeticiones— en un molinete de información Heechee. |
Lo hizo muy bien. No sólo lo suficientemente bien como para asentar las bases de su cadena Vida Nueva, sino tan bien que fue capaz de crearme... El almacenaje Vida Nueva se basaba en sus primeros experimentos. Pasado algún tiempo, lo mejoró —mejoró incluso el sistema de almacenaje Heechee— ya que fue capaz de combinar ambas técnicas y de crear las suyas propias. Los Difuntos jamás fueron capaces de pasar un test de Turing. Los trabajos de Essie Broadhead sí pudieron hacerlo al poco tiempo. También yo. |
Los Difuntos originales, continuó instruyéndoles el oficial de ventas, habían sido registrados bastante negligentemente, por desgracia; la transferencia de sus memorias y sus personalidades, desde el receptáculo húmedo y gris de sus cráneos a las cintas de datos cristalinos que los preservaron de la muerte, había sido llevada a cabo por manos inexpertas, que en primer lugar manejaban herramientas pensadas para una raza muy distinta. Por eso el almacenaje había sido tan imperfecto. La mejor manera de imaginar lo ocurrido era pensar que aquella transferencia había sido tan agitada en manos de gente tan inexperta que había logrado enloquecer a los Difuntos. Pero aquello ya no ocurría. Los procedimientos de registro eran actualmente tan refinados que la mente de cualquier fallecido podía mantener una conversación con sus descendientes tan hábilmente como cualquier persona viva. ¡Más, incluso! El «paciente» llevaba una vida activa en los bancos de datos. Podía experimentar tanto el Cielo de los Cristianos como el Paraíso Musulmán o el de los cientólogos, redondeados, respectivamente, por la presencia de ángeles, la de bellos adolescentes yaciendo sobre la hierba como perlas o con la mismísima presencia de L. Ron Hubbard. Si sus inclinaciones no eran de tipo religioso, podía experimentar aventuras (alpinismo, buceo a pulmón libre, esquí, vuelo sin motor, caída libre, Tai-Chi; todos ellos se encontraban entre las secciones más populares), o escuchar música de todo tipo, y en la compañía por él elegida... y, claro está, (el vendedor, no pudiendo determinar el grado de la relación entre Walthers y Yee-xing, dejó caer la información sin matices) sexo. Todo tipo de relaciones sexuales. Sin parar.
—Qué aburrimiento —dijo Walthers pensando en ello.
—Para usted y para mí —dio por sentado el vendedor—, pero no para ellos. No recuerdan con demasiada claridad las experiencias programáticas, ¿sabe usted? Hay un sistema de aceleración del olvido en lo tocante a esas actividades. Si usted habla hoy con alguien querido y vuelve dentro de un año y retoma la conversación en el punto en que la dejaron, él la recordará perfectamente. Pero las experiencias programadas se borran con rapidez de sus mentes; queda solamente el recuerdo de haber experimentado placer, ¿entiende? Por eso quieren experimentarlo constantemente.
—Qué horrible —dijo Yee-xing—. Audee, creo que es hora de volver al hotel.
—Todavía no, Janie. ¿Qué decía usted de hablar con ellos?
Los ojos del vendedor se iluminaron.
—Ciertamente. Algunos de ellos disfrutan hablando, hasta con extraños. ¿Disponen de un momento? Es muy sencillo, de verdad. —Mientras hablaba con ellos les guió hasta una consola de PV, consultó un listín de tapas aterciopeladas y tecleó una serie de números—. De hecho, he llegado a hacerme amigo de alguno de ellos —dijo con recato—. Cuando no hay demasiado trabajo, llamo a alguno en muchas ocasiones y pasamos un buen rato charlando... ¡Ah, Rex! ¿Cómo estás?
—Ah, pues muy bien —le contestó un señor maduro, bronceado y de buen aspecto que apareció en la pantalla de la PV—. Me alegro de verte. Me parece que no conozco a tus amigos —añadió, observando amistosamente a Walthers y a Yee-xing.
Si existe un modo ideal de que un hombre pase de cierta edad, era el suyo; conservaba todo su pelo y parecía que conservaba también todos sus dientes; su rostro mostraba arrugas al reírse, pero por lo demás estaba terso, y sus ojos eran cálidos y brillantes. Respondió con la mayor educación a las preguntas y, cuando le preguntaron qué estaba haciendo, encogió los hombros con modestia:
—Bueno, voy a cantar las Catulli Carmina con la orquesta de Viena. —Les guiñó un ojo—. La soprano es muy linda, y me parece que esas letras tan sexy se le han metido en el cuerpo a base de ensayar.
—Interesante —murmuró Walthers, mirándole. Pero Janie Yee-xing estaba menos encantada.
—No es nuestra intención mantenerle apartado de su música —dijo muy cortésmente—. Creo que sería mejor que nos marcháramos.
—Se quedarán —declaró con confianza Rex—. Siempre acaban quedándose.
Walthers estaba fascinado.
—Y dígame —le preguntó—, al hablar de compañía en su presente, eh, estado, ¿es que puede elegir la compañía que desea? ¿Incluso en el caso de que se trate de alguien vivo todavía?
La pregunta se la había dirigido al encargado de las ventas, pero Rex se le adelantó. Miraba con aire de inteligencia y con simpatía a Walthers.
—Cualquiera que yo desee —le dijo, asintiendo con la cabeza como si compartiera con él un secreto—. Vivo, muerto o imaginario. ¡Y, señor Walthers, hacen lo que uno quiere! —La figura se echó a reír—. Lo que siempre había dicho —añadió—, que lo que llamamos «vida» no es más que un entreacto antes de la vida real que a uno le dan aquí. ¡Lo que no entiendo es cómo la gente lo pospone durante tanto tiempo!
De hecho, Vida Nueva era una de las empresas menores, cuya propiedad se me conociera, de las que yo estaba más satisfecho, y no por el dinero que ganaba en ella. Cuando descubrimos que los Heechees eran capaces de almacenar memorias de personas fallecidas en máquinas, se encendió una lucecita. Bueno, le digo a mi buena esposa, si ellos pueden hacerlo, ¿por qué nosotros no? Bueno, me contesta mi buena esposa, no hay razón por la que no podamos hacerlo, Robin, desde luego que no; dame algo de tiempo para que pueda descifrar su método. Personalmente, no había tomado yo ninguna decisión al respecto de si quería que se hiciera conmigo, ni cómo ni cuando. Sin embargo, estaba más que seguro de que no quería que se hiciera con Essie, al menos no en aquellos precisos momentos, por lo que me alegré sobremanera de que la bala sólo le hubiera golpeado la nariz.
Bueno, algo más también. Por culpa de eso entramos en contacto con la policía de Rotterdam. El sargento de uniforme nos llevó hasta el brigadier, quien a su vez nos introdujo en su veloz coche y nos llevó, con las sirenas a todo trapo, hasta las oficinas de la administración de la policía, donde nos ofreció café. A continuación, el sargento Zuitz nos presentó a la inspectora Van Der Waal, una mujer de gran envergadura que llevaba puestas unas lentillas pasadas de moda que le hacían los ojos saltones. Su tarea se limitó a un Cómo lo siento por usted, Mijnheer, y un Espero que la herida no sea demasiado dolorosa, Mevrouw, mientras nos conducía escaleras arriba —¡escaleras!— al despacho del Comisario Lutzlek, un individuo del todo diferente. Bajito, delgaducho, rubio, con cara de chaval, por más que, para haber llegado a Comisario, debía de tener por lo menos cincuenta años. Era de esas personas capaces de darse de cabeza contra un muro hasta que una de dos: o cede el muro o se le abre la cabeza, pero incapaz de darse por vencido.
—Gracias por haber venido a la Stationsplein por lo de este jaleo.
—El accidente —dije yo.
—No. Desgraciadamente, nada de accidente. Si hubiera sido un accidente, habría sido asunto de la policía municipal y no nuestro. Éste es el motivo del siguiente interrogatorio, para el que les pedimos la máxima colaboración.
Le dije, para ponerle en su sitio:
—Nuestro tiempo es demasiado valioso como para malgastarlo en estas cosas.
No hubo manera.
—Su vida es más valiosa todavía.
—¡Por favor! A alguno de los soldados del desfile se le debe haber metido el dedo en el gatillo en plena demostración de habilidades y eso es todo.
—Mijnheer Broadhead —me dijo—, a ningún soldado se le metió el dedo en el gatillo por error; además, las armas no iban cargadas con balas de verdad, eso en primer lugar. En segundo lugar, los soldados no eran tales soldados; no son más que estudiantes a los que se contrata para que salgan en los desfiles, lo mismo que los guardas del palacio de Buckingham. En tercer lugar, el disparo no procedía del desfile.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque hemos encontrado el arma. —Su aspecto era terrible—. ¡En una taquilla de la policía! Todo esto me resulta bastante violento, Mijnheer, como podrá imaginarse. Había muchos policías extra movilizados a causa del desfile, y utilizaron una camioneta para cambiarse. El «policía» que disparó el arma era un desconocido para todos los demás, pero es que la mayoría procedían de unidades distintas. Al acabar el desfile, se apresuró a desaparecer, se vistió deprisa y al salir se dejó la taquilla abierta. Dentro, lo único que había era un uniforme, robado por supuesto, y el arma, y una fotografía de usted, no de la Mevrouw. Suya.
Se echó hacia atrás en su asiento y esperó. Su rostro de adolescente estaba tranquilo.
Yo no. Se tarda apenas un minuto en hacerse a la idea, cuando te dan la noticia de que hay alguien por ahí con la firme intención de matarte. Da miedo. No sólo el hecho de que se trate de tu muerte, cosa que da miedo por definición, y puedo dar testimonio del pánico que se siente cuando uno nota la muerte cercana, ya que en mi caso se trata de una experiencia repetida e inolvidable. Pero es que el asesinato no es una manera usual de morir.
—¿Sabe cómo me siento? —le dije—. ¡Culpable! Quiero decir, algo habré hecho de malo para que alguien quiera matarme.
—Exactamente, Mijnheer Broadhead. ¿Qué cree usted que puede haber sido?
—No tengo idea. Supongo que si dan con el hombre, darán con la respuesta. Me imagino que eso no debe ser tan difícil... Vamos, que habrá huellas dactilares o algo parecido, ¿no? Vi cámaras de reportajes, quizás alguien le sacara incluso una fotografía...
Suspiró.
—Por favor, Mijnheer, no trate de enseñarme a hacer mi trabajo. Todo eso se está teniendo presente, aparte de los densos interrogatorios a que se está sometiendo a quienes pudiesen haber visto al hombre, los análisis de sudor de la ropa y todos los demás sistemas de identificación. A mi entender, se trata de un profesional y, por consiguiente, dudo mucho que algo de lo que hagamos vaya a dar resultado. Así que mejor será enfocarlo desde otro ángulo. ¿Quiénes son sus enemigos y qué está haciendo en Rotterdam?
—Creo que no tengo enemigos. Rivales en los negocios, tal vez, pero ellos no asesinan a la gente —y como vi que seguía esperando pacientemente, proseguí—. En cuanto a qué estoy haciendo en Rotterdam, creo que es bien sabido. Entre mis intereses comerciales se hallan ciertas acciones que me permiten la explotación de algunos artefactos Heechees.
—Eso ya se sabe —me dijo algo menos tranquilo.
Me encogí de hombros.
—Por ello soy una de las partes en un proceso en el Palacio Internacional de Justicia.
El comisario abrió uno de los cajones de su escritorio, escudriñó algo en su interior, y lo cerró de golpe malhumorado.
—Mijnheer Broadhead —dijo—, ha tenido usted muchas reuniones aquí en Rotterdam no conectadas con ese proceso, sino, en cambio, con la cuestión del terrorismo. Al parecer, desearía usted que cesase.
—Eso lo queremos todos —pero el malestar que sentí en el vientre no era tan sólo por mis problemas intestinales. Y yo que pensaba que lo había llevado todo tan en secreto...
—Todos lo deseamos, pero usted está haciendo algo por ello, Mijnheer. Por lo tanto, creo que tiene usted enemigos en estos momentos. Los mismos enemigos que tenemos todos. Los terroristas —se puso en pie y nos indicó la puerta—. En consecuencia, mientras se halle usted dentro de mi jurisdicción, me encargaré de que tenga protección policial. Después de esto, sólo me cabe rogarle precaución, puesto que creo que se halla en peligro debido a ellos.
—Lo estamos todos —dije.
—Sí, pero un tanto al azar. Mientras que usted es un caso particular en estos momentos.
Nuestro hotel había sido construido en la época de las vacas gordas para turistas amigos de hacer grandes gastos y para la adinerada jet-set. Las mejores habitaciones las habían decorado de acuerdo con sus gustos. Que no siempre coincidían con los nuestros. Ni Essie ni yo mismo éramos partidarios de las yacijas de paja sobre tablas de madera, pero la dirección del hotel sacó aquel mobiliario de nuestra habitación y nos puso la cama como nosotros queríamos. Grande y redonda. Estaba deseoso de sacarle un buen provecho. No así al vestíbulo del hotel, que era de un tipo de arquitectura que yo odiaba: corredores de acceso con arcadas, más fuentes que Versalles, con tantos espejos que cuando uno miraba hacia arriba tenía la impresión de estar en el espacio exterior. Gracias al buen hacer del comisario, o en cualquier caso gracias al policía que nos asignó para que nos escoltara, se nos ahorró todo aquello. Nos deslizaron a través de una de las puertas de servicio hasta un acolchado ascensor que olía a la comida del servicio, y de éste a nuestra planta, en la que se habían producido cambios en la decoración. Justo enfrente de la puerta de nuestra habitación había una Venus alada de mármol, junto a la balaustrada. Ahora estaba en compañía de un individuo de aspecto perfectamente corriente bajo su traje azul, que deliberadamente evitaba mi mirada. Miré al policía que nos escoltaba. Me sonrió con embarazo, Hizo un gesto de asentimiento a su colega de la balaustrada y cerró la puerta tras de nosotros.