El Encuentro (6 page)

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Authors: Frederik Pohl

BOOK: El Encuentro
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Consiguió dormir cinco horas antes que Luqman le despertara para ordenarle un reconocimiento fotográfico de varios lugares poco claros, y cuando lo hubo hecho se le envió a que lanzara estacas por todo el terreno. No eran simples estacas de metal; eran geófonos, y tenían que ser instalados en una formación de varios kilómetros de longitud. Además, tenían que caer desde al menos veinte metros de altura para que penetraran a fondo en la superficie y para asegurarse de que quedaban derechos y sus lecturas eran fiables, y cada uno de ellos sólo contaba con dos metros a la redonda como margen de error para su situación. No le hizo ningún favor a Walthers señalar que ambas premisas se contradecían entre sí, razón por la cual no se sorprendió cuando los datos petrológicos de los vibradores demostraron ser inútiles. Revíselo, le dijo Luqman, y de esta manera Walthers tuvo que volver sobre sus pasos, a pie, extraer los geófonos y clavarlos de nuevo, a mano.

Él había firmado un contrato para hacer de piloto, pero Luqman parecía tener una visión más amplia del asunto. No fue solamente tener que pasearse con los geófonos. Un día le hicieron cavar en busca de las criaturas con forma de garrapata que constituían la versión peggysiana de las lombrices de tierra, pues aireaban el suelo. Al día siguiente le dieron una especie de rotor que se clavaba en el suelo, perforaba hasta una profundidad de varias decenas de metros y extraía muestras de la corteza. Le habrían hecho pelar patatas de haberlas comido, y de hecho intentaron hacerle cargar con la limpieza de los platos sucios, aceptando tan sólo, tras mucho regatear, hacerlo según un estricto orden rotatorio. (Pero Walthers advirtió que a Luqman el turno no parecía llegarle nunca.) No era que las tareas no fueran interesantes. Los bichos con forma de garrapata eran introducidos en un recipiente lleno de disolvente, y el caldo resultante se convertía en una mancha sobre una hoja de filtro electrofórico. Las muestras de corteza se introducían en pequeñas incubadoras de agua esterilizada, aire esterilizado y vapores de hidrocarburo esterilizados. En ambos casos se trataba de pruebas para hallar petróleo. Los bichos, al igual que las termitas, eran potentes excavadores. Parte del terreno a través del cual excavaban volvía a la superficie con ellos, y la electrofóresis determinaría qué era lo que habían traído consigo. Las incubadoras examinaban lo mismo pero de distinta forma. Peggy, como la Tierra, albergaba en su suelo microorganismos que podían vivir a base de una dieta de hidrocarburos puros. Por ello, si algo se desarrollaba «en las incubadoras, tenía por fuerza que ser autóctono, y no podría serlo de no contar con una base de hidrocarburos en el suelo de esa zona. En ambos casos se trataría de petróleo.

Pero para Walthers las pruebas eran, más que otra cosa, pesadeces que paralizaban su trabajo, y la única tregua consistía en que le enviasen de vuelta a la nave con el magnetómetro o a lanzar más estacas. Tras los tres primeros días se retiró a su tienda a examinar la copia de su contrato para asegurarse de que le podían pedir que hiciera todo aquello. Podían. Tendría que decirle cuatro cosas a su agente cuando volviera a Port Hegramet; a los cinco días reconsideró esta posibilidad. Parecía más atractivo matar a su agente... Pero todas aquellas idas y venidas en la nave tuvieron un efecto beneficioso. A los ocho días del inicio de la expedición que había de durar tres semanas, Walthers informó fríamente al señor Luqman de que se estaba quedando sin combustible y de que tendría que volar de regreso a la base para conseguir más hidrógeno.

Al llegar al pequeño apartamento, lo encontró a oscuras; pero estaba en orden, lo que constituía una agradable sorpresa: Dolly estaba en casa, lo que era todavía más agradable; y aún más, estaba zalamera, obviamente encantada de verle.

Fue una tarde perfecta. Hicieron el amor; Dolly preparó algo de cena; volvieron a hacer el amor, y a medianoche se sentaron en la cama deshecha, con las espaldas apoyadas en las almohadas y las piernas estiradas ante ellos, con las manos entrelazadas y compartiendo una botella de vino de Peggy.

—Me gustaría que me llevaras contigo —le dijo Dolly cuando acabó de contarle cómo le iba con el chárter de New Delaware. Dolly no le miraba abiertamente, sino que se probaba perezosamente cabezas de marionetas en su mano libre, con expresión tranquila.

—Es imposible, cariño —rió él—. Eres demasiado bonita para que te lleve a los páramos con cuatro árabes calentorros. Mira, la verdad es que ni yo mismo me siento demasiado seguro.

Ella levantó la mano, con la expresión todavía tranquila. La marioneta que sostenía esta vez era una cara infantil de patillas luminosas, de un rojo brillante. La boca rosada se abrió y la voz infantil susurró:

—Wan dice que son fieros de verdad. Dice que hubieran sido capaces de matarlo sólo por discutir de religión con ellos. Dice que creyó que iban a matarlo.

«Oh». Walthers cambió de postura pues la almohada dejó de parecerle tan cómoda. No llegó a formular la respuesta que tenía en mente, o sea Oh, así que has estado viendo a Wan, ¿no?, porque hubiera podido dar la impresión de que estaba celoso. Sólo dijo: ¿Cómo está Wan?, pero la primera pregunta estaba implícita en ésta, y ambas fueron contestadas. Wan estaba mucho mejor. El ojo de Wan casi no estaba morado ya. Wan tenía una nave fantástica en órbita, una Cinco Heechee, pero era de su propiedad exclusiva y había sido modificada; eso decía él; ella no la había visto. Claro está. Wan había dejado entrever que parte del equipamiento era antigua maquinaria Heechee, conseguida tal vez de manera un tanto poco honesta. Wan había dejado entrever que había mucha maquinaria que nunca era declarada porque la gente que la encontraba no quería pagar los correspondientes royalties a la Corporación de Pórtico, ¿sabes? Wan creía tener derecho a hacerlo, de veras, porque había tenido aquella vida tan increíble, criado casi por los mismísimos Heechees...

Sin Walthers quererlo, la pregunta implícita se exteriorizó.

—Parece que te has visto a menudo con Wan —acertó a decir intentando sonar despreocupado, pero al oír su propia voz vio que no era así.

De hecho, no estaba tranquilo; estaba preocupado o enfadado, más enfadado que preocupado, en realidad, porque... ¡carecía de sentido! Wan era ciertamente poco atractivo y poco amable. Por supuesto, era rico, y también mucho más cercano que él a la edad de Dolly...

—Oh, cariño, no estés celoso —dijo Dolly con su propia voz, sonando, si a alguna cosa, a complacida; lo que, de algún modo tranquilizó a Walthers—. De todas formas va a irse muy pronto, ¿sabes? No quiere estar aquí para cuando llegue el transporte, y en estos momentos está fuera ordenando que le preparen las provisiones para el próximo viaje. Es por lo único que vino aquí. —Levantó la mano con la marioneta y la voz infantil del muñeco canturreó—: ¡Juni-or está celoso de Do-lly, Juni-or está celoso de Do-lly!

—No estoy celoso —contestó instintivamente, para luego admitir—: Sí lo estoy. No me lo reproches, Dolly.

Ella se movió en la cama hasta ponerle los labios cerca de la oreja, y él sintió su cálido aliento murmurándole con la voz de la marioneta:

—Prometo no hacerlo, señor Júnior, pero me encantaría que usted...

Y lo que se dice ir, la reconciliación fue la mar de bien, si se exceptúa que justo en mitad del cuarto asalto, quedó interrumpida por el gruñido del timbre del piezófono.

Walthers dejó que sonara quince veces, lo suficiente para acabar lo que tenía entre manos, aunque no tan cuidadosamente como había sido su intención. Resultó ser el oficial de guardia desde el aeropuerto.

—¿Llamo en mal momento, Walthers?

—Limítate a decirme qué es lo que quieres —dijo Walthers tratando de evitar que el oficial se diera cuenta de que aún le costaba trabajo respirar.

—Bien, alto y claro, Audee. Hay un grupo de seis con escorbuto, cuadrante siete tres pe, las coordenadas son un tanto confusas pero tienen una frecuencia de radio. Es todo lo que tienen. Les llevas un doctor, un dentista, y una tonelada de vitamina C, para llegar allí al alba. Lo que significa que tienes que despegar como más tarde dentro de una hora y media.

—¡Demonios, Carey! ¿No puedes esperar?

—Sólo si quieres dejarlos morir. Están mal de verdad. El pastor que los encontró dice que dos de ellos no pasarán de esta noche.

Walthers maldijo para sí, miró a Dolly con aire culpable y a continuación empezó a recoger sus cosas con reticencia.

Cuando Dolly habló, no fue con la voz del muñeco:

—Júnior, ¿cuándo volveremos a casa?

—Ésta es nuestra casa —dijo, tratando de quitarle hierro al asunto.

—¡Por favor, Júnior!

El rostro relajado se había puesto tenso, y la máscara de marfil estaba impasible, pero él pudo detectar la tensión en su voz.

—Dolly, cariño —le dijo—, no hay nada allí para nosotros. Es por lo que la gente como nosotros viene aquí, ¿recuerdas? Ahora tenemos un planeta nuevo, entero... Mira, esta misma ciudad va a ser más grande que Tokio, más moderna que Nueva York; van a poner seis nuevos transportes en un par de años, lo sabes, y un acelerador Lufstrom en lugar de las viejas lanzaderas...

—¿Pero cuándo? ¿Cuando sea vieja?

No había ninguna razón que justificara el tono de conmiseración de su voz, pero allí estaba de todas formas. Walthers tragó saliva, inspiró profundamente y trató de resultar amable.

—Mi querida piernas largas —dijo—, tú no serás vieja ni a los noventa años.

No hubo respuesta.

—¡Oh, cariño! —siguió conciliador— ¡Las cosas van a mejorar! Van a empezar a construir una factoría alimentaria en nuestra propia Oort muy pronto. ¡Es incluso probable que empiecen el año próximo! Han llegado a prometerme un puesto de piloto en la constructora...

—¡Vaya, fantástico! Así que en lugar de pasarte fuera de casa un mes te pasarás un año. Y mientras tanto yo tendré que pudrirme en este poblacho sin ni siquiera un programa decente con el que hablar.

—Habrá programas...

—¡Me habré muerto antes!

Estaba ahora completamente despierto ya. Los gozos de la noche se habían desvanecido por completo.

—Mira —le dijo—, si no te gusta estar aquí no tenemos por qué quedarnos. Hay más lugares en Peggy que Port Hegramet. Podemos salir al campo abierto, despejar algo de tierra, levantar una casa...

—¿Y criar niños fuertes, fundar una dinastía? —La voz de Dolly estaba llena de desprecio.

—Bueno... sí, algo así, me imagino.

Ella se dio la vuelta en la cama.

—Dúchate —le aconsejó—. Hueles a haber estado jodiendo.

Y mientras Audee Walthers, Jr., se duchaba, una criatura que se parecía bastante poco a las marionetas de Dolly (aunque una de ellas se suponía que lo representaba) veía por primera vez en treinta y un años sus primeras estrellas nuevas; y mientras tanto, uno de los seis prospectores enfermos dejaba de respirar, para alivio del pastor que, la cabeza apartada, trataba de auxiliarle; y mientras tanto había disturbios en la Tierra y morían cincuenta y un colonos en un planeta a más de ochocientos años luz...

Y mientras tanto, Dolly había tenido tiempo de levantarse a hacerle café y dejárselo sobre la mesa. Se había vuelto a la cama, en la que quedó, o pretendió haberse quedado, profundamente dormida mientras él se tomaba el café y cruzaba la puerta al marcharse.

Cuando observo a Audee, desde esta grandísima distancia que nos separa a ambos, me entristece tener que decir que me parece un fracasado. No lo era, en realidad. Era una persona más que admirable. Era un piloto de primera clase, físicamente era bravo, hosco, duro de verdad cuando tenía que serlo, amable cuando le daban la oportunidad de demostrarlo. Supongo que, desde el interior de cada cual, todos parecemos fracasados, y está claro que es desde dentro desde donde yo le observo ahora, desde dentro a mucha distancia, o desde fuera, depende de qué plano de la geometría se elija para aplicarlo a esta metáfora. (Puedo oír suspirar al viejo Sigfrid, «¡Ay, Robín, esas digresiones!», pero él nunca ha sido ampliado.) Lo que trato de decir es que todos tenemos áreas de fracaso. Sería más delicado llamarles áreas de vulnerabilidad, y lo único que le pasaba a Audee es que era extremadamente vulnerable en lo tocante a Dolly.

Pero el fracaso no era el estado habitual en el caso de Audee. Durante las horas que siguieron se comportó de la mejor manera que se le podía pedir a cualquiera: lleno de recursos, infatigable, auxilió a los necesitados. Tenía que hacerlo así.

El mundo de Peggy escondía algunas trampas bajo su apacible fachada.

Supongo que se dan cuenta de que el «fracaso» del que se está excusando Robin aquí no es el de Audee Walthers. Robin no era ningún fracasado, pero sentía la necesidad, de cuando en cuando, de reafirmarse en la convicción de que no lo era. ¡Son tan extraños los humanos!

Teniendo en cuenta cómo suelen ser los planetas distintos a la Tierra, Peggy era una joya. Su aire podía respirarse. Podía sobrevivirse al clima. La flora no acostumbraba a ser peligrosa y la fauna era sorprendentemente mansa. Bien, no exactamente mansa. Más bien estúpida. Walthers se preguntaba a veces qué era lo que los Heechees habían visto en Peggy. El hecho era que a los Heechees se les suponía interesados en las formas de vida inteligentes —no exactamente que las hubieran encontrado en abundancia— y ciertamente no abundaban en el mundo de Peggy. El animal más inteligente era un depredador del tamaño de un zorro y de la velocidad de un topo. Poseía el mismo coeficiente intelectual que una gallina, cosa que demostraba el hecho de ser su propio peor enemigo. Sus presas eran todavía más torpes y lentas, por lo que siempre tenía la comida asegurada, y la causa de su muerte era, por antonomasia, la muerte por ahogamiento causada por partículas de comida, que se producía cuando intentaba devolver después de haber comido demasiado. Los seres humanos podían alimentarse de ese depredador, y de la mayoría de sus presas, y en general, de la mayoría de seres vivos... siempre que se tuviera cuidado.

Los prospectores de uranio, harapientos y descuidados, no habían extremado las precauciones. Cuando el violento sol tropical estalló sobre la jungla y Walthers detuvo su aparato en el claro más cercano, uno de ellos había muerto por eso.

El equipo médico no podía malgastar su tiempo con el fallecido, por lo que se apiñaron en torno de los cinco a los que quedaba apenas un soplo de vida y enviaron a Walthers a que cavara una tumba. Durante un momento abrigó la esperanza de descargar la tarea sobre los pastores, pero sus rebaños estaban desbandados por todas partes. Tan pronto como les dio la espalda, los pastores hicieron lo propio.

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