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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (15 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—No hay en Siluria druida alguno —gruñó Merlín—, no que merezca tal nombre, al menos.

—Aquellos que se llaman a sí mismos druidas, pues —respondió Galahad con tono resignado—. Hay dos a los que aprecia particularmente y a los que paga por lanzar maldiciones.

—¿Contra mí? —pregunté al tiempo que rozaba el hierro de la empuñadura de Hywelbane.

—Entre otros —respondió Galahad, y miró a Ceinwyn santiguándose—. Ya olvidará, con el tiempo —añadió con intención de tranquilizarnos.

—Olvidará cuando muera, y aun entonces cruzará el puente de espadas con el rencor a cuestas —dijo Merlín estremeciéndose, no por temor a la enemistad de Lancelot, sino por el frío—. ¿Quiénes son esos supuestos druidas a los que tanto aprecia?

—Los nietos de Tanaburs —le informó Galahad.

Una mano helada me aprisionó el corazón. Yo había matado a Tanaburs y, aunque tenía derecho a arrebatarle el espíritu, cualquiera que matara a un druida era un necio temerario, y la maldición que Tanaburs pronunció al morir todavía planeaba sobre mi cabeza.

Al día siguiente proseguimos el camino a paso lento a causa de Merlín. Él insistió en que se encontraba bien y no necesitaba ayuda, pero su paso era vacilante, tenía el rostro macilento y ojeroso y respiraba entrecortadamente. Teníamos idea de superar el último puerto antes del anochecer, pero nos hallábamos aún en la subida cuando empezó a desvanecerse la luz, aquel breve día. El Sendero Tenebroso había serpenteado cuesta arriba toda la tarde, aunque llamarlo sendero era casi una ironía, pues apenas era una vereda escarpada y pedregosa que cruzaba una y otra vez un arroyo helado jalonado por saltos de agua en los que proliferaban gruesos carámbanos de hielo. Las jacas resbalaban de continuo y en ocasiones se negaban a avanzar; más que conducirlas, habríase dicho que las arrastrábamos, pero cuando los últimos destellos de luz desaparecían por el oeste, coronamos el puerto, y vi, punto por punto, lo que había visto en el escalofriante sueño de la cima de Dolforwyn, el mismo frío y la misma desolación, pero sin el espectro negro que en la pesadilla me cerraba el paso. A partir de allí, el Sendero Tenebroso descendía abruptamente hasta el estrecho llano costero de Lleyn y luego se dirigía por el norte hasta la playa.

Más allá, surgía del mar Ynys Mon.

Era la primera vez que contemplaba la isla sagrada. Toda mi vida había oído hablar de ella, conocía su poder y lamentaba el saqueo a que la sometieron los romanos en el Año Negro, pero tan sólo la había visto en aquel sueño. Lo que vi aquel anochecer de invierno no se asemejaba en nada a la maravillosa visión. La gran isla, lejos de estar bañada por el sol, apareció ensombrecida por las nubes, oscura y siniestra, impresión que subrayaba el tétrico destello de las negras oquedades que horadaban las lomas más bajas. La nieve apenas la cubría, pero un mar gris y miserable batía los rocosos acantilados ribeteándolos de blanco. Caí de hinojos a la vista de la isla, al igual que todos mis compañeros excepto Galahad, que por último también hincó una rodilla respetuosamente. Como cristiano que era, a veces soñaba con ir a Roma e incluso a la lejana Jerusalén, si es que tal lugar existía. Ynys Mon, cuyo sagrado suelo teníamos delante, era nuestra Roma y nuestra Jerusalén.

Habíamos traspasado la línea imaginaria de la frontera y estábamos en Lleyn; las escasas construcciones del llano costero eran propiedad de Diwrnach. Los campos estaban salpicados de nieve y salía humo de las cabañas, pero nada humano parecía habitar aquel sombrío espacio, y creo que todos pensábamos en el modo de llegar desde tierra firme hasta la isla.

—Hay barqueros en el estrecho —dijo Merlín, como si hubiera leído nuestros pensamientos. Sólo él, de entre todos, había estado en Ynys Mon, pero de eso hacía muchos años, mucho antes de saber que la olla mágica aún existía, en los días en que Leodegan, el padre de Ginebra, gobernaba el país, antes de que los terribles barcos de Diwrnach llegaran desde Irlanda y expulsaran del reino a Leodegan y a sus hijas, cuya madre ya había muerto por entonces—. Por la mañana —dijo Merlín— bajaremos a la costa y pagaremos a los barqueros. Cuando Diwrnach sepa que hemos llegado a sus tierras, ya nos habremos ido.

—Nos seguirá a Ynys Mon —dijo Galahad en tono nervioso.

—Y una vez más ya habremos marchado —aseguró Merlín, y estornudó.

Parecía haber contraído un lamentable enfriamiento. Moqueaba, tenía las mejillas pálidas y, de tanto en tanto, se estremecía incontrolablemente, pero sacó unas polvorientas hierbas de una pequeña bolsa de cuero y las tragó con un puñado de nieve derretida, tras lo cual anunció que estaba en perfectas condiciones.

A la mañana siguiente había empeorado. Tuvimos que pasar la noche en una hendidura entre las rocas, no osamos prender lumbre a pesar del encantamiento de invisibilidad que Nimue había obrado con un cráneo de hurón que había encontrado por la mañana en el camino. Los centinelas vigilaron el llano costero, en el que tres pequeñas fogatas denunciaban la presencia de vida, mientras el resto, apretujados en la profunda grieta rocosa, temblábamos, maldecíamos el frío y suspirábamos por que llegara el amanecer. Cuando por fin llegó, con una luz macilenta y vacilante, la lejana isla parecía más oscura y amenazadora si cabe. Pero el encantamiento de Nimue debió de surtir efecto pues no avistamos lancero alguno apostado al final del camino.

Merlín temblaba constantemente y estaba muy débil para caminar, de modo que lo cargaron entre cuatro lanceros en una litera amañada con lanzas y capas, e iniciamos el lento y trabajoso descenso hasta los primeros árboles, escuálidos y doblegados por el viento, de las tierras de Lleyn. El camino se hundía y los surcos de tierra discurrían, duros y helados, entre robles jorobados, acebos raquíticos y minúsculos campos descuidados. Merlín gemía entre temblores, e Issa propuso volver atrás.

—Cruzar de nuevo las montañas sería su muerte —sentenció Nimue—. Sigamos.

Llegamos a una bifurcación donde encontramos la primera señal de Diwrnach, un esqueleto atado con cuerdas de crin de caballo y colgado de un poste, de manera que los huesos secos chocaban entre sí y repiqueteaban al viento de poniente. Bajo los huesos humanos, habían clavado tres cuervos en el poste y Nimue olió los cadáveres ya rígidos para averiguar la clase de magia que había sido imbuida en sus muertes.

—¡Orina! ¡Orina! —consiguió decir Merlín desde la litera—. ¡Aprisa, muchacha! ¡Orina! —Tosió con horribles espasmos y luego volvió la cabeza a un lado para arrojar un esputo en la zanja—. ¡No moriré! ¡No moriré! —dijo para sí y se recostó mientras Nimue se acuclillaba junto al poste—. Sabe que estamos aquí —me advirtió luego.

—¿Está aquí? —le pregunté agachándome junto a él.

—Hay alguien. Ten cuidado, Derfel. —Cerró los ojos y suspiró—. ¡Qué viejo soy! —exclamó débilmente—. ¡Qué viejo! Estamos rodeados de maldad. —Sacudió la cabeza—. Llévame a la isla, nada más. Si alcanzamos la isla, la olla todo lo sanará.

Nimue se levantó y esperó a ver de qué lado se decantaba el vapor de la orina; el viento lo llevó al ramal derecho de la bifurcación y decidió así nuestro camino. Antes de ponernos en marcha, Nimue se acercó a una de las jacas y buscó una bolsa de cuero, de la que sacó un puñado de dardos de elfo y piedras de águila y las distribuyó entre los lanceros.

—¡Os protegerán! —explicó al tiempo que ponía una piedra de serpiente en la litera de Merlín—. ¡Adelante! —nos ordenó.

Caminamos durante toda la mañana, lentamente, pues acarreábamos a Merlín. A nadie vimos, y tal ausencia de vida llenó de aprensivo temor a mis hombres, pues parecía que hubiéramos llegado al país de los muertos. En las márgenes del camino crecían acebos y serbales y en las ramas se posaban zorzales y petirrojos, pero no había rastro de vacas, ovejas u hombres. Columbramos un poblado, del que salía un hilillo de humo, pero quedaba lejos y no parecía que vigilaran desde el muro que lo rodeaba.

Sin embargo, en aquella tierra muerta había hombres. Lo supimos cuando nos detuvimos a descansar en un pequeño valle por el que discurría perezosamente un arroyo, entre márgenes heladas y a la sombra de un bosquecillo de robles negros, raquíticos y doblegados por el viento. Descansamos bajo las espesas ramas, cubiertas por un delicado dibujo de hielo, hasta que Gwilym, el lancero que vigilaba la retaguardia, me llamó.

Me acerqué al lindero del bosquecillo y vi una hoguera encendida al pie de las montañas. Aunque no se percibían las llamas, un denso humo gris se arremolinaba furiosamente antes de que lo arrastrara el viento de poniente. Gwilym señaló hacia el humo con la hoja de la lanza y escupió para alejar el mal que contuviera.

—¿Una señal? —preguntó Galahad, que en aquel momento ya estaba junto a mí.

—Probablemente.

—¿Quiere decir que saben dónde estamos? —dijo, y se santiguó.

—Lo saben —dijo Nimue, que acababa de acercarse. Llevaba el pesado báculo negro de Merlín y era la única que parecía bullir de energía en aquel paraje frío y tétrico. Merlín estaba enfermo, al resto nos paralizaba el miedo, pero cuanto más nos adentrábamos en las negras tierras de Diwrnach, más ardiente se tornaba Nimue. Nos aproximábamos a la codiciada olla y la cercanía prendía fuego en sus entrañas.

—Nos vigilan —dijo.

—¿Podrías escondernos? —le pregunté, deseoso de que nos hiciera pasar desapercibidos una vez más.

—Estamos en tierra ajena y otros dioses ostentan el poder aquí —dijo negando con la cabeza, y frunció el ceño al ver que Galahad hacía la señal de la cruz por segunda vez—. Tu dios crucificado no derrotará a Crom Dubh.

—¿Está aquí? —pregunté sin poder ocultar mi miedo.

—Sino él, otro como él —dijo.

Crom Dubh era el dios negro, un ser deforme y malévolo que provocaba terribles pesadillas. Se decía que los otros dioses evitaban a Crom Dubh, lo que significaba que estábamos a su merced.

—Estamos condenados —afirmó categóricamente Gwilym.

Nimue le espetó:

—¡Necio! Sólo nos condenaremos si no damos con la olla, en cuyo caso, todo estaría perdido de todos modos. ¿Vas a quedarte mirando el humo todo el día? —me preguntó.

Continuamos la marcha. Merlín ya tío podía hablar y, aunque lo abrigamos con varias capas de pieles, los dientes le castañeteaban sin parar.

—Está agonizando —me dijo Nimue sin aspavientos.

—Entonces, debemos buscar un refugio y encender fuego —dije.

—¿Para estar calentitos mientras nos asesinan los lanceros de Diwrnach? —se mofó de la propuesta—. Agoniza porque se aproxima a su sueño y porque hizo un trato con los dioses.

—¿Ofreció su vida por la olla? —preguntó Ceinwyn, que caminaba a mi lado.

—No exactamente. Pero mientras os instalabais en vuestra casita —añadió en tono sarcástico—, fuimos a Cadair Idris. Allí ofrecimos un sacrificio, el sacrificio antiguo, y Merlín ofreció su vida, no por la olla sino por la búsqueda. Si encontramos la olla, vivirá, pero si fracasamos, morirá y el cuerpo de sombra del sacrificado tendrá poder sobre el espíritu de Merlín eternamente.

Sabía en qué consistía el sacrificio antiguo, pero no había oído que aún se hiciera en nuestro tiempo.

—¿Quién fue el sacrificado? —pregunté.

—No lo conoces. Ninguno de nosotros lo conocía. Un hombre cualquiera —respondió Nimue sin darle importancia—. Pero su espectro está aquí vigilándonos y desea que fracasemos. Codicia la vida de Merlín.

—¿Qué ocurriría si Merlín muriera de todos modos? —pregunté.

—¡No morirá, estúpido! No, si encontramos la olla.

—Si la encuentro yo —dijo Ceinwyn nerviosamente.

—Lo harás —la tranquilizó Nimue.

—¿Cómo?

—Soñarás —dijo Nimue— y tu sueño nos conducirá a la olla.

Cuando llegamos al estrecho que separaba la isla de tierra firme, comprendí que Diwrnach también deseaba que la encontráramos. Las señales de humo nos confirmaron que sus hombres nos vigilaban, pero no se habían dejado ver ni habían intentado impedirnos el avance, lo cual indicaba que Diwrnach conocía nuestra misión y quería que lo consiguiéramos para quedarse luego él con la olla mágica. No podía haber otra razón por la que nos facilitara el camino hasta Ynys Mon.

El brazo de mar que nos separaba de la isla no era ancho, pero las turbulentas aguas grises barrían el canal de lado a lado formando espumosos remolinos que lo arrastraban todo mar adentro. Las corrientes se hacían rápidas en los pasos más angostos, se agolpaban en sombríos remolinos y estallaban de forma tumultuosa al chocar con las rocas sumergidas, pero el mar no era tan pavoroso como la orilla opuesta, tan descarnadamente vacía, oscura y lóbrega que se diría que nos esperase dispuesta a sorbernos el espíritu. Me estremecí a la vista de la lejana ladera herbosa y me vino a la memoria el día negro, cuando los romanos se plantaron en la misma costa rocosa que nosotros frente a la playa isleña, rebosante de druidas que gritaban maldiciones terribles contra los soldados extranjeros. Pero los maleficios no surtieron efecto, los romanos cruzaron el brazo de mar e Ynys Mon murió. Pero en aquel momento, éramos nosotros los que estábamos allí, en un último y desesperado intento de volver al pasado deshaciendo el ovillo de los siglos de tristeza y penurias, para restaurar en Britania el estado de bendición anterior a la llegada de los romanos. Sería la Britania de Merlín, una Britania de los dioses, libre de sajones, abundante en oro, salones de festejos y milagros.

Caminamos en dirección este, hacia la zona más estrecha del canal y, tras rebasar una roca saliente
y
bajo la silueta de una fortaleza de adobe abandonada, encontramos dos barcas varadas entre los guijarros de una pequeña ensenada. Una docena de hombres esperaba entre las barcas, casi como si hubieran previsto nuestra llegada.

—¿Son los barqueros? —me preguntó Ceinwyn.

—Los remeros de Diwrnach —dije, y rocé el hierro de la empuñadura de Hywelbane—. Quieren que crucemos.

Me asustaba el hecho de que el rey nos facilitara tanto las cosas. Aquellos hombres de cuerpo robusto y mirada dura, con las barbas y las gruesas ropas de lana salpicadas de escamas, no parecían temernos. No llevaban más armas que los cuchillos de limpiar pescado y los arpones. Cuando Galahad les preguntó si habían visto a los lanceros de Diwrnach, se encogieron de hombros como si sus palabras carecieran de sentido para ellos, pero luego Nimue se dirigió a ellos en su irlandés nativo y respondieron amablemente. Dijeron no haber visto ningún Escudo Sangriento y le advirtieron que habíamos de aguardar a la pleamar para cruzar, pues sólo entonces sería prudente la travesía.

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