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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (18 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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Y así salió a la luz la olla perdida de Clyddno Eiddyn.

Era un gran caldero, de la anchura de un hombre con los brazos extendidos y profundo como la hoja de un machete de caza. Las gruesas paredes eran de plata rugosa, se apoyaba sobre tres cortas patas de oro y estaba decorada con profusas tracerías del mismo metal. En el borde le habían soldado tres argollas de oro para colgarlo sobre una chimenea. Habíamos arrancado de su tumba de piedras el mayor tesoro de Britania. Vi que las filigranas de oro representaban guerreros, dioses y ciervos, pero no tuvimos tiempo de admirarla más pues Nimue procedió a vaciar frenéticamente las últimas piedras; después la colocó de nuevo en el agujero, se acercó a Merlín y lo despojó de las pieles negras.

—¡Ayudadme! —gritó, y juntos arrastramos al anciano hasta el pozo y lo introdujimos en la panza del gran caldero de plata. Nimue le dobló las piernas hasta metérselas dentro, lo cubrió con una capa y sólo entonces reposó contra las grandes piedras.

—Está muerto —dijo Ceinwyn con voz débil y temerosa.

—No —insistió Nimue ya sin fuerzas—, no, no lo está.

—¡Estaba frío! —replicó Ceinwyn—. Estaba frío y no respiraba. —Se abrazó a mí y empezó a llorar suavemente—. Ha muerto.

—Vive —insistió Nimue con tono áspero.

Empezó a llover de nuevo, una llovizna punzante que el viento traía, que hacía brillar las piedras y formaba figuras de abalorios en las ensangrentadas cuchillas de las lanzas. Merlín seguía cubierto e inmóvil en el fondo de la olla, mis hombres vigilaban al enemigo por encima de las piedras grises, los jinetes negros nos rodeaban y yo me preguntaba qué clase de locura nos había arrastrado hasta aquel paraje desolado del negro y frío confín de Britania.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Galahad.

—Esperar —le espetó Nimue—, sólo esperar.

Nunca olvidaré el frío de aquella noche. La helada escarchaba las rocas y el acero de las lanzas estaba tan frío que quemaba la piel con sólo tocarlo. Era un frío glacial. La llovizna se convirtió en nieve al anochecer, luego paró; el viento amainó llevándose las nubes hacia el este y el cielo quedó despejado, con una enorme luna llena en medio del mar. Era una luna portentosa, una gran esfera de plata empañada por la gasa de una nube distante que flotaba sobre un océano poblado de olas negras y plateadas. Jamás había visto estrellas tan brillantes. El magnífico carro de Bel destellaba sobre nuestras cabezas, eternamente a la caza de la constelación que llamábamos la Trucha. Los dioses moraban entre los astros y les envié una plegaria volando por el aire helado con la esperanza de que alcanzara los brillantes y remotos puntos de fuego.

Algunos dormitaban, pero era el sueño inquieto de unos hombres agotados, ateridos y llenos de miedo. Nuestros enemigos, que nos rodeaban a punta de lanza, encendieron hogueras. Sus jacas acarreaban leña; grandes lenguas de fuego ardieron en la noche lanzando al cielo claro chisporroteantes pavesas.

Nada se movía en el pozo de la olla donde Merlín reposaba envuelto en un manto, a la sombra del saliente rocoso que ocultaba la luna y desde el que, por turnos, vigilábamos las siluetas de los jinetes recortadas contra el resplandor de las hogueras. De tanto en tanto, volaba una larga lanza en la noche y la punta brillaba a la luz de la luna, pero todas se estrellaron inútilmente contra las rocas.

—¿Qué hay que hacer ahora con la olla? —pregunté a Nimue.

—Nada, hasta Samain —respondió en tono sombrío. Yacía acurrucada entre la pila de bultos arrojados al descuido en la hondonada, con los pies apoyados en los cantos que con tanta desesperación habíamos escarbado para abrir el pozo—. Todo debe hacerse correctamente, Derfel. La luna ha de estar llena, el tiempo propicio y los trece tesoros deben estar reunidos.

—Habladme de los tesoros —dijo Galahad desde el otro extremo de la hondonada.

—¿Para que te burles de nosotros, cristiano? —le contestó Nimue con rabia tras escupir a un lado.

—Son millares las personas que se burlan de vosotros, Nimue —replicó Galahad sonriendo—. Dicen que los dioses están muertos y que deberíais creer en los hombres. Dicen que deberíamos seguir a Arturo y creen que las ollas, mantos, cuchillos y cuernos que buscáis no son sino disparates que murieron con la caída de Ynys Mon. ¿Cuántos reyes de Britania os han enviado hombres para apoyar esta búsqueda? —Cambió de posición buscando mejor acomodo en aquella fría velada—. Ninguno, Nimue, ninguno —prosiguió—, porque se burlan de vosotros. Dicen que ya es tarde. Los romanos lo cambiaron todo y los prudentes opinan que vuestra olla está más acabada que Ynys Trebes. Los cristianos os consideran sicarios del maligno, pero este cristiano, querida Nimue, ha venido hasta aquí con su espada y, aunque sólo sea por eso, me debéis, cuando menos, cortesía.

Nimue no estaba acostumbrada a las reprimendas, excepto acaso a las de Merlín, y se puso rígida ante el suave reproche de Galahad, pero finalmente, cedió.

—Los tesoros —comenzó— nos fueron entregados por los dioses hace mucho tiempo, cuando Britania era casi lo único del mundo. No había más tierras que Britania, y un ancho mar siempre cubierto de espesa niebla. Por entonces eran doce las tribus britanas, doce reyes, doce salones de festejos y sólo doce dioses. Aquellos dioses vivían en la tierra, como nosotros, y uno de ellos, Bel, llegó incluso a desposar a una humana. Esta dama —dijo señalando a Ceinwyn, que escuchaba tan ávidamente como cualquier lancero— desciende de aquel matrimonio.

Se oyó un grito procedente del anillo de hogueras y Nimue se detuvo, pero no parecía haber amenaza alguna, la noche volvió a quedar en silencio y Nimue retomó el hilo del relato.

—Pero otros dioses sintieron celos de los doce que gobernaban Britania y bajaron de las estrellas con el propósito de arrebatársela, y las encarnizadas batallas hicieron sufrir a las doce tribus. Una lanza arrojada por un dios mataba a un centenar de personas y no había en la tierra escudo que detuviera las espadas divinas. Entonces, los doce dioses, puesto que amaban a Britania, entregaron doce tesoros a las doce tribus. Cada tesoro debía guardarse en una fortaleza real y su presencia impedía que las lanzas de los dioses cayeran allí o hirieran a sus ocupantes. No eran tesoros de valor, pues si los dioses nos hubieran entregado regalos suntuosos, las otras divinidades los habrían visto, habrían adivinado su propósito y los habrían robado para su propia protección. Así pues, los doce regalos eran objetos comunes: una espada, una cesta, un cuerno, un carro, un cabestro, un cuchillo, una piedra de amolar, una cota con mangas, un manto, un plato, un tablero de dados y un aro de guerrero. Doce enseres ordinarios, y lo único que los dioses nos pidieron fue que los reverenciáramos, que los conserváramos y los honráramos; a cambio, además de disfrutar de la protección de los tesoros, cada tribu podía utilizar su regalo para invocar a su dios. Se les permitía una invocación al año, sólo una, pero era suficiente para que las tribus adquirieran cierto poder en la terrible guerra de los dioses.

Hizo una pequeña pausa y se arropó mejor los delgados hombros entre las pieles.

—Cada tribu poseía un tesoro —continuó—, pero Bel amaba tanto a su esposa humana que le dio otro regalo, el trigesimoprimero. Le ofreció la olla mágica y le dijo que siempre que empezara a envejecer, sólo tenía que llenarla de agua y sumergirse para recobrar la juventud, y así podría caminar junto a Bel en toda su belleza eternamente. La olla, como habéis visto, es magnífica, de plata y oro, más hermosa que cuanto puedan forjar manos humanas. Pero tal tesoro despertó la envidia de las otras tribus y así estallaron las guerras de Britania. Los dioses contendían en el cielo y las tribus, en la tierra, y uno tras otro los tesoros fueron capturados o trocados por lanceros, y los dioses, iracundos, retiraron la protección. La olla mágica fue robada, la amada de Bel envejeció y murió, y Bel nos maldijo. La maldición es la existencia de otras tierras y otras gentes, pero Bel prometió que si un Samain reuníamos de nuevo los doce tesoros de las doce tribus, cumplíamos los ritos adecuados y llenábamos la olla con el agua que ningún hombre bebe pero sin la cual no puede vivir, los dioses vendrían de nuevo en nuestro auxilio. —Así concluyó el relato, se encogió de hombros y miró a Galahad—. Y ahora ya sabes, cristiano, por qué habéis traído vuestra espada hasta aquí.

Se produjo un largo silencio. La luz de la luna se colaba entre las rocas y se acercaba reptando hacia el pozo en el que yacía Merlín al abrigo de una delgada capa.

—¿Habéis reunido los doce tesoros? —pregunto Ceinwyn.

—Casi todos —respondió Nimue en tono evasivo—. Pero aun sin los doce, la olla tiene un poder inmenso, poderes muy superiores a los de los otros tesoros juntos. —Miró con expresión desafiante a Galahad, que estaba sentado al otro lado del pozo—. ¿Qué harás, cristiano, cuando seas testigo de tamaño poder?

—Os recordaré que puse mi espada a vuestro servicio —contestó serenamente.

—Como todos los demás. Somos los guerreros de la olla mágica —dijo tímidamente Issa en un arranque de lirismo que desconocía en él; los otros lanceros sonrieron. El hielo les blanqueaba las barbas, se habían envuelto las manos en tiras de tela y piel y tenían la mirada perdida, pero habían encontrado la olla mágica y el orgullo de la hazaña les calentaba el corazón, aun cuando sabían que con las primeras luces deberían hacer frente a los Escudos Sangrientos y presentían su fin.

Ceinwyn, arrebujada a mi lado en la capa de piel de lobo que compartíamos, aguardó a que Nimue se durmiera y me acercó la cara.

—Merlín está muerto, Derfel —me susurró con tristeza.

—Lo sé —respondí, pues en el pozo de la olla nada se había movido ni se había oído ruido alguno.

—Le he tocado la cara y las manos y estaban frías como el hielo —me susurró—. Le he arrimado la hoja del cuchillo a la boca y no se ha empañado. Está muerto.

Me quedé en silencio. Amaba a Merlín, que había sido un padre para mí, y no podía acabar de creer que hubiera muerto en el momento de su triunfo, pero tampoco podía reunir esperanzas de verle vivo de nuevo.

—Deberíamos enterrarlo aquí —dijo suavemente—, dentro de su olla mágica. —Yo seguía callado y me cogió la mano—. ¿Qué vamos a hacer? —preguntó.

«Morir», pensé, pero permanecí en silencio.

—¿No dejaréis que yo caiga en sus manos, verdad? —murmuró.

—Jamás.

—El día que os conocí, lord Derfel Cadarn —dijo—, fue el más afortunado de mi vida. —Sus palabras me hicieron llorar, aunque ignoro si fueron lágrimas de gozo o un lamento por cuanto perdería al amanecer.

Me quedé amodorrado y soñé que estaba atrapado en una ciénaga, rodeado de jinetes negros que por arte de magia caminaban sobre el lodo sin hundirse. De pronto noté que no podía levantar el brazo del escudo y vi una espada cernida sobre mi hombro derecho. Desperté sobresaltado buscando la lanza y me di cuenta de que Gwilym me había rozado el hombro sin querer al trepar por la peña para tomar el relevo de la guardia.

—Lo siento, señor —susurró.

Ceinwyn dormía acurrucada sobre mi brazo y Nimue se arrebujaba al otro lado. Galahad, con la barba blanca de hielo, roncaba suavemente, y los demás lanceros dormitaban o yacían tiesos de frío. La luna casi había llegado al punto más alto y su luz caía sesgada sobre las estrellas de los escudos amontonados de mis hombres y en la pared rocosa del pozo que habíamos abierto en la hondonada. La bruma que velaba el rostro hinchado de la luna cuando apenas se levantaba en el horizonte había desaparecido y, en aquel momento, el astro era un redondel puro, frío, claro y compacto, con los bordes tan nítidos como los de una moneda recién acuñada. Recordaba vagamente que mi madre me había dicho el nombre del hombre de la luna, pero no conseguí traerlo a la memoria. Mi madre era sajona y me llevaba en el vientre cuando fue capturada en una incursión dumnonia. Me habían dicho que aún vivía y que habitaba en Siluria, pero no la había vuelto a ver desde el día en que el druida Tanaburs me arrancara de sus brazos e intentara sacrificarme en el pozo de la muerte. Merlín se encargó de mí y llegué a ser britano, amigo de Arturo y el hombre que se llevó a la estrella de Powys de la fortaleza de su hermano. «¡Qué vueltas da la vida! —pensé—, y qué triste dar la última tan temprano, en la isla sagrada de Britania. »

—Supongo que se habrá terminado el queso —dijo Merlín.

Me quedé mirándolo convencido de que todavía soñaba.

—Del blanco, Derfel —dijo en tono ansioso—, del que se desmigaja. No de ese amarillo y duro. No puedo soportar el queso duro de color amarillo.

Se había puesto en pie dentro del pozo y me miraba con expresión seria, con la capa colgándole de un hombro a modo de mantón.

—¿Señor? —dije con un hilo de voz.

—Queso, Derfel. ¿No me has oído? Me muero por un poco de queso. Trajimos un poco, envuelto en lino. ¿Y dónde está mi vara? ¡Se echa uno una siestecilla y al punto le roban la vara! ¿Es que no hay honradez en este perro mundo? Ni queso, ni honradez, ni vara.

—¡Señor!

—Deja de gritarme, Derfel. Sólo tengo hambre, no estoy sordo.

—¡Ay, señor!

—¡Ahora lloras! No soporto los lloriqueos. Lo único que pido es un bocado de queso y tú empiezas a berrear como un mocoso. Ah, aquí está mi báculo. Bien. —De un tirón, lo cogió del lado de Nimue y lo usó a modo de bastón para salir del pozo. Los otros lanceros se habían despertado y lo miraban boquiabiertos. Nimue se levantó y oí que Ceinwyn daba un respingo—. Veo, Derfel —dijo mientras revolvía entre los bultos en busca del queso—, que nos has metido en una ratonera. Estamos rodeados, ¿no?

—Sí, señor.

—¿Y nos superan en número?

—Así es, señor.

—¡Clama al cielo, Derfel! ¿Y te atreves a llamarte señor de guerreros? ¡Queso! Aquí está. Sabía que teníamos un poco. Magnífico.

—La olla, señor —dije señalando al pozo trémulamente. Quería saber si la olla había obrado un milagro, pero estaba tan confuso entre la perplejidad y el alivio que no atinaba a hilar las palabras.

—Una hermosa olla, Derfel. Ancha y profunda, con todas las cualidades deseables en una olla. —Mordió un buen pedazo de queso—. ¡Qué hambre tengo! —Dio otro mordisco, se acomodó entre las rocas y nos sonrió espléndidamente—. ¡Rodeados por un ejército más numeroso! ¡Bien, bien! ¿Y ahora qué? —Engulló el queso que quedaba de un bocado y se sacudió las migajas de las manos. Dedicó una cálida sonrisa a Ceinwyn y tendió su largo brazo hacia Nimue—. ¿Todo va bien? —le preguntó.

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