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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (17 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—¿Por qué habría de estarlo, lord rey?

—Porque soy Diwrnach, el rey que mata a sus enemigos de mil maneras —respondió con una sonrisa—. Decidme, ¿cuál es vuestro propósito?

—He venido a orar, lord rey.

—¡Ah!—exclamó modulando la voz como si le hubiera aclarado el misterio—. ¿Tan ineficaces son las plegarias recitadas en Dumnonia?

—Esta tierra es sagrada, lord rey —dije.

—Esta tierra también es mía, lord Derfel Cadarn —replicó—, y creo que los extranjeros deben pedirme permiso antes de defecar en su suelo y orinar en sus muros.

—Lord rey, os pido disculpas si os hemos ofendido.

—Ya es tarde —respondió con suavidad—. Estáis aquí y huelo vuestros excrementos. Ya es tarde; no sé qué tengo que hacer con vos. —Hablaba en tono grave, casi compasivo, como si se tratara de un hombre con el que fuera fácil entenderse—. ¿Qué tengo que hacer con vos? —se preguntó de nuevo, pero yo no respondí. El círculo de jinetes negros seguía inmóvil bajo el cielo plomizo; los lamentos de Ceinwyn se redujeron a un débil gimoteo. El rey levantó el escudo, no en señal de amenaza, sino porque le incomodaba el peso que llevaba sobre la cadera, y vi con horror que del borde inferior colgaba la piel de un brazo y una mano humanos, cuyos gordos dedos se movían al viento. Diwrnach percibió la sensación que me causaba y sonrió—. Era mi sobrina —dijo; luego dirigió la mirada a algún punto tras de mí y de nuevo esbozó una lenta sonrisa—. La zorra ha salido del cubil, lord Derfel.

Me giré y vi que Ceinwyn ya estaba fuera de la tienda. Se había despojado de las pieles de lobo, bajo las que apareció el mismo vestido color crema que llevaba en el banquete de compromiso, con los bordes todavía sucios de lodo, del día en que huyó de Caer Sws. Iba descalza, con la dorada cabellera suelta, y me pareció que estaba en trance.

—La princesa Ceinwyn, presumo —dijo Diwrnach.

—Así es, lord rey.

—¿Todavía es doncella según he oído? —preguntó. No quise responder y Diwrnach se inclinó hacia delante para despeinar cariñosamente las crines de su caballo—. ¿No creéis que podría haber tenido la amabilidad de venir a saludarme a su llegada a mi reino?

—También ella ha venido a orar, lord rey.

—Entonces, esperemos que tanto rezo surta efecto —dijo riendo—. Entregádmela, lord Derfel, si no, os reservaré la más lenta de las muertes. Cuento con hombres capaces de desollar a cualquiera pulgada a pulgada hasta convertirlo en un amasijo de carne viva y sangre, que sin embargo aún puede tenerse en pie. ¡E incluso andar!

Dio unas palmaditas con su mano enguantada de negro en el cuello de su caballo y volvió a sonreír.

—He matado a hombres asfixiándolos con sus propios excrementos, lord Derfel, lapidándolos, quemándolos, enterrándolos vivos, encerrándolos en un nido de víboras, ahogándolos en el mar, e incluso los he matado de hambre o de miedo. Hay tantas maneras interesantes de matar, pero no tenéis más que entregarme a la princesa Ceinwyn, lord Derfel, y vuestra muerte será rápida como la caída de una estrella fugaz.

Ceinwyn había empezado a caminar hacia poniente y mis hombres recogieron a toda prisa sus capas, armas y fardos, izaron la litera de Merlín y fueron tras ella.

—Un día, señor, meteré vuestra cabeza en un pozo y la enterraré en heces de esclavos —dije mirándole a los ojos, y me fui.

—¡Sangre, lord Derfel! —gritó entre carcajadas—. ¡Los dioses se alimentan de sangre! Con la vuestra prepararemos un magnífico brebaje, que daré de beber a vuestra mujer en mi lecho. —Dicho lo cual, giró sobre sus botas con espuelas y se llevó al caballo hasta donde le esperaban sus hombres.

—Son setenta y cuatro —me informó Galahad cuando llegué a su lado—. Setenta y cuatro hombres y otras tantas lanzas contra treinta y seis, un moribundo y dos mujeres.

—Todavía no atacarán —le tranquilicé—. Esperarán a que descubramos la olla mágica.

Ceinwyn debía de estar helada con el fino vestido y sin botas; sin embargo caminaba sudorosa, a trompicones entre los hierbajos, como en un día de verano. Le costaba mantenerse en pie y aún más andar, pues sufría los mismos espasmos que yo en la cima de Dolforwyn tras apurar el contenido de la copa de plata, pero Nimue iba a su lado, hablándole y sujetándola, aunque, extrañamente, la desviaba al mismo tiempo de la dirección que ella quería tomar. Los jinetes negros de Diwrnach se mantenían a nuestro paso; se desplazaban por la isla en formación circular, dibujando un amplio y desmañado corro cuyo centro era nuestro pequeño grupo.

Ceinwyn, a pesar del mareo, casi corría. Parecía traspuesta todavía y murmuraba extrañas palabras que yo no alcanzaba a entender. Tenía la mirada perdida y Nimue constantemente la desviaba a un lado, obligándola a seguir un camino de cabras que serpenteaba en dirección norte y pasaba junto al montículo coronado de piedras grises, pero cuanto más nos acercábamos al elevado afloramiento de rocas cubiertas de líquenes, más se resistía Ceinwyn, hasta que Nimue tuvo que emplear toda la fuerza de sus nervudos músculos para que no se saliera de la estrecha senda. Los primeros jinetes negros del anillo ya habían rebasado la escarpada colina, que en aquel momento quedaba dentro de su radio, al igual que nosotros. Ceinwyn protestaba y gimoteaba, e incluso llegó a golpear a Nimue en las manos, pero ésta se mantuvo firme y siguió marcando el camino, mientras los hombres de Diwrnach seguían avanzando con nosotros.

Nimue esperó a llegar al punto del sendero más cercano a la abrupta cresta de rocas y entonces dejó que Ceinwyn corriera libremente.

—¡Hacia las peñas! —exclamó—. ¡Todos hacia las peñas! ¡Corred!

Corrimos y entonces entendí la estrategia de Nimue. Diwrnach no se habría arriesgado a atacarnos en tanto no supiera hacia dónde nos dirigíamos y, si hubiera visto que nos encaminábamos a la colina rocosa, probablemente habría enviado a una docena de lanceros a guarnecer la cima y al resto de sus hombres a capturarnos. Pero gracias a la astucia de Nimue, tendríamos la protección de las enormes peñas escabrosas, las mismas que, si Ceinwyn estaba en lo cierto, habían protegido la olla de Clyddno Eiddyn durante cuatro siglos y medio de impenetrable oscuridad.

—¡Corred! —gritó Nimue.

Los jinetes negros azuzaban sus jacas a fin de estrechar el anillo y barrarnos el paso.

—¡Corred! —seguía gritando Nimue.

Yo era uno de los que en aquel momento acarreaban a Merlín, Ceinwyn ya trepaba por las rocas y Galahad gritaba ordenando a los hombres que se apostaran entre las piedras debidamente para defendernos con las lanzas. Issa permaneció a mi lado, dispuesto a atravesar con la pica al primer jinete negro que se acercara. Cuando los dos jinetes más veloces iban a darnos alcance, Gwilym y otros tres nos arrancaron la litera de las manos y se la llevaron al pie de las rocas. Los dos guerreros negros gritaron desafiantes y azuzaron a sus jacas cuesta arriba, pero con un golpe de escudo aparté la larga lanza del primero y hundí la punta de acero de la mía en el cráneo de la jaca, que cayó de lado relinchando de dolor. Issa clavó la lanza en el vientre del guerrero al tiempo que yo acometía al segundo, el cual paró el golpe con el asta y pasó de largo, pero tuve tiempo de asirlo por las largas tiras de harapos y logré derribarlo de la pequeña montura. Me golpeó al caer, pero lo inmovilicé pisándole la garganta, alcé la lanza y se la hinqué con fuerza en el corazón. Llevaba una coraza de cuero bajo la túnica andrajosa, pero la pica atravesó una y otro, y pronto su negra barba se tiñó de espuma sangrienta.

—¡Atrás! —nos gritó Galahad.

Issa y yo arrojamos los escudos y lanzas a los hombres que ya estaban a cubierto en las peñas más altas e iniciamos la ascensión a gatas. Una lanza de asta negra chocó contra las piedras a poca distancia de mí, pero ya me tendían una mano fuerte que me asió por la muñeca y me izó. Del mismo modo habían arrastrado a Merlín pendiente arriba hasta dejarlo caer sin ceremonias en el centro de la cima, donde se abría una profunda hondonada rocosa semejante a una copa bordeada por un anillo de enormes piedras. Ceinwyn también estaba en la hondonada, escarbando como un perro rabioso entre los guijarros que llenaban la copa. Había vomitado y revolvía con las manos el amasijo de vómitos y cantos.

La colina era una plaza fuerte idónea. El enemigo sólo podía trepar por las rocas utilizando pies y manos, mientras que nosotros nos resguardábamos entre las hendiduras de la corona de piedras y los atacábamos a medida que asomaban. Algunos intentaron alcanzarnos, pero cayeron entre alaridos cuando les hundimos en la cara las puntas de nuestras picas. Nos arrojaron una lluvia de lanzas, pero sostuvimos los escudos en alto y los proyectiles rebotaron sin hacernos el menor daño. Ordené a seis hombres que se colocaran en la hondonada central y protegieran con los escudos a Merlín, Nimue y Ceinwyn, mientras el resto de lanceros guarnecía la corona exterior. Los Escudos Sangrientos abandonaron las jacas para arremeter por segunda vez, y durante algunos minutos tuvimos que cortar y acuchillar a diestro y siniestro. Uno de mis hombres recibió un corte en el brazo en el breve enfrentamiento pero, aparte de ese percance, salimos ilesos, mientras que los jinetes negros se ocupaban ya de retirar a cuatro muertos y seis heridos hasta el pie de la loma.

—Ya veis de qué sirven los escudos forrados con piel de vírgenes —dije a mis hombres.

Quedamos a la espera de otro ataque, pero no se produjo. En cambio, Diwrnach se acercó solo cabalgando cuesta arriba.

—¡Lord Derfel! —me llamó con su engañosa voz amable y, cuando asomé entre dos rocas, sonrió plácidamente—. El precio ha subido. Ahora, a cambio de una muerte rápida, exijo a la princesa Ceinwyn y la olla mágica. ¿O acaso no es eso lo que habéis venido a buscar?

—La olla es patrimonio de toda Britania, señor —respondí.

—¡Ah! ¿Y consideráis que no soy digno de guardarla? —inquirió con un gesto de desengaño—. Lord Derfel, insultáis con excesiva ligereza. ¿Cómo dijisteis? ¿Mi cabeza en un pozo en el que defecarían los esclavos? ¡Qué imaginación tan pobre! La mía, en cambio, me parece incluso desmesurada, en ocasiones. —Hizo una pausa y miró al cielo como para calcular las horas de luz que quedaban—. No tengo muchos guerreros, lord Derfel —continuó con su convincente voz—, y no deseo perder ni uno más a causa de vuestras lanzas, pero antes o después os veréis obligados a abandonar esas peñas y estaré esperándoos; en tanto, haré volar mi imaginación hasta las más altas cotas. Saludad de mi parte a la princesa Ceinwyn y decidle que ardo en deseos de conocerla más íntimamente. —Alzó la pica en un saludo burlón y regresó al corro de jinetes negros, que habían rodeado totalmente la loma.

Me dejé caer hasta la depresión del centro del promontorio y supe que halláramos lo que hallásemos, para Merlín era tarde ya; tenía la muerte escrita en la cara. La quijada le colgaba inerte y los ojos parecían tan vacíos como el espacio que separa los mundos. Los dientes le castañetearon unos segundos, demostrando que seguía vivo, pero no era sino un tenue hálito de vida que se diluía por momentos. Nimue se había hecho con el cuchillo de Ceinwyn y se afanaba en levantar y separar las piedras que llenaban la hondonada, mientras Ceinwyn, tiritando y con el agotamiento reflejado en el rostro, se había desplomado en una roca y miraba cómo cavaba Nimue. El trance que la había poseído ya había pasado y la ayudé a limpiarse las manos, busqué sus pieles de lobo y la abrigué. Ella se puso los guantes.

—He tenido un sueño —me dijo en susurros—, he visto el final.

—¿Nuestro final? —pregunté alarmado.

—El final de Ynys Mon. Las líneas de soldados con faldas romanas, corazas y cascos de bronce se sucedían, líneas interminables de soldados, Derfel, con los brazos manchados de sangre hasta los hombros, pues no cesaban de matar y matar. Atravesaban los bosques sin romper la formación, matando sin tregua. Los brazos subían y bajaban, las mujeres y los niños huían, pero no había dónde refugiarse y finalmente los acorralaban y los cortaban en pedazos. ¡Niños pequeños, Derfel!

—¿Y los druidas?

—Todos muertos. Todos menos tres, que trajeron la olla hasta aquí. Habían abierto un pozo antes de que los romanos atravesaran el mar y ahí la enterraron; la cubrieron con cantos del lago y luego echaron cenizas sobre las piedras y levantaron fuego con sus solas manos a fin de que los romanos pensaran que allí nada podía enterrarse. Cumplido lo cual, bajaron cantando a los bosques al encuentro de la muerte.

Nimue susurraba nerviosamente y, al volverme, vi que había desenterrado un esqueleto pequeño. Hurgó entre las pieles de nutria hasta dar con una bolsa de cuero; la abrió de un tirón, extrajo dos plantas secas de hojas espinosas y flores de un desvaído tono dorado, y supe que iba a aplacar la furia de los huesos muertos con una ofrenda de asfódelo.

—Enterraron a una niña —dijo Ceinwyn, explicándose el tamaño de los huesos—; era la guardiana de la olla mágica, hija de uno de los tres druidas. Tenía el pelo corto y llevaba una pulsera de piel de zorro en la muñeca. La sepultaron viva para que guardara la olla hasta que la encontrásemos.

Una vez aplacado el espíritu de la guardiana de la olla gracias al asfódelo, Nimue retiró el esqueleto de entre los guijarros y atacó el agujero con el cuchillo al tiempo que me instaba a ayudarla.

—¡Cava con la espada, Derfel! —me ordenó, y yo, obedientemente, hinqué la punta de Hywelbane en el pozo.

Y hallamos la olla mágica.

Al principio sólo percibimos un destello de oro sucio, pero Nimue pasó la mano por encima y apareció un grueso borde de oro. La olla era mucho más grande que el agujero que habíamos abierto, así que ordené a Issa y a otro hombre que nos ayudaran a ensancharlo. Sacábamos las piedras con los cascos a un ritmo frenético, pues el espíritu de Merlín apuraba débilmente los últimos instantes de su larga vida. Nimue forcejeaba, entre lágrimas y jadeos, con las piedras incrustadas que antaño habían sido acarreadas hasta la cima desde el lago sagrado de Llyn Cerrig Bach.

—Ha muerto —gimió Ceinwyn, arrodillada junto a Merlín.

—¡No ha muerto! —replicó Nimue apretando los dientes, y entonces agarró el borde dorado con las dos manos y empezó a tirar de la olla con todas sus fuerzas. Parecía imposible mover la enorme vasija, con todo el peso de las piedras que aún quedaban en su profundo vientre, pero me uní a ella y de algún modo, con la ayuda de los dioses, sacamos del negro pozo el impresionante objeto de oro y plata.

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