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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (37 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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La solemnidad de la jornada no concluyó cuando empezamos a beber. Arturo había tomado buena nota de quién evitaba abrazar a quién, y luego, grupo a grupo, esos espíritus recalcitrantes fueron convocados al gran salón del palacio, donde Arturo insistió en la necesidad de que se reconciliaran. El propio Arturo dio ejemplo siendo el primero en abrazar a Sansum, y luego Melwas, el destronado rey de los belgas al que Arturo había desterrado a Isca. Melwas se sometió, falto de bríos, al beso de la paz, y murió un mes después a causa de un desayuno de ostras en mal estado. El destino es inexorable, como solía decirnos Merlín.

Tales reconciliaciones en la intimidad retrasaron, como era de esperar, el comienzo del banquete que se serviría en el gran salón, donde Arturo reunía a los enemigos; así pues, tuvieron que llevar más hidromiel al jardín, donde los guerreros aguardaban aburridos haciendo apuestas sobre quién sería el próximo al que Arturo llamara para jurar la paz. Yo sabía que me llamaría, pues había rehuido a Lancelot a lo largo de toda la ceremonia; naturalmente, Hygwydd, el escudero de Arturo, me encontró e insistió en que me presentara en el gran salón donde, tal como me temía, me aguardaban Lancelot y su corte. Arturo había convencido a Ceinwyn de que asistiera también y, para que la situación no le resultara tan violenta, rogó a Cuneglas que estuviera presente. Los tres permanecimos en un extremo del salón, Lancelot y sus hombres en el opuesto; Arturo, Ginebra y Galahad presidían desde el estrado donde se hallaba dispuesta la alta mesa para el gran festín. Arturo nos miró radiante.

—He reunido en esta sala —declaró— a algunos de mis amigos más queridos. El rey Cuneglas, el mejor aliado que cualquier hombre pueda desear en la guerra o en la paz, el rey Lancelot, a quien me debo por juramento como un hermano, lord Derfel Cadarn, el más valiente de mis valientes guerreros, y mi estimada princesa Ceinwyn. —Sonrió.

Me sentía tan ridículo como un espantapájaros en un campo de guisantes. Ceinwyn mantenía su gracioso porte, Cuneglas miraba las pinturas del techo, Lancelot tenía el ceño fruncido, Amhar y Loholt trataban de parecer hostiles y Dinas y Lavaine no mostraban sino un altanero desdén. Ginebra nos observaba atentamente y su sorprendente rostro no delataba nada, aunque sospecho que sentía el mismo desprecio que Dinas y Lavaine por la ceremonia inventada que tanto ilusionaba a su esposo. Arturo deseaba la paz fervientemente, sólo Galahad y él no parecían cohibidos por el ridículo.

En vista de que ninguno decía una palabra, Arturo abrió los brazos y bajó del estrado.

—Exijo —dijo— que la mala sangre que existe entre vosotros sea derramada de una vez por todas y olvidada para siempre.

Aguardó de nuevo. Yo arrastré los pies y Cuneglas se estiró los largos bigotes.

—Os lo ruego —insistió Arturo.

Ceinwyn se encogió de hombros ligeramente.

—Lamento —dijo— el daño que causé al rey Lancelot.

Arturo, entusiasmado porque el hielo empezara a derretirse, sonrió al rey de los belgas.

—¿Señor rey? —le invitó a responder—. ¿Vos la perdonáis?

Lancelot, que aquel día iba vestido de blanco de la cabeza a los pies, la miró fijamente y después inclinó la cabeza.

—¿Eso es perdón? —inquirí con un gruñido.

Lancelot se sonrojó pero logró mantenerse a la altura de las expectativas de Arturo.

—Nada tengo contra la princesa Ceinwyn —añadió rígidamente.

—¡Bien! —exclamó Arturo con entusiasmo renovado por las malhadadas palabras, y abrió los brazos otra vez para que ambos dieran un paso adelante—. Abrazaos —dijo—. ¡Tendremos la paz!

Se reunieron los dos a medio camino, se besaron en la mejilla y se separaron otra vez. Fue un gesto cálido como la noche estrellada que tuvimos que pasar velando la olla en las rocas en Llyn Cerrig Bach, pero satisfizo a Arturo.

—Derfel —dijo mirándome—, ¿no abrazas al rey?

Me preparé para el conflicto.

—Lo abrazaré, señor, cuando sus druidas retiren las amenazas que pesan sobre la princesa Ceinwyn.

Se hizo el silencio. Ginebra suspiró y golpeó el mosaico del estrado con el pie, el mosaico que había transportado desde Lindinis. Tenía un aspecto soberbio, como siempre. Llevaba una túnica negra, tal vez en reconocimiento de la solemnidad de la ocasión, recamada de medias lunas de plata. Se había recogido la roja melena en dos trenzas enroscadas alrededor de la cabeza, sujetas con dos prendedores de oro en forma de dragón. Llevaba al cuello el collar bárbaro de oro que Arturo le había regalado tras una antigua batalla contra los sajones de Aelle. En su día, me dijo que el collar le desagradaba, pero en ella lucía esplendorosamente. Aunque despreciara los acontecimientos del día, hacía todo lo posible por ayudar a su esposo.

—¿Qué amenazas? —me preguntó con frialdad.

—Ellos lo saben —dije, refiriéndome a los druidas gemelos.

—Nosotros no la hemos amenazado —protestó Lavaine secamente.

—Pero haces que las estrellas se desvanezcan —le acusé.

Dinas permitió que una sonrisa asomara a su rostro, bello y brutal.

—¿La pequeña estrella de papel, lord Derfel? —preguntó con fingida sorpresa—. ¿Os referís a ese insulto?

—Ésa fue vuestra amenaza.

—¡Mi señor! —apeló Dinas a Arturo—. No fue sino un truco de niños, sin trascendencia alguna.

Arturo dejó de mirarme e interpeló a los druidas.

—¿Lo juráis? —preguntó con tono apremiante.

—Por la vida de mi hermano —respondió Dinas.

—¿Y la barba de Merlín? ¿Todavía la tenéis?

Ginebra dejó escapar un suspiro como insinuando que me estaba comportando tozudamente. Galahad frunció el ceño. Fuera del palacio, las voces de los guerreros empezaban a elevarse y a abroncarse bajo el efecto del alcohol. Lavaine miró a Arturo.

—Es cierto, señor —dijo con cortesía—, que poseíamos un mechón de la barba de Merlín, pues le fue cortado por insultar al rey Cerdic. Pero, por mi vida, señor, lo quemamos.

—No luchamos contra los ancianos —gruñó Dinas, y luego miró a Ceinwyn—, ni contra las mujeres.

—Acércate, Derfel —me dijo Arturo con una alegre sonrisa—, abrazaos. Mi deseo es que haya paz entre mis amigos más amados.

Aún vacilé, pero tanto Ceinwyn como su hermano me instaron a que me adelantara y así, por segunda y última vez en mi vida, abracé a Lancelot. En aquella ocasión, en vez de susurrarnos insultos como había sucedido la primera vez que tuvimos que abrazarnos, no dijimos nada. Sólo nos besamos y nos separamos.

—Que haya paz entre vosotros —insistió Arturo.

—Lo juro, señor —respondí haciendo un esfuerzo.

—No tengo nada contra él —añadió Lancelot con idéntica frialdad.

Arturo hubo de conformarse con tan grosera reconciliación y soltó un enorme suspiro de alivio como si ya hubiera superado la parte más espinosa de la jornada; después nos abrazó a ambos y luego insistió en que Ginebra, Galahad, Ceinwyn y Cuneglas se acercaran e intercambiaran besos.

El mal trago había pasado. Las últimas víctimas de Arturo fueron su propia esposa y Mordred y, como no deseaba presenciar tal escena, me llevé a Ceinwyn de la sala. Su hermano se quedó, a petición de Arturo, de forma que salimos solos.

—Lo siento —le dije.

—Ha sido un mal trago inevitable —replicó con un encogimiento de hombros.

—Sigo sin fiarme de ese mamarracho —dije en tono vengativo.

—Tú, Derfel Cadarn —contestó con una sonrisa—, eres un gran guerrero, y él es Lancelot. ¿Acaso el lobo teme a la liebre?

—Teme a la serpiente —repliqué sombríamente. No me sentía con ánimos de encontrarme con mis amigos y contarles la reconciliación con Lancelot, de modo que me fui con Ceinwyn a recorrer las hermosas estancias del palacio del mar, con sus paredes de columnas, suelos decorados y pesadas lámparas de bronce que colgaban de gruesas cadenas de hierro fijadas a los techos, decorados con escenas de caza. A Ceinwyn, el palacio le pareció inconmensurablemente grande y frío, al mismo tiempo.

—Como los romanos —comentó.

—Como Ginebra —la contradije. Encontramos unas escaleras que descendían a las bulliciosas cocinas; allí había una puerta que salía a los huertos de atrás, donde la fruta y la verdura crecían en ordenados setos—. Me parece imposible —dije, una vez fuera, al aire libre— que la tal Hermandad de Britania sirva para algo.

—Servirá —dijo Ceinwyn— si sois muchos lo que os tomáis el juramento en serio.

—Tal vez. —Me detuve en seco, avergonzado, porque justo delante de mí, enderezándose tras inspeccionar unas matas de perejil, estaba Gwenhwyvach, la hermana menor de Ginebra.

Ceinwyn la saludó con alegría. Se me había olvidado que habían sido amigas durante los largos años de exilio de Ginebra y Gwenhwyvach en Powys y, después de besarse, Ceinwyn la llevó hacia mí. Pensé que tal vez me reprochara el no haber contraído matrimonio con ella, pero me pareció que no me guardaba rencor.

—Ahora soy la jardinera de mi hermana —me dijo.

—No puede ser, señora —respondí.

—El nombramiento no es oficial —contestó secamente—, como tampoco el de mayordoma superior ni el de guardiana de perros, pero alguien tiene que hacer esas funciones y, cuando mi padre murió, hizo prometer a Ginebra que cuidaría de mí.

—Sentí mucho lo de vuestro padre —dijo Ceinwyn.

—Empezó a perder más y más peso —comentó encogiéndose de hombros—, hasta que un buen día desapareció. —Gwenhwyvach, por el contrario, no había adelgazado, sino al contrario, estaba obesa, era una mujer gorda de cara colorada que, con el vestido manchado de barro y el sucio delantal blanco, más parecía una campesina que una princesa—. Vivo allí —dijo, indicando una edificación de madera relativamente grande que se levantaba a unos cien pasos del palacio—. Mi hermana espera que cumpla con mis tareas todos los días, pero cuando suena la campana de la noche debo retirarme de la vista. Comprended que nada mal parecido puede mancillar el palacio del mar.

—¡Señora! —protesté por el menosprecio de sí misma.

—Soy feliz —prosiguió sin entusiasmo, tras acallarme con un gesto—. Llevo a los perros a dar largos paseos y converso con la abejas.

—Ven a Lindinis —le pidió Ceinwyn.

—¡No me lo permitirían! —exclamó Gwenhwyvach con fingida alarma.

—¿Por qué no? —preguntó Ceinwyn—. Nos sobran estancias. Te lo ruego.

—Sé demasiado, Ceinwyn, por eso no podría —contestó con una sonrisa artera—. Sé quién viene y quién se queda y qué hacen aquí. —Ninguno de nosotros dos quería conocer los pormenores y por eso no dijimos nada, pero Gwenhwyvach necesitaba hablar. Debía de estar muy sola y Ceinwyn era una persona amable y querida del pasado. Gwenhwyvach arrojó súbitamente las hierbas que acababa de cortar y nos llevó con premura de vuelta al palacio—. Voy a enseñarte una cosa —dijo.

—Seguro que es mejor que no lo veamos —replicó Ceinwyn, temiendo la revelación de un misterio.

—Tú puedes verlo —le dijo—, pero Derfel no, o no debería, al menos. Los hombres no pueden entrar en el templo. —Nos llevó hasta una puerta que había al final de unos peldaños de ladrillo; se abría a una bodega que se extendía bajo el suelo del palacio sujetada por gruesos arcos de ladrillo romano—. Aquí se guarda el vino —nos explicó, para justificar las jarras y los pellejos colocados en las estanterías. Había dejado la puerta abierta para que la luz del día iluminara un poco la oscura y polvorienta maraña de arcos—. Por aquí —nos indicó, y desapareció entre los pilares de la derecha.

La seguimos despacio, adivinando el camino a tientas, cada vez con más cuidado a medida que nos alejábamos de la luz que llegaba por la entrada. Oímos a nuestra guía levantando una tranca y, de pronto, una ráfaga de aire frío nos envolvió al abrirse una puerta enorme.

—¿Eso es un templo de Isis? —le pregunté.

—¿Habías oído hablar de él? —preguntó Gwenhwyvach decepcionada.

—Ginebra me enseñó el que tenía en Durnovaria —dije—, hace muchos años.

—Éste no te lo enseñaría —replicó Gwenhwyvach, y apartó las gruesas cortinas negras que colgaban a pocas pulgadas de la puerta del templo para que Ceinwyn y yo contempláramos el interior de la capilla privada de Ginebra. Gwenhwyvach, por temor a la ira de su hermana, no me permitió traspasar el reducido vestíbulo que había entre la puerta y las gruesas colgaduras, pero hizo bajar a Ceinwyn los dos escalones que descendían hasta la alargada estancia. Tenía el suelo de piedra negra pulida, las paredes y el techo abovedado pintados con pez, un estrado de piedra negra con un trono de piedra negra y, tras el trono, otras cortinas negras. Sabía que frente a la baja tarima había un estanque poco profundo que se llenaba de agua durante las ceremonias de Isis. En realidad, el templo era casi exactamente igual al que Ginebra me había mostrado hacía tantos años, y muy semejante a la capilla desierta que habíamos descubierto en el palacio de Lindinis. La única diferencia, aparte del mayor tamaño y el techo más bajo que las dos anteriores, era que allí se permitía el paso de la luz, pues había un espacioso orificio en el techo abovedado exactamente encima del estanque.

—Ahí arriba hay una pared más alta que un hombre —musitó Gwenhwyvach, señalando el orificio—. Espara que la luz de la luna entre por la chimenea, pero nadie puede asomarse desde fuera. Ingenioso, ¿verdad?

La existencia de la chimenea de la luna parecía indicar que la bodega estaba situada bajo el jardín lateral del palacio, y así me lo confirmó Gwenhwyvach.

—Antes había una entrada aquí —dijo, señalando una línea quebrada de la negra pared que recorría el largo del templo a media altura—, para almacenar los víveres directamente en la bodega, pero Ginebra amplió el arco, ¿veis? Y lo cubrió todo con turba.

El templo no tenía nada excesivamente siniestro, más que la malévola negrura, pues no había ídolos, fuego para sacrificios ni altar. En el mejor de los casos, resultaba decepcionante porque el subterráneo abovedado carecía del esplendor de las salas de arriba. Tenía un aspecto chabacano, ligeramente sucio incluso. Pensé que los romanos habrían sabido convertir aquella estancia en un lugar digno de una diosa, pero Ginebra, a pesar de sus esfuerzos, sólo había conseguido transformar una bodega de ladrillo en una cueva negra, aunque el trono bajo, hecho de un solo bloque de piedra negra y que me pareció el mismo que había visto en Durnovaria, era impresionante por sí solo. Gwenhwyvach dio la vuelta al trono, levantó la cortina negra e hizo pasar a Ceinwyn al otro lado. Permanecieron un buen rato tras la cortina, pero cuando salimos de allí, Ceinwyn me dijo que no había gran cosa que ver.

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