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Authors: Bernard Cornwell

El enemigo de Dios (38 page)

BOOK: El enemigo de Dios
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—No era más que una alcoba negra y pequeña —me dijo— con una cama grande y muchas cagadas de ratón.

—¿Una cama? —pregunté intrigado.

—La cama de los sueños —replicó Ceinwyn con firmeza—, como la que había a media altura en la torre de Merlín.

—¿Y eso es todo? —pregunté, intrigado todavía.

—Gwenhwyvach insinuó que la usaba para otros fines —añadió en tono reprobatorio—, pero no tiene pruebas y, finalmente, tuvo que admitir que su hermana dormía allí para recibir sueños. —Sonrió con tristeza—. Me da la impresión de que la pobre Gwenhwyvach está tocada de la cabeza. Cree que Lancelot vendrá a buscarla algún día.

—¿De verdad? —pregunté atónito.

—Se ha enamorado de él, pobre mujer. —Habíamos intentado convencer a Gwenhwyvach de que acudiera a la fiesta del jardín principal con nosotros, pero se negó. Nos confesó que no sería bien recibida y se alejó apresuradamente, mirando con temor a diestra y siniestra—. Pobre Gwenhwyvach —repitió Ceinwyn, y luego se rió—. ¡Qué característico de Ginebra! ¿Verdad?

—¿A qué te refieres?

—¡Adoptar una religión tan exótica! ¿Por qué no adora a los dioses britanos, como los demás? ¡No, claro! Ella necesita otra cosa, algo extraño y retorcido. —Suspiró y después me tomó del brazo—. ¿Tenemos que quedarnos en la fiesta obligatoriamente?

Se sentía débil, aún no se había recuperado por completo del último alumbramiento.

—Arturo lo comprenderá —dije.

—Pero Ginebra no —suspiró—, o sea que será mejor que me sobreponga.

Habíamos ido paseando por el largo lado occidental del palacio y pasamos ante la alta empalizada de madera que rodeaba la chimenea del templo; en aquel momento llegamos al final de la arcada. Detuve a Ceinwyn antes de doblar la esquina y le rodeé los hombros.

—Ceinwyn de Powys —dije, contemplando su rostro admirable y hermoso—, te amo.

—Lo sé —dijo sonriendo, y se puso de puntillas para darme un beso. Después me llevó unos pasos más adelante y miramos el conjunto del jardín principal del palacio del mar.

—Ahí tienes —dijo riéndose— la Hermandad de Britania de Arturo.

El jardín era un torbellino de hombres ebrios. Habían tenido que esperar tanto tiempo para el festín que en aquel momento se abrazaban unos a otros rebuscadamente e intercambiaban rimbombantes promesas de amistad eterna. Algunos abrazos se transformaron en combates cuerpo a cuerpo y los hombres rodaban por los macizos de flores de Ginebra. Hacía tiempo que los coros habían renunciado a seguir cantando música solemne y algunas de las cantoras bebían con los guerreros. No todos estaban borrachos, claro está, pero los sobrios se habían retirado a la terraza para proteger a las mujeres, muchas de las cuales eran sirvientas de Ginebra; entre ellas se encontraba Lunette, mi primer amor de hacía tanto tiempo. Ginebra también, y desde allí observaba horrorizada el destrozo de su jardín, aunque en realidad ella era la culpable, pues había servido un hidromiel muy fuerte que había ordenado destilar para la ocasión, y al menos cincuenta hombres parrandeaban en los jardines. Algunos habían arrancado flores y las usaban a modo de espadas; al menos uno de ellos tenía sangre en la cara, mientras que otro trataba de arrancarse un diente suelto y mentaba con sucia lengua a la madre del miembro de la hermandad que le había partido la boca. Además, alguien había vomitado en la mesa redonda.

Acompañé a Ceinwyn al resguardo de los arcos en tanto la Hermandad de Britania maldecía, se peleaba y se embriagaba hasta el embotamiento.

Y así fue como comenzó la Hermandad de Britania de Arturo, aunque Igraine no lo crea, la hermandad que los ignorantes siguen denominando la Mesa Redonda.

Me gustaría afirmar que el nuevo espíritu de paz engendrado por el juramento de la Mesa Redonda fue responsable de la felicidad que se extendió por todo el reino, pero la mayoría del pueblo llano no llegó a tener noticia siquiera de la instauración de tal juramento. A nadie le importaba lo que hicieran sus señores siempre y cuando dejaran en paz a sus familias y tierras. Naturalmente, Arturo depositó una gran confianza en los votos. Como solía decir Ceinwyn, para ser un hombre que renegaba de los juramentos, era extraordinariamente proclive a pronunciarlos.

Pero al menos los votos fueron respetados durante aquellos años y Britania prosperó gracias a la paz. Aelle y Cerdic luchaban uno contra otro por la supremacía en Lloegyr, y su encarnizada rivalidad libró al resto de Britania de las lanzas sajonas. Los reyes irlandeses de la Britania occidental ponían sus armas a prueba constantemente contra los escudos britanos, pero se trataba de conflictos esporádicos y sin importancia, y casi todos disfrutamos de un largo período de tranquilidad. El consejo de Mordred, del cual yo formaba parte, pudo dedicarse a las leyes, los tributos y las disputas por la propiedad en vez de estar pendiente del enemigo.

Arturo presidía el consejo, aunque jamás ocupó el lugar presidencial de la mesa porque era el trono reservado al rey, que aguardaba vacante hasta que Mordred alcanzara la mayoría de edad. Merlín era el consejero oficial del rey, pero nunca se desplazaba a Durnovaria y hablaba poco en las contadas ocasiones en que el consejo se reunió en Lindinis. La mitad de los consejeros eran guerreros, aunque casi nunca acudían a las sesiones. Agravain aducía que los negocios le hastiaban y Sagramor prefería continuar manteniendo la paz en la frontera con los sajones. El consejo se completaba con dos bardos que conocían las leyes y las genealogías de Britania, dos magistrados, un comerciante y dos obispos cristianos. Uno de los ellos era un anciano meditabundo llamado Emrys, sucesor de Bedwin en el obispado de Durnovaria, el otro era Sansum.

Sansum, que había conspirado contra Arturo y, según la opinión de muchos, debería haber sido ejecutado por ello, logró no obstante librarse del castigo. No llegó a aprender a leer ni a escribir, pero era inteligente y desmesuradamente ambicioso. Procedía de Gwent, era hijo de un curtidor y había prosperado hasta convertirse en sacerdote de Tewdric, pero alcanzó su máxima influencia al casar a Arturo y Ginebra cuando huyeron de Caer Sws. En recompensa por tal servicio fue nombrado obispo de Dumnonia y capellán de Mordred, aunque perdió este último nombramiento tras la conspiración con Nabur y Melwas. A raíz de dicha conspiración, debía de haber quedado relegado al humilde cargo de guardián de la capilla del Santo Espino, pero Sansum no era capaz de conformarse con tan poca cosa. Posteriormente salvó a Lancelot de la humillación de ser rechazado por Mitra, hecho que le ganó la tácita amistad de Ginebra, pero ni su amistad con Lancelot ni su pacto con Ginebra habrían bastado para alzarlo al consejo de Dumnonia.

Alcanzó tal rango por medio del matrimonio, y la mujer a la que desposó fue la hermana mayor de Arturo, Morgana... la sacerdotisa de Merlín, la adepta de los misterios, Morgana la pagana. Con semejante alianza, Sansum se deshizo de las secuelas de su antigua desgracia y se elevó hasta la cumbre del poder de Dumnonia. Fue nombrado consejero y obispo de Lindinis y repuesto en el cargo de capellán de Mordred, aunque, afortunadamente, la repulsión que le inspiraba el joven rey lo mantenía alejado del palacio de Lindinis. Asumió la autoridad sobre todas las iglesias del norte de Dumnonia, de la misma forma que Emrys era la cabeza de las del sur. Para Sansum fue un matrimonio brillante, aunque a los demás no nos produjo sino asombro.

La boda se celebró en la iglesia del Santo Espino, en Ynys Wydryn. Arturo y Ginebra estaban en Lindinis y acudimos juntos a la capilla en aquella gran ocasión. La ceremonia empezó con el bautismo de Morgana en las aguas del lago Issa, rodeado de cañas. Había trocado su antigua máscara con la imagen de Cernunnos, el dios cornudo, por otra decorada con una cruz cristiana y, para señalar el júbilo de la ocasión, vistió túnica blanca en vez de la negra de costumbre. Arturo gritó de felicidad al ver a su hermana entrar cojeando en el lago, donde Sansum, con evidente ternura, la sujetó por la espalda mientras ella se sumergía en las aguas. Un coro cantaba aleluyas. Esperamos a que Morgana se secara y se pusiera otra túnica blanca; después se acercó renqueando al altar donde el obispo Emrys los unió en matrimonio.

Creo que no me habría asombrado más si Merlín hubiera abandonado a los dioses antiguos para abrazar la cruz. Claro está que para Sansum el triunfo fue doble, pues no sólo alcanzó ascendencia sobre el consejo real del reino sino que además, la conversión de la hermana de Arturo al cristianismo fue un duro golpe al paganismo. Algunos lo acusaron enconadamente de oportunismo, pero para hacerle justicia, creo que amaba a Morgana a su manera, calculadora sin duda, y ella ciertamente lo adoraba. Eran dos personas inteligentes unidas por el resentimiento. Sansum siempre se consideró acreedor de un lugar más elevado, mientras que Morgana, que había sido bella, albergaba un gran resentimiento por el incendio que había desfigurado su cuerpo y destrozado su rostro hasta el horror. También sentía rencor por Nimue, puesto que le había usurpado el lugar de suma sacerdotisa de Merlín, y, para vengarse, Morgana se convirtió en la más ardiente cristiana. Alababa a Cristo con la misma estridencia con que antes había servido a los dioses y, después del matrimonio, empeñó su formidable voluntad por entero en la campaña misionera de Sansum.

Merlín no asistió a la ceremonia, pero aun así, extrajo diversión del acontecimiento.

—Está sola —me dijo, al conocer la noticia—, y el señor de los ratones le hace compañía, al menos. No copularán, ¿verdad Derfel? ¡Dioses, si la pobre Morgana se desnuda delante de Sansum, seguro que el hombre vomita! Además, ése no sabe copular. Al menos con mujeres.

El matrimonio no suavizó a Morgana. Encontró en Sansum a un hombre deseoso de dejarse guiar por sus astutos consejos, un hombre cuyas ambiciones podía respaldar con todo el ardor de su energía, pero para el resto del mundo, siguió siendo la mujer más amargada y taimada, la que se ocultaba tras la imponente máscara de oro. Continuó viviendo en Ynys Wydryn, pero en vez de quedarse en el Tor de Merlín se trasladó a la casa del obispo, junto a la capilla, desde donde veía los restos requemados del Tor, el refugio de su enemiga Nimue.

Nimue, huérfana de Merlín, estaba convencida de que Morgana había robado los tesoros de Britania. Por lo que yo sabía, tal convicción se basaba únicamente en el odio que sentía hacia ella, pues la tenía por la mayor traidora de Britania. Al fin y al cabo, Morgana era la sacerdotisa pagana que había abandonado a los dioses para entregarse al cristianismo, y Nimue, siempre que la veía, escupía y le lanzaba maldiciones que Morgana le devolvía enérgicamente; maldiciones paganas contra condenas cristianas. Jamás se reconciliarían, aunque en una ocasión, a requerimiento de Nimue, tuve que interrogar a Morgana sobre la olla perdida. Fue al cabo de un año de su matrimonio y, aunque yo ya era lord entonces y uno de los hombres más ricos de Dumnonia, Morgana me intimidó como antaño. Durante mi infancia, ella era la temida, respetada e imponente autoridad que gobernaba el Tor con talante brusco y malhumorado y un bastón siempre dispuesto para imponer disciplina. Años después, cuando me encontré frente a ella, me causó idéntica inquietud.

Nos reunimos en uno de los edificios levantados por Sansum en Ynys Wydryn. El más espacioso era del tamaño de un salón de festejos y hacía las veces de escuela donde docenas de sacerdotes aprendían a ser misioneros. Dichos ministros empezaban a estudiar a los seis años, a los dieciséis se los nombraba hombres santos y se los enviaba por los caminos de Bretaña a convertir infieles. Muchas veces me encontré en mis viajes con esos hombres entregados. Caminaban en parejas, con sólo una pequeña bolsa y un vara, aunque a veces los acompañaban grupos de mujeres, que sentían una curiosa atracción hacia ellos. No tenían miedo. Siempre que me los encontraba, me provocaban para que negara a su dios, pero siempre les respondía amablemente que admitía la existencia de su dios pero que los nuestros también existían, y entonces me maldecían y sus mujeres aullaban insultos contra mí. En una ocasión en que dos de tales fanáticos asustaron a mis hijas, utilicé contra ellos el extremo inferior de la lanza, y confieso que los golpeé con fuerza, pues el balance de la discusión fue un cráneo roto y una muñeca desarticulada, ninguno de los cuales era mío. Arturo insistió en que debía ser juzgado para demostrar que hasta los más privilegiados dumnonios habían de someterse a la ley, y así, acudimos al tribunal de justicia de Lindinis, donde un magistrado cristiano me condenó a pagar una multa de la mitad de mi peso en plata.

—Tenían que haberte azotado. —Morgana conocía el incidente y me soltó su veredicto tan pronto como me recibió—. En público, hasta despellejarte.

—Creo que hasta para vos sería difícil ahora, señora —le dije con indiferencia.

—Dios me daría la energía necesaria —sonrió tras la nueva máscara de oro con la cruz cristiana. Estaba sentada a una mesa llena de pergaminos y tablillas de madera cubiertas de señales de tinta, pues no sólo dirigía la escuela de Sansum sino que además llevaba la contabilidad de los tesoros de todas las iglesias y monasterios del norte de Dumnonia, aunque de lo que más orgullosa se sentía era de la comunidad de mujeres santas que cantaban y rezaban en una casa aparte donde los hombres tenía prohibida la entrada. Las oía cantar con dulces voces mientras Morgana me miraba de arriba abajo. Evidentemente, no le gustaba lo que veía—. Si has venido a por más dinero —me espetó— no te lo daré hasta que pagues las deudas pendientes.

—Que yo sepa, no hay ninguna cuenta pendiente —repliqué sin inmutarme.

—No sabes lo que dices. —Cogió una tablilla de madera y leyó una lista inventada de préstamos impagados.

Dejé que concluyera y luego, suavemente, le dije que el consejo no precisaba dinero de la Iglesia.

—Y en caso de que así fuera —añadí—, no me cabe le menor duda de que vuestro esposo os lo habría comunicado.

—Como tampoco cabe la menor duda de que vosotros, los paganos del consejo, urdís cosas a espaldas del santo. —Dio un respingo despectivo—. ¿Cómo está mi hermano?

—Ocupado, señora.

—Y mucho, ya veo, como para venir a verme.

—Como vos para ir a verlo a él —repliqué sin amablemente.

—¿Yo? ¿Ir a Durnovaria? ¿Y verle la cara a esa bruja de Ginebra? —Se santiguó, introdujo la mano en un cuenco de agua y volvió a santiguarse—. Antes bajaría al infierno a verle la cara al propio Satán que mirar a esa bruja de Isis. —A punto estuvo de escupir para evitar el mal, pero de pronto se acordó y repitió la señal de la cruz—. ¿Sabes qué clase de ceremonias exige Isis? —me preguntó en tono iracundo.

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