El enigma de Ana (16 page)

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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

BOOK: El enigma de Ana
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—Lo que no entiendo, tía Elvira, es por qué no dejaste esa relación que no conducía a ninguna parte. ¿Crees que él se hubiera comportado de la misma forma contigo? —preguntó Ana.

—Por favor —dijo Elvira al camarero—, ¿nos sirve otra copa de oporto? —Nadie estaba pendiente de ellas porque las dos mesas ocupadas se encontraban en el otro extremo y a los contertulios se les oía discutir sobre temas de actualidad. Elvira parecía serena, relajada al confiar a su sobrina sus íntimas preocupaciones. Tomando la mano de Ana, le dijo—: No, no creo que él hubiese hecho lo mismo que hice yo; pienso que se habría comportado de forma distinta, Juan me habría dicho adiós. También soy consciente de que si él pudiera mantener una relación en libertad con otro hombre, probablemente dejaría de quererme a mí.

—¿Y entonces?

—Le quiero, Ana. Y así será mientras viva. He intentado alejarme de él, rehacer mi vida como si no existieran mis sentimientos… Fue en vano. Nada me llenaba, incluso me propuse enamorarme de otros, pero resultó inútil. Claro que deseé tener hijos, formar una familia, aunque al final he decidido interpretar a lo largo de mi existencia el papel de novia eterna. No sé quién decía que ningún placer es estéril cuando nos reconcilia con la vida.

—¿Tú te reconcilias con la vida a través del amor por Juan? —planteó incrédula Ana.

—Sí, por ridículo que te parezca, es así. ¿Sabes? Me costaría mucho vivir sin la presencia y el apoyo de Juan. Es mi confidente, no existe ningún tipo de secreto entre nosotros. Mañana le contaré esta conversación que hemos mantenido. Yo te lo digo antes de que me lo preguntes: por supuesto que sufro y tengo celos, pero lo soporto con tal de estar a su lado; de viajar con él, de comer con él, de cuidarle cuando está enfermo, de sentirme halagada por su admiración. De su cariño desinteresado.

Ana la miraba asombrada. Le costaba creer que su tía estuviese hablando en serlo. ¿Llegó su padre a saber aquello?

—¿Quiénes conocen vuestra situación? —quiso saber.

—Nadie. Puede que algunos sospechen algo, pero como somos desde hace muchos años un grupo de amigos y la mayoría seguimos solteros, Juan y yo no resultamos diferentes.

—¿Mi padre lo sabía? —insistió.

—No. Ya te he dicho que nadie. Mi confesor
y
tú sois los únicos. Tu padre, mi querido hermano, nunca lo habría entendido. ¿Para qué iba a darle un disgusto?

Mientras hablaba, Elvira pensó que tal vez había sido egoísta al contarle a Ana su complicada relación amorosa. No estaba segura de que su sobrina, aunque fuera mucho más joven y viera la vida desde otro prisma, pudiese asimilar con cierta normalidad su comportamiento.

—Perdóname si te he hecho daño. Quiero que sepas que soy inmensamente feliz con Juan. ¿Que sufro algunas veces?, ¿y quién no? Te juro, mi querida sobrina, que es maravilloso experimentar este sentimiento. Juan me quiere y disimula su dolor cuando piensa que alguien me interesa más de lo normal. Pero en el fondo sabe, como lo sé yo, que mientras estemos en esta vida siempre iremos de la mano, juntos. No podemos seguir hablando —dijo Elvira—, mira quiénes se acercan.

Fernando Gálvez y Santiago Ruiz Sepúlveda caminaban hacia ellas.

—Nos ha dicho el camarero que estaban ustedes esperándome —dijo Gálvez a modo de saludo, para añadir—: Y no saben la alegría que me he llevado. He pensado mucho en ustedes.

—¿Ha recordado usted algo que pueda interesarnos? —preguntó Ana ingenuamente.

—No. Pero estaba deseando volver a verlas. He soñado varias noches con usted —dijo Gálvez mirando a los ojos de Elvira.

—¿Conmigo? —preguntó coqueta, y comentó—: Seguro que han sido pesadillas de las que estaba deseando despertarse.

—Todo lo contrario.

Santiago, que permanecía en silencio, miraba a su amigo y consideró conveniente decir algo para explicar aquella euforia y coqueteo de Gálvez.

—Hoy es un día especial para él —aseguró— porque por fin ha decidido volver a enseñar música. Venimos ahora de concertar dos clases semanales que le permitirán recuperar un ritmo más normal de vida del que llevaba en los últimos tiempos.

—Cuánto nos alegramos —exclamó Elvira.

—Todo ha sido obra suya —dijo Gálvez mirando a Santiago—. Es como mi hermano. Siempre pendiente de lo que hago. La verdad es que he aceptado para no seguir escuchándole un día tras otro. Y también, señorita Elvira, porque viéndola a usted quisiera ser el mejor hombre del mundo para que se fijara en mí.

—Qué zalamero, ha debido de tener novias por doquier —exclamó Elvira siguiéndole la corriente.

—No se crea, nunca encontré la mujer que anhelaba y presentía en mis sueños. Pero debo confesar que al verla a usted…

Ana seguía la conversación un tanto contrariada. No entendía cómo su tía coqueteaba con aquel individuo al que no conocían de nada. Seguro que su comportamiento era fruto de las copas de oporto que había tomado. Parecía que se hubiera olvidado del único tema que les interesaba de Gálvez. Miró a Santiago y tuvo la sensación de que él se sentía tan molesto como ella. Decidida, intervino en la conversación.

—Perdón, señor Gálvez, queríamos preguntarle por Bruno Ruscello, que fue durante un tiempo bibliotecario de la Escuela de Música.

—Hay que ver cómo son los jóvenes —comentó el conquistador violinista mirando a Elvira con complicidad—. No entienden nada, solo van a lo que les interesa. ¿Qué quiere saber de Ruscello?

—Todo lo que pueda contarnos.

—Le traté muy poco. Era más o menos de mi edad. Muy discreto y reservado. Mientras yo estuve en la Escuela de Música no se le conocían amigos. Tal vez el ser de otra nacionalidad, me parece que era italiano, aunque no estoy seguro, dificultaba sus relaciones con los demás —dijo Gálvez—. Aunque no lo creo. Los italianos y los españoles tenemos mucho en común. En opinión de las mujeres, era guapísimo. Tenía fama de conquistador pese a que no trascendió ningún tipo de amorío con las señoras que trabajaban en la Escuela y que lo asediaban sin cesar. Pero los comentarios eran inevitables y se decía que en una casa que tenía en El Escorial se reunía con sus numerosas amantes.

—¿Estaba usted en la Escuela cuando él se fue? —preguntó Ana.

—La verdad es que no lo sé. Yo la dejé en la primera quincena de enero. ¿Cuándo se marchó él?

—En enero también, aunque no sabemos la fecha exacta —dijo Ana.

—Pero seguro que fue después que el señor Gálvez —apuntó Elvira—, porque de estar en la Escuela, habría oído los comentarios sobre su accidente.

—¿Tuvo un accidente? ¿Qué fue de él?

—No sabemos nada con seguridad. La única certeza es que ha desaparecido y que es una de las personas que tratamos de localizar —aseguró Ana, y añadió—: Por eso son tan importantes los datos que pudiera aportarnos sobre las amistades de Bruno Ruscello.

—De verdad que lo siento —se lamentó Gálvez—, pero no puedo ayudarlas. Por cierto, ¿han localizado a Inés, la profesora de la que les hablé? Ella era una de las que intentaban conquistar a Ruscello.

Ana le contó su experiencia con Inés y expresó en voz alta la duda que ahora se le planteaba: si Inés era una de las enamoradas de Ruscello, ¿por qué no le había comentado su desaparición? ¿Cómo era posible que intentara relacionarse con él cuando estaba a punto de abandonarlo todo para casarse con su novio cordobés? Los tres la escucharon muy atentos. Gálvez fue el primero en responder.

—Creo que los dos interrogantes tienen una explicación lógica. Puede que Inés se marchase antes de la desaparición de Ruscello o que simplemente, al haber fracasado en sus intentos de conquistarlo, decidiera olvidarlo para siempre. En cuanto a lo de su novio, no es tan extraño.

—Es verdad que algunas mujeres siguen comportamientos propios de los hombres —apuntó Elvira—, pero están en su derecho. Sí, es probable que Inés se sintiera deslumbrada por Ruscello, aunque quien la quería y le brindaba seguridad era su novio de siempre y por eso se fue con él.

—Y no debe descartarse la posibilidad —dijo Santiago— de que el interés de Inés por Ruscello fuera un simple bulo. Todos sabemos que muchas veces se inventan historias por diversos motivos.

Ana miró a su profesor con verdadera admiración. Le parecía estupendo que viera el lado bueno de las cosas. Sin duda, la planteada por él era una explicación tan creíble como cualquier otra.

—De todas formas, Inés Mancebo no es la otra persona a quien buscamos —dijo Ana.

—Es verdad —exclamó Gálvez—. Mancebo, sí, ese era el apellido del que no lograba acordarme.

—Por cierto, según las informaciones que he conseguido, la mejor profesora interpretando a Paganini era Elsa Bravo. ¿Era esta a la que usted se refería cuando hablamos la primera vez?

—Sí, esa era. ¿Qué ha sido de ella? ¿Sigue en la Escuela?

—No, también la dejó a comienzos de 1871 y nadie ha vuelto a saber nada —aclaró Ana.

—¿Cree usted que puede ser ella la otra persona?

—Estoy casi segura.

—Tengo la impresión, y conste que no deseo inmiscuirme en sus preocupaciones y motivaciones para buscar a estas personas —dijo Gálvez—, de que si una de ellas es Bruno Ruscello, la otra tendría que estar relacionada con él por uno u otro motivo y la verdad es que me parece casi imposible que la señorita Bravo le prestase la menor atención al bibliotecario. No concibo que ellos pudieran tener nada en común.

—¿Por qué? —preguntó Ana interesada.

—Elsa era la persona más delicada y dulce que he visto en mi vida. No alternaba con nadie de la Escuela. Recuerdo que tenía un hermano que la acompañaba a todas partes. Creo que era político o estaba muy relacionado con ese mundo.

Santiago escuchaba en silencio. No había hablado
con
Gálvez de la maravillosa y misteriosa interpretación del
Capricho 24
realizada por Ana y no entendía nada de la conversación que estaban manteniendo, pero no le importaba. Seguro que ella tendría sus razones para buscar a esas personas. Ya llegaría el momento en que se lo contara todo. Y si no era así, tampoco le incomodaba. Su único anhelo era estar cerca de ella. Miró a Elvira, que plácidamente seguía tomando pequeños sorbitos de una copa que rellenaba con alegría desbordante. Él mismo, al llegar y ver que las dos mujeres estaban tomando oporto, había pedido al camarero que les dejara allí la botella. Gálvez y él beberían lo mismo.

A Ana no le pasó desapercibido el comportamiento de su tía. No tenía ni idea del oporto que se habría tomado, por eso dijo:

—Tía Elvira, creo que se nos ha hecho tarde. Me siento cansada. Si te parece, nos vamos y volvemos otro día por si el señor Gálvez recuerda algo.

Elvira era consciente de que había bebido más de la cuenta y notaba cierta euforia. Se sentía bien, solo lamentaba que Juan, su amado Juan, no pudiera contemplar sus coqueteos con Gálvez. Siempre le resultaba estimulante demostrarle que otros hombres sí se fijaban en ella y la deseaban. De repente se asustó de sus propios pensamientos y mirándose las manos —que jamás ocultan la edad— pensó en lo triste de su situación. «Soy una vieja —se dijo—. Una vieja ridícula que se las da de conquistadora, que ha desperdiciado su vida fomentando un amor imposible. A mi edad no debería estar aquí, sino en casa rodeada de hijos y hasta nietos…»

—… pero esto es lo que he querido —se le escapó sin darse cuenta, en voz alta, mientras apuraba lo que le quedaba en la copa.

—¿Decías, tía Elvira? —preguntó Ana.

—No, nada. Podemos quedarnos un poco más. Gálvez tiene que darme su dirección —dijo dirigiéndose a él—, quiero convidarle a casa. Ya verá qué amigos tan divertidos tengo.

—Es usted maravillosa —dijo el otro para añadir emocionado—: Le juro que lo que le voy a contar es verdad: en toda mi vida me he enamorado dos veces, y en ambas mi espíritu solo se identificaba y calmaba su ansiedad manifestando sus sentimientos a través de una composición.

—¿Y es? —preguntó impaciente Elvira.

—La misma que llevo interpretando desde el día en que la conocí. La misma que le dedicaré ahora mismo si usted me lo permite.

Y diciendo esto se puso en pie para coger el violín.

—Estoy deseando escucharle. Me siento muy honrada —manifestó Elvira con la mejor de sus sonrisas.

Ana miró a su tía y le pareció que había rejuvenecido: sus ojos brillaban de una forma inusual y unos cuantos rizos rebeldes se escapaban del control del sombrero dándole un aspecto pícaro y divertido. ¿Era todo efecto del oporto o le interesaba Gálvez? Estaba sorprendida, nunca había pensado que situaciones similares se pudiesen dar en personas de aquella edad. Dirigió sus ojos hacia Santiago, un poco avergonzada del comportamiento de su tía.

Este, tal vez adivinando sus pensamientos, dijo:

—La misma noche que nos encontramos aquí, Gálvez no paró de hacerme preguntas: quería saber todo sobre usted, Elvira. Desde entonces no ha dejado de interrogarme.

—Pero si ha cumplido los sesenta —exclamó Ana un tanto indignada.

—Y eso qué tiene que ver —exclamó enfadada Elvira—, ¿Acaso crees que después de los cincuenta los sentimientos dejan de existir?

No siguieron hablando, el violín de Gálvez se había impuesto en el local con una fuerza inusitada…

Ana se había olvidado de la incomodidad ocasionada por su tía y seguía apasionada la interpretación de Gálvez. En aquellos instantes no existía nada en el mundo a excepción de aquella melodía.

Elvira dejaba que sus lágrimas se deslizasen en libertad: nunca había escuchado una interpretación tan buena de la Chacona de Bach. Era emocionante que Gálvez pensara en ella al ejecutarla, pero Elvira no podía responderle siquiera con un sentimiento de simple afecto porque quien ocupaba su mente de forma obsesiva era su amigo Juan: veía su cara, sus maravillosos ojos grises y soñaba con acariciarlo, apretar su mano compartiendo la emoción de la música… Sin embargo, estaba sola… ¿Dónde se encontraría él? No deseaba ceder ante los celos. Lo habían hablado muchas veces… Se sintió desgraciada y rompió a llorar… Lloraba por la emoción de la música, por su amor no correspondido, porque se sentía una mujer frustrada, porque su vida era un desastre… Lloraba…

Santiago miraba a hurtadillas a Ana. Deseaba tanto abrazarla que no era capaz de concentrarse en la música. «Tal vez —se dijo— algún día pueda abrirle mi corazón», pero sabía que mientras fuese su profesor debía ocultar sus sentimientos.

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