El enigma de Ana (19 page)

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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

BOOK: El enigma de Ana
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—Si no te gusta, ¿por qué estás con él y no con otro?

—A mis padres les agrada que me acompañe.

—Siempre deseas darles gusto a tus padres. ¿Tienes muy en cuenta sus opiniones?

—Sí, sobre todo la de mi padre. Él sabe muy bien lo que me conviene.

—¿Estás ahora muy unida a tu padre?

—Claro. Es muy bueno y me quiere mucho.

—¿No tienes secretos para él?

—No.

—¿Se lo cuentas todo?

—Sí.

—¿Y a tu madre también?

—A ella no le importo. Se preocupa de otras cosas.

—¿No la quieres?

—Sí, aunque mucho más a mi padre. El me entiende. Ella no.

Elvira, interesadísima, seguía la conversación y no le pasó desapercibida la dulzura que se dibujó en la cara de su sobrina cuando habló de su hermano Pablo. Sabía que le quería mucho, que estaban muy unidos. Pero en ese momento se dio cuenta del trauma tan terrible que había supuesto para Ana perderlo.

Tampoco al doctor Louveteau se le escapó esa expresión que, unida al contenido de las réplicas, le llevó a plantearse una primera hipótesis: posiblemente la respuesta que buscaban estuviese escondida entre los recuerdos paternos. Por eso siguió insistiendo.

—Dices que siempre has estado muy unida a tu padre.

—Sí. Papá está pendiente de mí.

—Ana, has cumplido trece años. Me imagino que vas al colegio, ¿tienes muchas amigas?

—Sí.

—Habláis de muchas cosas.

—Claro.

—Recuerda y cuéntame alguna de vuestras conversaciones.

—Rosa, que es la mayor, sueña con ser artista de teatro. Es muy guapa y le gusta que la miren. María dice que lo que ella quiere es enamorarse de un chico muy guapo y tener muchos niños.

—Y tú, ¿les dices lo que quieres ser?

—Ellas ya saben que deseo convertirme en una gran violinista. Que quiero hacerme famosa en el mundo de la música.

—¿Por qué decides ser violinista?

—Mi padre me anima a serlo. Siempre quiso que yo me dedicara a la música.


Très bien.
Concéntrate. Ahora tienes once años. ¿Pasas mucho tiempo a su lado? Cuéntame cómo es un día normal de vuestra vida.

—Voy al colegio de Nuestra Señora de Loreto. Vuelvo a casa sobre las cinco. Después de merendar hago los deberes en el despacho de papá.

—¿El está contigo?

—Sí, claro.

—¿Qué hace mientras tú estudias?

—Lee o escribe.

—¿Por qué te gusta tanto estudiar en el despacho de tu padre?

—Porque me agrada estar cerca de él y porque puedo preguntarle todas mis dudas. Papá me ayuda a estudiar.

La sonrisa que ilumina el rostro de Ana se trunca de pronto y se queda en silencio.

—¿Qué sucede? —le dice Louveteau, muy atento a cualquier gesto de la paciente—. ¿Qué es lo que no te gusta?

—Son unos amigos de papá que a veces vienen a verlo.

—¿Y qué pasa?

—Que papá me manda a mi cuarto.

—Y tú no quieres que te separen de él, ¿verdad?

—No, pero es que discuten mucho y después papá está triste.

—¿Por qué sabes que discuten?

—Me quedo a escuchar detrás de la puerta.

—¿Puedes oírlos ahora?

—Sí.

—Dime de qué hablan.

—Siempre hablan de lo mismo, de un… asesinato… Del… asesinato… del general Prim.

Louveteau no levanta la vista, pero Elvira y el doctor Martínez Escudero se miran asombrados. Allí está el misterio.

—Ana, sigues detrás de la puerta, ¿verdad?

—Sí.

—¿Quién está hablando ahora?

—Es papá y está enfadado.

—¿Qué es lo que dice?

—Que están equivocados, porque los verdaderos culpables, los que decidieron acabar con la vida de Prim, siguieron disfrutando de la misma situación de poder sin que nadie les pidiera cuentas por lo que habían hecho. —Se expresa con voz fuerte. Elvira se pregunta si esa entonación enfática no responderá al deseo de imitar la forma de hablar de su padre.

El doctor Louveteau interroga con la mirada a su colega Martínez Escudero, que con una inclinación de cabeza le da a entender que esas eran más o menos las mismas palabras que empleó Ana sin ser consciente de ello durante la cena en casa de Juan.

—¡Es malo! No me gusta —casi grita la joven.

—¿Es uno de los amigos de tu padre?

—Sí.

—¿Por qué no te gusta?

—Es el que más enfada a papá.

—¿Ahora también?

—Sí. Y papá grita mucho.

—¿Puedes entender lo que dice?

—Habla de una malla que le salvó la vida al general y dice que murió porque nadie quiso salvarlo.

—Está bien, Ana, descansa, descansa unos minutos.

—Papá les dice que no quiere hablar de ese tema, que ya está todo dicho, pero que jamás se callará ante semejante patraña. Yo no quiero que vengan a verlo esos amigos que siempre le hablan de lo mismo.

—Tranquilízate, descansa, descansa…

El doctor Louveteau consulta su reloj. No ha necesitado mucho tiempo para llegar al origen del recuerdo reprimido, y se dice que tal vez pueda seguir intentando profundizar en la influencia paterna, para tratar de encontrar alguna respuesta a la extraña experiencia que Ana había tenido con el violín.

—¿Te sientes mejor?

—Estoy bien.

El doctor Louveteau decide retroceder un poco más en la vida de la paciente.

—Ana, eres una niña preciosa. Tienes seis añitos y te gusta mucho jugar con muñecas. Es una tarde cualquiera y estás en casa con ellas, ¿cómo se llama tu preferida?


Sol,
se llama
Sol.

—¿Es rubia o morena? ¿La tienes en tus manos?

—Sí. Es rubia. Papá dice que se parece a mí.

—¿Juegas a las muñecas con papá?

—No, pero me deja llevar los juguetes a su despacho.

—¿Estás jugando ahora en él?

—Sí. Estoy sentada en la alfombra y le doy la merienda a
Sol.
Mamá me ha regalado unas tacitas preciosas.

—¿Está mamá contigo?

—No, solo papá.

—¿Y qué hace?

—Escucha música.

—¿A ti te gusta la música?

—Sí, mucho. Pero a mamá no. Siempre discute con papá.


Alors,
quiero que te concentres y recuerdes lo que dice mamá.

—No, no, no… —Elvira mira sorprendida a su sobrina, que como si fuera una niña comienza a lloriquear y a taparse la cara con las manos—. No, no… —repite.

—Tranquila, tranquila —le dice Louveteau—. Cuéntame qué está pasando.

—Mamá grita, grita mucho, está muy enfadada. No, no… —suplica llorando Ana.

—¿Qué pasa?

—Mamá ha roto la grabación y le dice a papá que así no volverá a escuchar aquella maldita música nunca más y se va dando un portazo.

—¿Tú qué haces?

—No me atrevo a acercarme a papá. Está llorando.

—¿Qué sientes?

—Pena, una pena muy grande, sobre todo por papá, que ya no podrá volver a escucharla… Dice entre sollozos que era una grabación única. Y yo lloro. Lloro como papá y daría todas mis muñecas para que él pudiese volver a tener el cilindro del fonógrafo.

—¿Cómo es esa música, Ana? La has escuchado muchas veces y también hace unos minutos antes de que mamá entrara en el despacho. ¿Podrías tararearla?

—No sé.

—Inténtalo.

La joven permanece con expresión turbada. Al cabo de unos segundos dice que no puede.

—A tu papá le encantaría que la recordases —insiste el doctor.

—Lo sé.

—¿Te lo dice él?

—No. Pero a veces papá la tararea sin darse cuenta y yo intento seguirle.

—¿Y qué pasa?

—Que él se emociona y me da un beso. Me asegura que un día yo seré la mejor con el violín.

—Ana, sé que es un esfuerzo. ¿Puedes tararearla ahora? Piensa que papá te escucha.

—Es difícil.

Elvira y los doctores Martínez Escudero y Louveteau no pestañean para no perderse ni uno de los elocuentes gestos de la joven, que con expresión infantil intenta recuperar el recuerdo de aquellas notas. Los tres están seguros de que se trata del
Capricho 24
de Paganini, pero necesitan que la propia Ana se lo confirme.

Ella se sumerge con fuerza en su niñez. Quiere darle una alegría a su padre. Ve su cara. Nota que le invade la ternura y comienza tímidamente a entonar unas notas…

No existe ninguna duda porque, aunque por momentos resulta confuso identificar la melodía, se trata del
Capricho 24.
El doctor Louveteau mira a Martínez Escudero, que asiente. La hipnosis ha dado resultado y puede finalizar.

—Ana —llama Louveteau—, voy a despertarla contando hasta tres. Cuando oiga el número tres abrirá los ojos, estará despierta por completo y se sentirá perfectamente bien. Podrá recordar toda la sesión. ¡Atención! Comienzo a contar: un… dos… tres, ¡despierte! Todo ha salido bien. Tiene que estar tranquila. Se notará cansada, pero se recuperará muy pronto. Ana, quiero que recuerde todo lo que hemos hablado.

Elvira sentía unas ganas inmensas de llorar. Jamás hubiese podido imaginar que su sobrina estuviera unida de tal forma a su padre y deseaba escuchar la explicación del doctor.

Ana abrió los ojos muy despacio, tratando de descubrir el lugar exacto donde se encontraba, y respiró aliviada al ver la cara de su tía.

—Ha sido una paciente estupenda —dijo el doctor Louveteau—. Puede quedarse tranquila. Como sospechábamos, en su inconsciente estaba la respuesta. Hemos asistido a lo que llamamos «pantomnesia», es decir, determinados momentos del pasado que le han impresionado, de forma negativa, han quedado grabados en su psique con gran intensidad, pero su inconsciente los ha ocultado por el rechazo que le producen.

Al contrario de lo que pudiera pensarse, Ana miraba al doctor con expresión de placidez. Iba a comentarle que entendía perfectamente lo que le estaba diciendo, pero Louveteau seguía hablando.

—Esos pasajes guardados en su memoria podían no haber aflorado nunca, de no producirse las situaciones concretas que provocaron el recuerdo. Sabe a qué momentos me estoy refiriendo, ¿verdad? ¿Recuerda nuestra conversación?

—Sí —respondió Ana con una gran paz y exclamó—: ¡Dios mío, la música de papá era Paganini!

—Pero la había borrado porque su recuerdo le producía dolor. Sin embargo, la noche de fin de año usted se hallaba en un estado anímico muy especial —afirmó el doctor—: Añoraba a su padre, deseaba recordarle y al disponerse a tocar el violín para él, surgió la chispa e interpretó la música que usted sabía que le apasionaba.

—Lo entiendo —dijo Ana muy convencida—, aunque hay varias cosas para las que no encuentro explicación.

—¿Y son?

—La perfección con la que interpreto esa música, la hoja que dibujé de forma inconsciente y el texto que localicé en la partitura de los Caprichos.

El doctor Martínez Escudero intervino en ese momento para recordarle a su colega los pormenores del historial de Ana.

—Ciertamente, a esos interrogantes no puedo darles respuesta. Es decir, no existe explicación médica o científica para ellos. Claro que se podrían buscar aclaraciones dentro del mundo de la parapsicología, por ejemplo, la adivinación por contacto, pero es algo en lo que yo no creo —afirmó con rotundidad Louveteau.

—Comprendo que nosotros, como médicos, no debamos creer firmemente en la parapsicología, aunque yo no consideraría la adivinación por contacto una pura fantasía —matizó Martínez Escudero.

—Es usted demasiado benévolo en sus calificaciones. Yo lo considero más bien una tomadura de pelo.

Elvira escuchaba interesadísima y antes de que su sobrina
dijese
nada, pidió que le aclararan qué era eso de la adivinación por contacto. Fue Martínez Escudero quien las informó.

—Es una, llamémosla, teoría que asegura que los objetos quedan impregnados de quienes los poseen y algunas personas más sensibles pueden percibir a través de ellos cualidades o defectos de sus antiguos dueños.

—Será una tontería, pero me parece muy interesante —comentó Ana. Estaba dispuesta a agarrarse a cualquier posible solución. Solo quería encontrar respuestas a lo que le sucedía y por supuesto que no iba a rechazar ninguna hipótesis—. ¿Hay algún experto en Madrid con el que podamos consultar? —preguntó.

—Lo desconozco —respondió el doctor Martínez Escudero.

—La verdad es que no entiendo muy bien para qué necesitaríamos a un experto si supiéramos qué objetos son los que pueden influir en Ana —apuntó Elvira.

—¿Y cómo lo sabría? ¿Podría decirnos ahora cuáles son esos objetos que propician determinadas reacciones de su sobrina? —le preguntó Martínez Escudero.

—Parece fácil deducir que tendría que ser el violín —afirmó Elvira—, nadie mejor que él para lograr esa maestría interpretando a Paganini.

—Tiene usted razón, pero solo a medias. Supongamos que el violín que utiliza Ana, el de ella, pudo haber pertenecido antes a otra persona, y que esta interpretara a Paganini de forma excepcional. Pues con todos esos datos no se podría afirmar nada si un especialista no examina el objeto, en este caso el violín, para determinar al palparlo y estudiarlo si puede transmitir vivencias o no. Además —prosiguió el doctor—, ese virtuosismo con Paganini que Ana demuestra en determinados momentos puede recibirlo de cualquier otro objeto que haya pertenecido a algún violinista.

—¿A qué objetos se refiere, doctor? —quiso saber la joven.

—A ninguno en concreto y a todos los que estuvieron en contacto con el supuesto violinista. Cualquiera puede ser: una pipa, una prenda de vestir, unas gafas… Algo perteneciente a esa persona experta con el violín.

Ana no sabía si el violín que le había regalado su padre lo había comprado para ella o si lo había usado él en su paso por la Escuela de Música. Y de no ser el violín, estaba segura de que los objetos que podían haberle transmitido vivencias ajenas se encontraban en La Barcarola, la casa de su tía en la que todo se había desencadenado.

—Pero por favor, querido Rodrigo —dijo Louveteau—, todo eso son majaderías a las que no deberíamos prestar la menor atención. Señorita —dijo dirigiéndose a Ana—, está usted perfecta. Olvídese de la hoja de tilo, del mensaje y demás interrogantes. Seguro que son simples coincidencias y que en otra situación no les hubiera dado importancia.

—Sí, es posible —convino ella—, aunque personalmente siempre me ha parecido que las coincidencias responden a algo que ignoramos.

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