—Sin duda —le respondió Elvira—, aunque no deja de ser una muestra de cortesía.
El público aplaudía con tibios aplausos la interpretación del violinista. Al ver que no atacaba otra pieza y que hacía ademán de abandonar la tarima, Ana preguntó el nombre del artista, y una vez se aseguró de que era él a quien buscaban, pidió al camarero que se acercase de nuevo, ¿podría por favor avisarle de que dos señoritas deseaban hablar con él? Pasaron cinco, diez minutos y nadie aparecía. Con muestras evidentes de nerviosismo Ana se volvió hacia Elvira.
—Seguro que no quiere atendernos. Sin duda es un violinista buenísimo —apostilló.
—Sí que lo es, y todavía guapo —dijo riendo su tía, para añadir—: No te impacientes, habrá tenido que ir al cuarto de baño o tal vez le esperaba otra persona.
Ninguna de las dos se percató de la llegada del violinista, que, con la finalidad de observarlas sin que ellas se dieran cuenta, había salido por la puerta de atrás para entrar de nuevo por la de la calle.
—Estoy seguro de que ustedes aman la música —les dijo de repente a su espalda— y que no están habituadas a escucharla en locales como este.
—Le felicito —dijo Ana—. Ha sido una interpretación magnífica.
—Muchas gracias. No sabe cuánto tiempo hace que no escucho ningún tipo de comentario sobre lo que hago. Agradezco su benevolencia, es usted muy generosa. Aunque sí hubo un tiempo en el que fui bueno. Ahora simplemente utilizo el violín para sentirme vivo. Se me hace raro ver a unas señoritas en un lugar como este —continuó Gálvez cambiando de tema—. De ir a algún café, encajarían mejor en el Fornos, que es mucho más apropiado para ustedes.
—¿Frecuenta usted el Fornos? —le preguntó Elvira a Gálvez. Por supuesto, ni ella ni su sobrina habían estado nunca en su interior, pero Juan era asiduo a una de sus tertulias y en más de una ocasión le había descrito la majestuosidad del que sin duda era el más elegante de todos los cafés madrileños. Situado en la calle Alcalá esquina con Peligros, abría sus paredes, cubiertas de espejos que permitían que los curiosos observaran con discreción cuanto sucedía en su entorno. También el Fornos disponía de gabinetes reservados que aseguraban una total intimidad. Decorado con pinturas murales de autores como Sala, Gomar y Plasencia, contaba con ricas alfombras, tapices y muebles de caoba. De sus techos colgaban relojes de dos esferas y estatuas de bronce hacían de sugerentes pies de lámparas.
—No. Allí no puedo desahogarme con el violín, como aquí —respondió Gálvez.
—La verdad es que nos interesan muy poco los cafés —intervino Ana— y si estamos aquí, es porque deseábamos hablar con usted.
—Es verdad que me buscaban, por unos momentos lo olvidé, perdonen. ¿En qué puedo servirlas?
Después de presentarse y de agradecerle que las atendiera, la joven dudó unos segundos, porque —aunque lo había ensayado mil veces— no sabía muy bien cómo abordar el tema. De pronto decidió que lo mejor sería preguntarle directamente.
—Señor Gálvez, le ruego que me disculpe por lo que voy a preguntarle, no quiero que piense que deseo inmiscuirme en su vida, pero necesito saber
si
usted se vio obligado a abandonar la Escuela de Música o si recuerda a algún compañero que sí haya tenido que hacerlo. Estoy intentando localizar a una persona que supuestamente en los setenta tuvo que alejarse de Madrid.
—No se preocupe, señorita. Sería pretencioso por mi parte creer que una hermosa joven como usted desea conocer la vida de un viejo músico como yo. Aunque es posible que yo sea el hombre que usted trata de localizar. —Mirándolas muy sonriente, se atusó sus abundantes cabellos blancos. Mientras Ana hacía verdaderos esfuerzos para dominar su impaciencia, Gálvez tomó un sorbito de la copa de coñac que el camarero, por propia iniciativa, le había servido y les dijo—: A estas alturas de mi vida muy pocas cosas me importan y si ustedes quieren dar conmigo por lo que me imagino, pues les voy a facilitar el trabajo, no me esconderé más.
Ana no podía creer lo que estaba escuchando. Miró a su tía Elvira con las pupilas dilatadas por la ansiedad; en aquel hombre podría estar la clave de todo.
—En el 71 me vi obligado a irme de Madrid —apuntó Fernando Gálvez— y por lo tanto tuve que dejar mis clases en la Escuela de Música. Los acreedores no me dejaban vivir y decidí desaparecer. Me fui a Viena y allí intenté encontrar trabajo. Después de haber recorrido las ciudades más importantes de Europa, hace solo dos años que he regresado. Volví porque mi situación se repite en todas partes y pensé que en Madrid se habrían olvidado de mí después de veinte años. Pero veo que no es así. Es muy posible que ustedes trabajen para ellos, pues aquí me tienen. No pienso huir más.
Efectivamente, el violinista podía ser el autor del texto de la partitura. Había tenido que salir huyendo por causas económicas, y al no poder despedirse de alguien que le importaba, le dejó un mensaje. Por un instante, Ana pensó que estaban a un paso de desvelar el misterio, pero luego una frase cruzó su mente:
No sé dónde me llevan…
Quien escribió las líneas en la partitura ignoraba cuál sería su futuro más cercano; sin embargo, a Gálvez no se lo había llevado nadie, se fue él y sabía muy bien adonde. No, él no era el autor del mensaje. Aunque, mirándolo desde otro ángulo, pudo ocultar el nombre de la ciudad por miedo a que alguien que no fuera la persona a quien estaba dirigido leyera el texto y diese con él. También cabía la posibilidad de que la otra persona supiese, en caso de necesidad, dónde iría el violinista. La joven decidió indagar un poco más en todo aquello.
—Me imagino que habrá sido muy duro para usted abandonar a sus amigos y compañeros de toda la vida —quiso saber.
—No se crea, siempre he sido un solitario que se ha relacionado solo lo imprescindible con los demás.
Elvira acudió en ayuda de Ana.
—Señor Gálvez, al margen del interés que mueve a mi sobrina, yo siento una enorme curiosidad por conocer su opinión sobre los Caprichos de Paganini.
—¿Es usted violinista?
—No, eterna aprendiz de violonchelo, pero adoro la música. El violín me encanta, aunque no consigo conectar con los Caprichos, de ahí mi pregunta.
—La entiendo perfectamente, podría decir que a mí me pasa lo mismo. Paganini era increíble, un virtuoso en estado puro, pero sus Caprichos siempre me han parecido una exhibición del manejo del violín, una exhibición sin duda maravillosa, pero pura exhibición. Sin duda yo me identifico más con otras composiciones. Y en cuanto a virtuosismo, si soy sincero, casi prefiero a nuestro Sarasate. Puede que su reacción ante las dificultades que siempre se le pueden presentar a un intérprete sea superior a la del genio genovés y por supuesto, para mí, su habilidad en los
pizzicatos
y la nitidez de sus armónicos le hacen mejorar a Paganini.
Mientras Gálvez hablaba, Elvira estudiaba todos sus gestos y reacciones. Desde el primer momento le resultó simpático y estaba comprobando cómo una corriente de afinidad se establecía entre ellos. Para demostrarse a sí misma que no se equivocaba, le comentó:
—Tengo la sensación de que usted es de los que prefieren los adagios.
—Sin duda, ¿cómo lo ha adivinado?
—Me bastó con ver cómo interpretaba hace unos minutos el adagio de la primera sonata de Bach.
—¿Y qué le ha parecido? —preguntó sonriendo.
—Espléndido. Creo que usted, como alguien dijo de Jesús de Monasterio, «ama» con el adagio.
—No «galanteo» como Sarasate, ¿verdad? —le preguntó complacido.
—Ya veo que conoce el comentario —respondió Elvira.
Ana se estaba poniendo nerviosa. Su tía había querido ayudarla, pero se había ido por las ramas. Se habían olvidado de Paganini. Por eso intervino decidida.
—Entonces, ¿no le gustan los Caprichos de Paganini?
—No he dicho eso.
—Pues a mí me parecen maravillosos, especialmente el 24 —afirmó.
—Usted sí es violinista, ¿verdad?
—Sí.
—Pues si le soy sincero, querida señorita, no sabría decir cuál de los Caprichos prefiero —manifestó Gálvez con cierto cansancio, como si el tema le aburriera. De repente recobrando nuevas fuerzas, añadió—: Bien es verdad que si tuviéramos presente la vida de Paganini, nuestra valoración sería distinta, sobre todo la mía. El y yo compartimos algo más que el amor por el violín.
—¿Sí? —preguntó Ana muy intrigada.
—La pasión por el juego —dijo riendo Gálvez—. De haber podido, yo también habría creado un casino como hizo él. Y probablemente, al igual que Paganini, no dudaría en pactar con el diablo para poder tocar el violín de forma tan increíble.
—¿Un pacto con el diablo?
—Quién lo sabe. En su época se decía y así ha llegado hasta nosotros en forma de leyenda. Aunque lo cierto es que él jamás quiso desmentir esos rumores, que sin duda eran muy rentables publicitariamente.
—Tengo entendido que algo similar se decía de Giusseppe Tartini, un gran violinista y compositor italiano bastante anterior a Paganini, y su sonata
El trino del diablo.
¿No corría el rumor de que la escribió por inspiración del demonio, que se le había aparecido en sueños tocando el violín? —apuntó Elvira.
—Sí —afirmó Gálvez—, conozco algunas composiciones de Tartini y puede que exista cierta similitud entre esa sonata a la que usted alude y el
Capricho 24.
—¿Quiere decir que el
Capricho 24
puede tener influencia del diablo? —preguntó Ana.
—Como comprenderá, señorita, yo no puedo saberlo. Que cada uno crea lo que quiera.
Ana había escuchado aquellas versiones con cierta inquietud, pero decidió que era estúpido dar crédito a ese tipo de fantasías. Además, ella era consciente de que su papel en toda aquella historia no tenía más finalidad que hacer el bien, de eso estaba segura, como también lo estaba después de observar a Fernando Gálvez de que no era la persona a quien buscaban: no había reaccionado al mencionarle el
Capricho 24 y
se refería a él sin ningún tipo de interés. Si fuera el autor o el destinatario del mensaje, no podría quedarse, como había hecho, totalmente impasible. Ninguna de las dos creía que fuera él la persona que buscaban, aunque Ana necesitaba irse de allí con la certeza de que su instinto no la estaba traicionando. ¿Cómo podría asegurarse? Por suerte, el violinista les iba a facilitar el trabajo.
—Queridas señoritas, díganme ya qué es lo que desean que haga. Es triste, pero después de veinte años sigo sin poder hacer frente a la deuda. Esto es lo que deben comunicar a quienes las han enviado. Y estoy dispuesto a enfrentarme a lo que sea.
—No, verá —dijo Ana—, está equivocado. No venimos en nombre de nadie ni le reclamamos ninguna deuda. Señor Gálvez, usted no es la persona que buscamos. Nosotras no tenemos nada que ver con esos antiguos acreedores.
—Qué alegría me dan. Ya no tengo fuerzas para seguir huyendo. Entonces, ¿quién creían que era?
—Buscamos a un profesor también obligado a marcharse, pero a diferencia de usted a él se lo llevaron a la fuerza, y todo apunta a que aquello tuvo lugar pasado el 70 —aseguró Ana.
—¿Por qué han venido a verme a mí? ¿Quién les ha dado mi nombre?
—Uno de los profesores más antiguos de la Escuela nos dijo que usted y Nemesio García se habían ido a comienzos de 1871. Tal vez usted recuerde algún otro nombre.
—Que se haya marchado inesperadamente, ninguno. Pero yo me fui en enero del 71 e ignoro lo sucedido después. Un momento —se detuvo de golpe Gálvez—, alguien me comentó que una de las profesoras de violín, a la que todos queríamos conquistar, decidió abandonar su carrera. Creo que fue unos meses después de irme yo. Es posible que la persona que ustedes buscan sea una mujer y no un hombre.
—¿Cómo se llamaba? ¿Era madrileña? —inquirió Ana con verdadera ansiedad—. ¿Sabe por qué tuvo que irse?
—Un momento, por favor —dijo Gálvez—, cada minuto que pasa mi curiosidad aumenta. Sí, señoritas, me han intrigado ustedes. Desconocen la identidad de la persona que buscan, no saben si es hombre o mujer, con lo cual no quieren localizarle para hacerle entrega de una herencia. Tampoco le pueden reclamar deudas. ¿Me podrían decir para qué la buscan después de tanto tiempo?
Elvira miró a Ana para ver si quería que respondiera por ella. La verdad era que no sabía qué decir. Pero su sobrina, muy tranquila, parecía tenerlo más claro.
—Señor Gálvez, prefiero no decírselo porque es un tema privado, pero le aseguro que sería importantísimo para mí dar con esa persona. Le ruego que intente recordar algo más sobre ella.
El las miró un tanto desconcertado. «Es posible —pensó— que la más joven esté un poco trastornada y que la otra solo le lleve la corriente».
—Estoy casi seguro —les dijo— de que vivía en la calle Barquillo. Se llamaba Inés, pero de su apellido no consigo acordarme. Lo siento. Desconozco si había nacido en Madrid, aunque sí puedo decirle que sin duda se trataba de la mujer más sensual de toda la Escuela.
—¿Era buena interpretando a Paganini? —quiso saber Ana.
—Ella y otra, de la que no recuerdo el nombre, eran las mejores. ¿Por eso me preguntaban antes por los Caprichos? También había profesores excelentes, auténticos maestros en la interpretación del violinista genovés. Perdónenme, pero creo que con esos datos no van a conseguir nada. De todas formas, si necesitan algo, no duden en volver. Será un placer verlas de nuevo. Ya saben que mientras yo siga en este viejo café, serán recibidas con respeto. Por cierto —añadió Gálvez mirando hacia la puerta—, acaba de entrar un buen amigo que es profesor de violín y especialista en Paganini. Tal vez él pueda ayudarlas.
Ana y Elvira se giraron para ver al recién llegado. El profesor don Santiago Ruiz se acercaba sonriente a saludar a su amigo, aunque su cara cambió de expresión al reconocer a las dos mujeres que estaban a su lado.
—Qué sorpresa tan agradable —exclamó en un intento de ser amable.
—No me digas que conoces a estas señoritas —preguntó Gálvez.
—Pues sí. La señorita Sandoval ha sido mi mejor alumna en la Escuela —dijo dirigiéndose a Ana—. Ahora le doy clases particulares.
—Igual tú puedes ayudarlas —apuntó el violinista—. Están buscando a alguien experto en Paganini que haya abandonado la Escuela en los setenta. Ya sé que tú en esos años no eras ni alumno, pero puede que al estar en la Escuela consigas alguna pista.