El enigma de Ana (3 page)

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Authors: María Teresa Álvarez

Tags: #Narrativa

BOOK: El enigma de Ana
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—¿Y eso? —preguntó Elvira un tanto extrañada ante el repentino interés de su sobrina por la obra del músico genovés.

Ana dudó, no quería revelar sus verdaderos motivos. En su lugar, salió al paso excusándose tras su profesor de música:

—Hace tiempo que don Santiago me propuso trabajar a Paganini, y la verdad es que lo intenté pero sin interés. Sin embargo, ahora creo que la interpretación de los Caprichos constituye un buen aprendizaje para conseguir ese virtuosismo al que todos aspiramos.

Elvira, complacida ante la respuesta de su sobrina, tomó su mano y con gesto aprobatorio le dijo:

—Haces muy bien en retrasar el viaje y en dedicarte a Paganini y nadie mejor para enseñarte que Santiago Ruiz Sepúlveda.

Lo que no podía sospechar Ana es que esa decisión la iba a arrastrar hacia un misterio que habría de trastocar su vida. Sin saberlo, se introducía en una realidad confusa envuelta en las grandes incógnitas de la mente.

II

E
l día no había empezado nada bien. Ana se había despertado con un ligero pero persistente dolor de cabeza y cuando se miró al espejo, después de aclararse la cara con agua muy fría, le devolvieron la mirada dos ojos enrojecidos bajo unos párpados hinchados. No había cometido excesos la noche previa, ni ninguna de las noches desde su regreso de Biarritz. Claro que eran días de comidas copiosas y de abundantes dulces. Pero Ana no había caído en ninguna de esas tentaciones: sabía que su estado era la consecuencia de la enorme discusión que había sostenido con su madre la tarde anterior.

Cuando Dolores Navarro conoció las intenciones de su hija, sufrió un desvanecimiento del que, tan milagrosamente como de costumbre, la recuperaron las sales. Era bastante dada a la teatralidad en todas sus acciones, y si con Pablo la estratagema siempre le dio buenos resultados, ahorrándole más de un disgusto, de igual modo había de funcionar con Ana, que tanto se parecía a su padre. Sin embargo, no fue así: su hija se mostró inflexible en sus deseos de dedicarse profesionalmente a la música.

—Madre, se lo he repetido mil veces. Al cumplir la mayoría de edad, puedo decidir qué hacer. Es una pena que mi padre, que en gloria esté, no pueda apoyarme y hacerla reflexionar.

—No voy a consentir que te vayas. No puedes tirar por la borda un matrimonio tan estupendo. Enrique es uno de los mejores partidos de Madrid. ¿Cómo crees que reaccionará cuando sepa que quieres dedicarte a tocar el violín? Su familia goza de un merecido prestigio en esta sociedad, al igual que la nuestra, y vosotros habéis nacido el uno para el otro. No, Ana, no irás a Viena ni a ningún otro sitio. Te casarás y serás feliz. Harás lo que yo te diga. No vas a privarme de la alegría de emparentar con los Solórzano de la Cruz.

—El hecho de que me dedique a la música no significa que renuncie a Enrique. Quiero que sepa, madre, que aunque me quedara aquí no me casaría de forma inmediata con él porque no estoy enamorada. Puede que un día lo esté y todos seamos felices. Y si no es así, tampoco hay por qué disgustarse. Eso es lo que nos aconsejaría papá.

—Tu padre, tu padre… El es el responsable de lo que está sucediendo. No tenía que haberte enviado al conservatorio. ¿Sabes por qué lo hizo? —preguntó con una sonrisa diabólica, y sin darle tiempo a contestar, añadió—: Tu padre quiso que estudiaras porque no conseguimos tener un hijo varón y se consoló preocupándose por ti como si fueras un chico.

—¿Está diciéndome que si hubiese tenido un hermano, a mi padre no le habrían preocupado mis estudios?

—Es de suponer que en tal caso se habría volcado en el varón y tú, querida, habrías pasado a un segundo lugar.

—Madre, ¿por qué desea hacerme daño? No es verdad. Mi padre quería que yo fuera una gran concertista. ¿Acaso no recuerda su ilusión cuando asistió a mi primer recital? —Al rememorar aquel día, no pudo evitar que sus ojos rebosasen de emoción. Su padre la adoraba; estaba segura de que su madre mentía al afirmar aquellas cosas.

Llamó a la criada para que le llevara unas compresas muy frías con el fin de aplicarlas a los párpados y pidió que le sirviera el desayuno en la habitación. Lo mismo le daba desayunar en el comedor que en su cuarto, estaría sola en ambos sitios. Nunca había desayunado con su madre, que acostumbraba a hacerlo en su habitación y cerca del mediodía.

Ana tenía que recuperar fuerzas y tratar de eliminar de su rostro las huellas del llanto de la pasada noche, porque aquella mañana debía solucionar dos asuntos: en primer lugar, conseguir que el profesor Sepúlveda accediera a darle clases particulares; en segundo, almorzar con Enrique para contarle sus proyectos.

Ana vivía en una hermosa casa de la calle Almagro, y a pesar de la distancia y de los restos de nieve que aún quedaban en las aceras tras la intensa nevada de la noche de Reyes, decidió ir andando hasta la Escuela de Música. Desde hacía bastantes años, exactamente cuarenta y tres, esta formaba parte de las dependencias del Teatro Real, pero no siempre había sido así: en sus orígenes, allá por 1830, el Real Conservatorio, como entonces se llamaba, ocupaba un inmueble en la plaza de los Mostenses. Después cambió a un nuevo edificio en la calle de Isabel la Católica, para, en 1852, trasladarse al lugar que aún ocupaba en aquel recién estrenado 1895. La Historia tampoco había pasado de largo ante sus muros, y la revolución del 68, la llamada «Gloriosa» que destronó a Isabel II y trajo consigo el Sexenio Democrático, le brindó un nuevo nombre —Escuela de Música y Declamación— y le puso al frente un nuevo director, Emilio Arrieta. Cosas de la vida, no dejaba de resultar curioso que el elegido fuese alguien tan vinculado a la reina doña Isabel que se había visto obligada a abandonar España. En cualquier caso, Arrieta había permanecido en el cargo hasta su muerte el año anterior, y ahora era Jesús de Monasterio el encargado de dirigir la Escuela de Música.

Ana se había esmerado en su arreglo y el efecto era casi milagroso: su rostro resplandecía bajo un gorrito marrón de visón, a juego con el cuello y las bocamangas de su abrigo; debajo, un traje beis que realzaba la melena rubia, septentrional, casi reñida con unos ojos tan negros como los suyos.

No había llegado a la calle Hortaleza y ya se había arrepentido de no haber pedido el coche. La temperatura era agradable y lucía el sol, pero las aceras permanecían heladas y un resbalón a punto estuvo de hacerle perder el equilibrio. Ana decidió extremar la precaución y caminar muy despacio. Tenía tiempo suficiente. El profesor Ruiz Sepúlveda no finalizaba las clases hasta la una.

—Qué miedosa eres. El suelo no se volverá más seguro por mucho que lo mires, si no te vas a caer.

Nada más escuchar aquella voz, Ana supo que quien le hablaba era María Luisa Chevalier. Su acento resultaba inconfundible.

—No sería la primera vez —dijo apartando la vista de la acera para mirarla. Extendió una mano y se apoyó en su brazo, al tiempo que le decía—: Soy bastante patosa, querida, y seguro que si no me fijo en el suelo, pisaré donde haya más hielo. Pero ¿qué haces tú en Madrid? Creía que estabas en París.

—He decidido volver para descansar un tiempo en casa y también para contemplar la posibilidad de dedicarme a la enseñanza, aquí en la Escuela.

—¿Abandonas los recitales?

—No inmediatamente, pero me gustaría hacerlo dentro de uno o dos años.

María Luisa Chevalier Supervielle había sido una niña muy aventajada. A los trece años se presentó como concertista de piano en París y Burdeos. Cuando Ana la conoció, acababa de recibir el premio de honor de la Exposición Internacional de París de 1889; desde entonces había dado recitales en las más importantes salas europeas y también formaba parte del cuarteto creado por Jesús de Monasterio.

—Lo cierto es que estoy preocupada. Me han llegado comentarios no muy buenos sobre la gestión de Monasterio en su primer año a cargo de la Escuela —le confesó María Luisa a la vez que ambas retomaban del brazo el camino hacia la Escuela, Ana con la vista aún anclada en la acera.

—No había oído nada…, pero creo que no lo está haciendo mal. Lo que pasa es que son muchas las esperanzas puestas en él y es posible que no responda a todas las expectativas. Tal vez su carácter no sea el más apropiado para asumir un cargo de este tipo, pero tú le conoces mejor que yo.

—Le conozco y le admiro mucho como persona y como artista porque fue mi profesor y todo lo que sé lo he aprendido de él: es un violinista excepcional con una gran sensibilidad, pero como gestor… Bueno, tú misma lo has dicho: no sería la primera vez que genio y gestión no van de la mano.

—Ahora que lo comentas, recuerdo que mi padre me contó que Jesús de Monasterio fue alumno del gran violinista de Beriot, el que fuera marido de la Malibrán, y que prefirió regresar a España aun teniendo al alcance de la mano el éxito internacional.

—Eso hizo, sí… De todos modos, todavía hoy conserva un gran prestigio en los ambientes musicales europeos. Yo misma he podido apreciarlo en mis giras… No sé qué pensarás tú, pero a mí me cuesta comprender cómo un violinista con su talento puede ser capaz de renunciar a una proyección internacional para encerrarse en España.

—Es extraño, sí —afirmó Ana al tiempo que sacudía de su hombro un copo de nieve derretida de las ramas superiores de algún árbol. Luego guardó silencio unos segundos y retomó la palabra—. Por suerte, las personas somos distintas. Pienso que existen músicos que estarían dispuestos a entregar años de su vida a cambio de la oportunidad de ser valorados y admitidos en la élite musical europea. Sin embargo, otros como Monasterio rechazan esta posibilidad tal vez por amor, por estar cerca de los suyos o porque el éxito ocupa un lugar secundario en su escala de valores. También puede suceder que lo que de verdad les apasione sea la enseñanza y, si es así, lo mejor es ejercerla en el propio país. —Calló aún una última opción: sabía bien que para unos pocos, lo único primordial era la música en su más pura esencia; un anhelo tan personal e intransferible que solo podía saciarse en la mayor de las soledades… algo demasiado cercano a lo que ella misma vivió en la mansión de Biarritz.

—Tienes toda la razón —hablaba ya María Luisa a su lado—, y no creo equivocarme si digo que tú y yo no estamos hechas de esa misma pasta, ¿verdad? Las dos queremos convertirnos en grandes intérpretes; no hay nada como despertar el aplauso de un auditorio emocionado.

Ana pensó en lo que acababa de oír: era cierto que amaba la interpretación, y también que no se veía capaz de dedicar sus esfuerzos a la enseñanza, entre otras cosas porque carecía tanto de vocación como de paciencia. Tampoco se imaginaba a sí misma como compositora, porque a pesar de su desbordante fantasía, su inspiración musical resultaba escasa para tales menesteres, así que las opciones se limitaban y tuvo que darle la razón a María Luisa, que la miraba esperando su respuesta.

—Creo que yo estoy entre esos que se irán a probar suerte al extranjero, sí —sonrió—, aunque no tanto por el éxito, que puede ser caprichoso y a veces injusto, como por las posibilidades que se me ofrecen, tanto en el aspecto personal como en el profesional.

—¿Así que has decidido marcharte? ¡Cuánto me alegro! Aunque no creas que todo es tan maravilloso —apuntó María Luisa, para añadir—: Resulta bastante duro enfrentarse de forma profesional a la música. Se te exigirá una entrega completa, no lo olvides.

—¿Tú te arrepientes de haberte dedicado a dar recitales?

—No, en absoluto. Si pienso en dejarlo dentro de unos años no es porque me haya cansado, sino por exigencias familiares. —María Luisa la miró con una expresión de cierta complicidad resignada que Ana no supo interpretar porque desconocía si estaba casada o si iba a contraer matrimonio dentro de poco. Consideró que no era aquel el momento oportuno para preguntarle por los verdaderos motivos que la hacían regresar a casa. Además, ya habían llegado a la Escuela.

Se despidieron con un abrazo y Ana subió las escaleras con cierta prisa, aunque en vez de dirigirse al aula del profesor Ruiz, se detuvo en uno de los salones, el que presidía un cuadro de Arrieta, y se quedó mirándolo totalmente absorta. Ajena a lo que sucedía a su alrededor, no sintió los pasos de alguien que se acercaba: era un muchacho más o menos de su misma edad, rubio, guapo y muy consciente de serlo. Permaneció durante unos minutos observándola, y luego, con andar sigiloso, se acercó para tocarla en el hombro.

—Mi preciosa Ana, no esperaba verte. ¿No me digas que has venido a decirle adiós a don Emilio Arrieta? No, ya sé, estabas haciendo tiempo para encontrarte conmigo. Sabes perfectamente que a esta hora siempre paso por este salón.

Ana lanzó al joven una mirada despectiva y sin molestarse en contestar, abandonó el lugar de forma apresurada. Nunca había podido soportar a aquel futuro pianista. Por suerte, no habían coincidido en las aulas, aunque el asedio al que la sometía cada vez que se cruzaba con ella por los pasillos bastaba para que se sintiera feliz ante la perspectiva de no regresar cada día a la Escuela.

No sabía por qué se había detenido ante el cuadro de Arrieta, pero tenía la impresión de haberlo hecho en otras muchas ocasiones… y aunque estaba segura de que aquello no era cierto, no podía evitar esa sensación de
déj
à
vu,
como si estuviera reviviendo una escena ya vivida otrora. Recordó que su tía Elvira le había hablado de algo similar, aunque se dijo que no era exactamente lo mismo que ella estaba experimentando en aquellos momentos.

Al llegar al aula vio la puerta entreabierta y temió que el profesor se hubiera ido, pero por suerte comprobó que don Santiago Ruiz Sepúlveda aún permanecía en la sala, de pie, apoyado en la mesa mientras tomaba unas notas. Ana lo miró durante unos segundos. Y como siempre que se encontraba con él —fuera del trato habitual de las clases—, se sintió cohibida. Nunca se lo había contado a nadie: no era tímida y sin embargo, cuando veía a don Santiago por algún pasillo, en la calle, en cualquier lugar que no fuera la clase, el rubor teñía sus mejillas y debía hacer un esfuerzo por ocultarlo. Sus compañeras de violín siempre la provocaban diciendo que don Santiago la miraba de forma especial; no les hacía caso, pero la ilusionaba pensar que estuviesen en lo cierto, porque le admiraba mucho y además le parecía muy interesante. Ahora estaban en un aula, y aun así notó que comenzaba a sentirse intimidada, como si le asustara cualquier tipo de relación con él fuera de lo establecido.

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