—Perdone, don Santiago, buenos días —dijo Ana.
El profesor se volvió. Por sus palabras, cualquiera hubiese dicho que había estado esperándola…
—Señorita Sandoval, no sabe cómo le agradezco la deferencia de pasar por la Escuela para despedirse.
A Ana le pareció que se comportaba de una manera un tanto forzada. Nunca le había visto sonreír de aquella forma. «Tal vez le han sentado bien las vacaciones de Navidad —se dijo—. Mejor que así sea». Comprobó que llevaba el pelo un poco más largo, y que sin duda aquello le favorecía. A sus treinta y pocos años, seguía estando muy delgado e iba tan impecablemente vestido como siempre. Santiago era en apariencia muy distinto al resto de los profesores, algo que Ana percibió desde la primera vez que le vio.
—De momento no me voy, don Santiago. He decidido quedarme todo este año en Madrid y he venido a verle para pedirle que me dé clases particulares. Sé que aquí, en la Escuela, es imposible que se dedique solo a mí. Quiero tocar a Paganini, y me encantaría que aceptara venir a casa el tiempo que tuviera disponible. No me importa mantener un mismo horario ni días fijos; puedo adaptarme a sus compromisos.
Santiago Ruiz no salía de su asombro. Aquella hipótesis con la que soñaba últimamente se presentaba ahora como una realidad prometedora… Y es que los sentimientos del profesor hacia Ana estaban lejos de limitarse a lo académico: al principio le sorprendió su buena disposición para el violín; después empezó a sentirse orgulloso de ella, y aunque a menudo buscó calmar su conciencia diciéndose que era un sentimiento lícito —el lógico interés por una alumna aventajada—, cuando llegó el final de curso y se enfrentó a la realidad de que no volvería a verla, tuvo que admitir lo que en verdad le estaba pasando. A partir de ahí, le esperaban unas Navidades duras, en las que había tratado de convencerse de que lo más aconsejable era olvidarla; resignarse ante la imposibilidad de aquel sueño; terminar con un sentimiento que solo le ocasionaría dolor. Ahora tenía la oportunidad de negarse amablemente y olvidarla. Eso haría. Pero era tan hermosa y tan buena con el violín… No, no podía defraudarla.
—Creo que las tardes de los martes y viernes podría dedicarle dos horas —dijo al fin—. Consulto mi agenda y se lo confirmo. Pero dígame, ¿a qué se debe su interés por Paganini? ¿No pensaba aceptar la oferta de irse a Viena?
—He reflexionado y creo que, si de verdad quiero ser una buena profesional, no debo renunciar a tocar los Caprichos de Paganini, o intentarlo al menos con interés y dedicación.
—Estoy seguro de que lo conseguirá y la felicito por la decisión que ha tomado. —El profesor miraba en la libreta que utilizaba como agenda, o hacía que miraba, porque estaba tan contento que era incapaz de descifrar sus propias anotaciones—. Sí, no me he equivocado, las tardes de los martes y los viernes las tengo libres. ¿Le viene bien?
—Perfecto, pero, don Santiago, si le surge algún compromiso o tiene que cambiar una clase, yo no tengo inconveniente, pues no voy a dedicarme a otras cosas y, como le decía, puedo adaptarme a sus horarios.
—De acuerdo. ¿Cuándo quiere que empecemos?
—¿La próxima semana?
Santiago le hubiese contestado que no era necesario esperar, pero en lugar de eso dijo:
—Muy bien. El martes que viene a las cinco.
Mientras él guardaba en una cartera la libreta y el resto de los papeles colocados sobre la mesa, Ana se fijó una vez más, siempre lo hacía, en las manos del profesor. Eran unas manos preciosas de dedos larguísimos. «Tienen que ser maravillosas acariciando», se dijo, y un poco avergonzada de sus pensamientos, se despidió.
—Señorita Sandoval, un momento, por favor, no se vaya —pidió él—. Tenemos un pequeño problema. Yo no dispongo de las partituras de los Caprichos y convendría que solicitáramos cuanto antes las copias. ¿Tiene tiempo ahora para subir a la biblioteca?
—Por supuesto —respondió ella.
—Pues le hago una nota para la señorita Belmonte y así nos aseguramos de tenerlas para la semana que viene.
A pesar de la fama de la señorita Belmonte, Ana mantenía una buena relación con ella y jamás había tenido ningún tipo de problemas con la copista de la Escuela. Según sus amigas, la Belmonte la trataba bien porque sabía que tenía novio y por lo tanto no la consideraba rival. Todos en la Escuela de Música hablaban de la pasión que la señorita Belmonte sentía por el profesor Ruiz Sepúlveda. Ana recordó esos rumores y pensó que si era así, no tendrían ningún problema con las copias de las partituras, aunque seguro que a la Belmonte no le gustaría la idea de que don Santiago le diese clases particulares.
Cuando entró en la biblioteca, la copista estaba sentada de espaldas a la ventana para que la luz incidiese directamente en las partituras en las que trabajaba. Se saludaron con afecto, y antes de que Ana pudiera entregarle la nota del profesor, la señorita Belmonte le preguntó con verdadero interés si había estado en los conciertos del profesor Fernández Arbós en San Sebastián.
—Dicen que fueron maravillosos —aseguró.
—Me hubiera encantado asistir —dijo Ana—. Además, deseaba ver a don Enrique.
—Es verdad, no recordaba que fue profesor suyo.
—Sí, he tenido mucha suerte al dar mis primeros pasos con el violín de la mano de un virtuoso como él.
No pudo evitar recordar aquella mañana en que Fernández Arbós afirmó en clase que la influencia del violín era patológica, mientras que la del piano era ideal. Después de aquello, Ana fue a verle muy convencida, para asegurarle que si aquello era una enfermedad, ella ya la padecía.
«Yo también, señorita —le aseguró el profesor—. Pero dígame, ¿cuáles fueron los primeros síntomas?, ¿por qué se inclinó por el violín?» Aquel era su primer curso en la Escuela y Ana temía no dar la respuesta adecuada; se decidió por la verdad: «No lo sé muy bien. Lo cierto es que el violín me cautivó desde el primer momento. Tal vez haya influido, no estoy segura, que mi voz de mujer se identificaba más con el sonido del violín que con el de cualquier otro instrumento». «Es cierto que la voz del violín es comparable a la de tiple —le dijo con evidente complacencia Fernández Arbós—. Mire, Ana, el sonido del violín es tan rico de color que nos seduce, pasando de ser mero sonido para transformarse en una voz que nos llega al alma, verdadera voz que llora, grita, se lamenta, canta, ruega y delira».
El recuerdo de estas palabras trajo de la mano un escalofrío que recorrió su columna de arriba abajo: la noche de fin de año su violín había llorado y gritado como jamás lo había hecho. Un deseo irrefrenable de recorrer con sus ojos las notas de las partituras de los Caprichos la llevó a rogarle a la señorita Belmonte que le permitiera verlas.
—Siento una enorme curiosidad, nunca las he visto. Será solo cuestión de minutos —dijo tímidamente.
—Siéntese en aquella mesa, ahora se las acerco, pero le ruego que no trascienda, no suelo permitir que los alumnos manoseen los originales.
A Ana le costaba disimular la emoción al tener ante sus ojos la carpeta que contenía las partituras. Era consciente de que su reacción no podría ser considerada de normal. Abrió la tapa de la carpeta con manos temblorosas y allí estaban los Caprichos de Paganini. Se trataba de una edición de Peters, una de las mejores firmas europeas. En total, las partituras ocupaban cuarenta y cuatro páginas. Las recorrió con rapidez y se detuvo para leer en el pentagrama las notas del
Capricho 24.
Estaba segura: ella jamás podría haber interpretado aquella partitura. Lo sucedido en fin de año no era más que una ensoñación. «Ya está bien de fantasías», se dijo.
Cerró el cuaderno y después la carpeta. Cuando iba a levantarse para entregarla, algo le hizo volver a abrirla. Tenía la sensación de haber visto algo, aunque no sabía muy bien qué. Miró de nuevo una por una todas las partituras y no observó nada extraño, pero cuando iba a cerrar la carpeta, se fijó en que en la parte interior de la tapa había algo escrito a lápiz: era una letra clara, firme, fácil de entender. Leyó con verdadero interés:
No puedo soportar la idea de abandonar Madrid, pero me obligan a irme y no sé dónde me llevan. Espero que al no verme acudas a nuestro correo particular y te enteres del porqué de mi ausencia. Sé que es arriesgado seguir utilizando este medio, alguien puede consultar las partituras y descubrirnos, pero confío en que tú llegues antes y lo borres como siempre. Búscame en mis orígenes. Te espero.
No había firma, solo el dibujo de una hoja. Ana se quedó horrorizada: la hoja era idéntica a las que ella había dibujado sin ser consciente de ello en el tren a su regreso de Biarritz. Lo que le estaba sucediendo no podía ser real. Cerró la carpeta y la apretó contra su pecho. Debía colocarla inmediatamente en su sitio. La persona a quien iba destinado el mensaje podría llegar en cualquier momento, ya que el hecho de que el texto siguiera existiendo era prueba evidente de que su destinatario aún no lo había leído. ¿Cuánto tiempo llevaría escrito? Tal vez solo unas horas o unos días. ¿Y quién sería su autor?, ¿o quizá habría que hablar de «autora»? ¿Ya se habría marchado?
«Lo que sí
está
claro —pensó Ana— es que las dos personas acceden a la biblioteca con cierta libertad… Tienen que ser profesores. O también cabe la posibilidad de que sean alumnos como yo y hayan conseguido autorización, pero es demasiado arriesgado. Además, del texto se deduce que ya han utilizado el mismo sistema en otras ocasiones…»
Entregó la carpeta de los Caprichos, y al despedirse le preguntó a la señorita Belmonte si aquellas partituras estaban muy solicitadas.
—No, que yo recuerde. En los casi diez años que llevo en la Escuela solo me las han pedido una vez. Precisamente quien quiso consultarlas —le dijo en tono confidencial— fue el profesor Ruiz Sepúlveda.
¿Sería don Santiago el autor del texto? Al instante Ana se dio cuenta de que aquello no era posible porque no se había ido y seguía en Madrid acudiendo a clase. Tampoco era el destinatario, porque lo habría borrado. Al utilizar las partituras, ¿se habría percatado el profesor de aquel texto, o le pasó totalmente desapercibido?
—Ahora que lo pienso —dijo la señorita Belmonte mirando las partituras—, no eran estas. A don Santiago le di las editadas por Ricordi. La verdad, no me explico muy bien por qué le he entregado a usted las de Peters. Mire, las de Ricordi están colocadas siempre delante. No entiendo cómo no las vi.
Todo resultaba muy extraño. «Imagino que la persona que escribió el mensaje no las volvió a colocar en su lugar exacto —se dijo Ana—; la señorita Belmonte las vio las primeras y me las dio creyendo que eran las que utiliza habitualmente». Estaba claro. El hecho de que las partituras de Peters no tuvieran mucho uso podría ser una de las causas de haberlas elegido como soporte de un «correo secreto». La copista estaba segura: nunca las había entregado, pero eso no quería decir que permanecieran inaccesibles porque existía la posibilidad de que alguien las consultara y ella no se hubiese percatado.
—Una pequeña curiosidad, señorita Belmonte: si los profesores quieren revisar alguna partitura, ¿pueden hacerlo sin más o siempre tienen que pedirle autorización al bibliotecario o a usted?
—Lo habitual es que nos lo pidan a nosotros. Lo que sucede es que a veces, si estamos muy ocupados, los profesores acuden directamente a los estantes para utilizar lo que precisen.
—O sea, que alguien puede haber consultado los Caprichos sin que ustedes se enteraran.
—Sí, pero ¿qué pasa con estas partituras? ¿Les sucede algo?
—Nada, no me haga mucho caso. Es simple curiosidad —replicó Ana con gesto inocente.
Abandonó la biblioteca preocupada. ¿Qué tipo de relación existiría entre las dos personas del texto? ¿Sería amorosa, artística o tal vez podría deberse a conexiones políticas? Quería quitarle importancia al tema y trató de analizarlo con objetividad: al fin llegó a la conclusión de que lo más probable era que en una situación distinta, el mensaje escrito en la partitura no la hubiese inquietado. «Posiblemente lo habrán leído otras personas —se dijo— y no le prestaron ninguna atención». Pero ¿cómo no iba a darle importancia ella? ¿Qué significaba la hoja? ¿Por qué ella había dibujado una igual?
Ana se sentía confusa, incapaz de razonar, de ordenar sus ideas. No, lo que le estaba sucediendo no podía ser fruto de la imaginación. Tal vez debería haberle enseñado a la señorita Belmonte lo escrito en la carpeta de la partitura, así tendría un testigo de lo que había visto. A punto estuvo de regresar a la biblioteca, aunque rechazó la idea porque no quería perjudicar a las personas que así se comunicaban. «Voy a intentar olvidarlo todo y dentro de unos días solicitaré de nuevo las partituras para comprobar si el texto sigue existiendo o si ya lo han borrado», se dijo. Miró su reloj y bajó corriendo las escaleras. Enrique llevaba más de un cuarto de hora esperando.
Los trataron, como siempre, con una deferencia exquisita. Lhardy era uno de los mejores restaurantes de Madrid y se comportaban con Enrique como si fuese el mejor de los clientes. Ana era consciente de que él disfrutaba haciendo alardes delante de ella, y la verdad era que no le importaba, más bien al contrario: le resultaba muy agradable que todos estuviesen pendientes de ellos y que al menor gesto acudieran para ver qué deseaban. Habían tomado el tradicional cocido y de postre un insuperable
soufflé.
En la prolongada sobremesa, le contó a Enrique sus planes de futuro y muy al contrario de lo que pensaba su madre, él no se mostró molesto; sí un tanto disgustado, pero dispuesto a esperar por ella el tiempo que fuera necesario.
—Además —le decía él—, tenemos un año por delante y sabe Dios qué pasará. Mientras tanto yo me emplearé a fondo para enamorarte.
—No insistas demasiado, puede ser peor —dijo Ana sonriendo—, igual tú te desenamoras. Sabes que tienes plena libertad. Si quieres seguimos saliendo juntos, pero sin que nos ate ningún tipo de compromiso formal.
—¿No me quieres ni un poco? —le preguntó Enrique en broma.
—Eres un buen amigo, aunque por encima de todo deseo dedicarme a la música de forma profesional. Entiéndelo, de no hacerlo, nunca podría ser feliz.
Estaban a punto de levantarse de la mesa cuando de un reservado salieron cuatro hombres más o menos de la edad de Enrique, entre veintiséis y treinta años. Al principio Ana no identificó a ninguno de ellos, pero al ver que uno caminaba hacia su propia mesa con una gran sonrisa iluminándole la cara, supo que era un compañero de su novio, el abogado Ricardo Donnes.