Elvira conocía muy bien a su sobrina y decidió intervenir para zanjar el tema.
—Mañana doy una copa en casa. Solo asistirá un reducido grupo de amigos y me encantaría que pudieran acompañarnos.
—Acepto encantado —contestó Martínez Escudero—, sobre todo porque estoy deseando ver el cuadro que le regaló Juan.
—Pero ¿por qué no me lo ha dicho antes? —le interrumpió Elvira—. Me habría encantado convidarle a merendar cualquier tarde.
—No quería molestarla. Paul —dijo dirigiéndose a Louveteau—, puede acompañarme, ¿verdad?
—Por supuesto, no me perdería una fiesta con una anfitriona tan encantadora como Elvira. Además, me ha intrigado con el cuadro, ya sabe que la pintura es mi pasión.
—Pues no hay más que hablar —concluyó el doctor mientras Elvira, ya en pie, sonreía feliz ante la perspectiva de una interesante velada.
—A partir de las siete, cuando quieran —dijo ella.
—Perfecto.
—¿Usted acudirá? —preguntó a Ana el doctor Louveteau.
—Si mi tía me convida, por supuesto que iré —respondió divertida.
—Cómo puedes dudarlo, si eres la reina de la casa —replicó sonriendo Elvira para añadir—: Convidaré también a tu profesor y a su amigo violinista.
De regreso a casa, Ana le había dicho a Elvira que necesitaba asimilar las emociones despertadas aquella tarde e intentar aclarar sus ideas y que lo mejor sería charlar con calma al día siguiente.
Sentada en el despacho de su padre, volvió a recordar con toda nitidez las imágenes recuperadas en la hipnosis. Acarició el sillón en el que él se sentaba. Nunca hasta ese momento se había atrevido a permanecer en aquel espacio. Solo hacía unos meses del fallecimiento de su padre y no soportaba el dolor que se agudizaba al entrar en contacto con aquellos lugares en los que aún le parecía sentir su presencia. Todo permanecía como él lo había dejado, y de repente sintió la necesidad de curiosear, de mirar las distintas carpetas, de rebuscar en los cajones de la mesa, de inspeccionar en las estanterías en las que a veces se guardan cosas que luego se olvidan.
Cuando estaba a punto de encaramarse en la escalera, unos suaves golpes en la puerta la hicieron detenerse.
—Perdón, señorita —dijo Berta, la doncella de su madre—, ¿dónde prefiere que le sirvamos la cena y a qué hora desea que lo hagamos?
—Creo que voy a esperar a mamá. Cenaré con ella. ¿No está Ignacia? —Ana quería a la vieja criada como si de un miembro de su familia se tratara.
—Ignacia no se encuentra muy bien y como podía arreglármelas sola, se fue a su cuarto. Señorita, permítame decirle que su señora madre no llegará muy pronto y es probable que cene fuera.
—No importa. La esperaré.
Ana había decidido hablar con su madre aquella misma noche. Necesitaba preguntarle muchas cosas. Sobre todo quería saber por qué le molestaba aquella música y quién la interpretaba. Recordó su conversación con Inés Mancebo y se preguntó si la intérprete de aquella música sería alguna de las compañeras de curso de su padre. Podría ser la propia Inés o Elsa Bravo.
La sesión de hipnosis le había aclarado muchas cosas. Pero ¿por qué tomó la decisión de perfeccionarse en Paganini? Resultaba evidente que su reacción ante el fenómeno que experimentó la noche de fin de año podría haber sido muy distinta y nunca se habría encontrado con el misterioso texto. De nuevo se planteó la misma pregunta que no dejaba de inquietarla: ¿quién la había llevado hacia las partituras de los Caprichos? Con una fotografía de su padre en las manos, Ana se dijo que él se sentiría orgulloso de su comportamiento, porque pasase lo que pasase, aunque nunca pudiera averiguar nada, estaba convencida de que hacía lo correcto.
Al abrir uno de los cajones de la mesa de despacho halló el tabaco de pipa de su padre. Aspiró el olor dulzón del capstan y cerrando los ojos volvió a deleitarse con aquel aroma y todo lo que para ella significaba, mientras se preguntaba por qué su madre no había cambiado nada del despacho. Todo seguía igual: los papeles sobre la mesa, las fotos… y la pipa, la hermosa pipa de espuma de mar con la cabeza de hombre esculpida como cazoleta. La tomó en sus manos y la acarició dulcemente mientras la emoción la embargaba. Luego la colocó en su sitio, en una especie de bandeja situada delante de una fotografía de sus padres en París.
Se fijó una vez más en aquella instantánea tomada en su luna de miel. Hacían una buena pareja. A Ana aún le parecía escuchar la voz de su padre cuando le decía con una sonrisa: «Tenías que ver la sensación que causaba tu madre a los franceses. No había lugar al que fuéramos en que no la miraran embobados». «¿Y a ti no te perseguían las francesas?», preguntaba Ana siguiendo la broma. «No, hija. Yo nunca he tenido éxito con las mujeres. Siempre daré gracias a Dios por haber conocido a tu madre y porque me aceptara».
Ensimismada en sus recuerdos, no percibió la entrada de Dolores, que la observaba desde hacía unos minutos.
—¿Te pasa algo? Jamás te ocupas de cenar conmigo, vivimos casi como dos extrañas y hoy me esperas más de dos horas —decía su madre, mientras tomaba en sus manos la fotografía que contemplaba Ana—. ¡Dios mío, cuánto he cambiado!
—No, madre, sigue siendo muy hermosa.
No mentía. Dolores Navarro aún era una mujer atractiva, con una belleza clásica de facciones perfectamente equilibradas, y aun siendo más bien baja, su imagen resultaba esbelta y airosa. Siempre había sido una maestra a la hora de rentabilizar su atractivo físico, y sabía elegir a la perfección el tipo de vestuario que más la favorecía, así como el peinado que mejor casaba con su fisonomía.
—Sí, es verdad que no estaba nada mal —dijo Dolores con una sonrisa y la mirada aún fija en la instantánea—, pero ahora mi imagen es tan distinta…
—A mí no me lo parece —insistió Ana—. Madre, ¿no ha pensado en cambiar esta habitación? ¿La dejará siempre como está?
—¿Te interesa mucho saberlo? ¿La quieres para ti? —le preguntó su madre con cierta ironía.
A Ana no le sorprendían aquellos cambios de humor, ya estaba acostumbrada. Hacía muy poco, la noche en que regresó de Valdemorillo, Dolores le había desvelado lo sola que se sentía al considerarse excluida de la vida en común entre su marido y su hija. Ana deseaba aclarar del todo la situación con su madre y pensó que aquel podría ser el momento indicado. Tenía la sensación de que algo las separaba.
—¿Por qué le ha molestado mi pregunta?
—Déjalo, no tiene importancia —respondió su madre sonriendo.
—Sí la tiene. ¿Existe alguna cosa en mí que la ponga de mal humor? —Ana dudó unos segundos y por fin le planteó algo que siempre había sospechado—. Madre, a veces tengo la sensación de que no me quiere, de que nunca me ha querido.
—¿Que no te quiero? —protestó Dolores a punto de llorar—. No existe nada en el mundo que me importe más que tú.
—Entonces, ¿por qué siempre se enfada conmigo? He deseado tanto un gesto cariñoso…
—¿Cuándo lo has deseado? Siempre he sido invisible para ti. El cariño de tu padre lo llenaba todo. No había hueco para el mío.
—Pero, madre…
Mucho tiempo atrás, Dolores había asumido que su relación con Ana estaba rota. Al principio no fue consciente de cuánto protegía Pablo a la niña, y cuando al fin se dio cuenta de lo alejada que estaba de ella, ya era tarde: no tenía fuerzas para enfrentarse a su marido y además sabía cuánto bien le hacía a la pequeña, así que prefirió callarse.
—Sí, Ana. He sufrido en silencio durante mucho tiempo. Dios quiera que nunca te suceda lo mismo. Ojalá nunca veas cómo las dos personas que más quieres forman un mundo aparte del que te sientes excluida.
—Pero si papá la adoraba. Siempre estaba pendiente de cuanto decía —manifestó Ana totalmente sobrecogida por la confesión de su madre.
—Claro que me quería. Ese no era el problema.
—¿Entonces? —preguntó con una voz apenas audible.
—El problema eras tú.
—¿Yo?
—Sí. Cada día estabas más lejos de mí. Todo cuanto hacía o decía te molestaba. Siempre acudías a tu padre para todo. ¿Dices que no te quiero? Qué sabrás tú. Yo sí tengo experiencia en el desamor de una hija. Tu padre se reía de mí cuando se lo decía, pero seguía acaparándote. Al final decidí que él se ocupara de ti. A partir de ese momento intenté distraerme con lo que fuera con tal de que me ayudase a sobrellevar mejor mi problema.
Ana escuchaba emocionada la confesión de su madre. Nunca le había parecido una persona vulnerable y sí que lo era. Se dio cuenta de que no conocía en absoluto a la mujer que tenía enfrente, la mujer que le había dado el ser. En un arranque de ternura, se abrazó a ella y llorando le pidió perdón.
—Lo siento, de verdad que lo siento. Jamás me hubiera podido imaginar lo que estaba sucediendo. Mi percepción era la contraria. Gracias por contármelo, madre.
Dolores siempre había sabido dominar su emoción y también ahora lo estaba consiguiendo, pero al escuchar a su hija, a su adorada Ana, llamarla «madre» con aquella emoción, fue incapaz de contenerse y respondió al abrazo como si no la hubiese abrazado nunca.
Permanecieron abrazadas durante unos minutos. Luego Dolores, mirando a su hija con una expresión que a Ana le pareció maravillosa, le dijo:
—Dime ahora por qué te interesas por el futuro del despacho de tu padre.
—Era simple curiosidad. Lo que pasa es que todo en esta habitación hace más vivo su recuerdo —respondió con voz triste.
—¿Y eso es malo? —preguntó su madre.
—Es doloroso.
—Tienes toda la razón. Aunque el dolor se irá pasando y llegará un momento en que esta habitación ya no nos turbará, sino que ayudará a recordar momentos vividos en su compañía.
—¿Lo echa mucho de menos, madre?
—Sí. Ni un solo minuto dejo de acordarme de él. Como te he dicho, tengo experiencia en disimular mis penas. Lo cierto es que intento seguir haciendo una vida social normal. A veces me cuesta, pero me sobrepongo. Puedes estar segura, nunca dejaré de querer a tu padre.
Ana pensó que aquel era el clima perfecto para seguir hablando con su madre de los temas que le interesaban.
—Madre, quisiera hacerle una pregunta. ¿Por qué le rompió a papá el cilindro del fonógrafo?
Dolores miró a su hija sorprendida. «¿Cómo puede acordarse de aquel incidente después de tantos años?» Dudó si responder o no, pero Ana ya era una mujer y si le preguntaba, era porque algo le preocupaba.
—Fue una tarde en la que habíamos discutido y yo estaba muy disgustada, tanto que tuve que suspender una merienda con mis amigas porque mi estado era deplorable. Recuerdo que bajé al despacho de tu padre decidida a hacer las paces creyendo que él estaría tan afectado como yo. Al entrar y verle feliz escuchando aquella música, no pude evitarlo. Deseaba hacerle daño. Y decidí eliminar aquel placer al que yo era ajena. Solo advertí tu presencia cuando me iba enfurecida del despacho. De haberte visto, tal vez no me hubiera comportado de esa forma —dijo pesarosa su madre—. Pero dime, ¿por qué me lo preguntas?
Ana no había contado a su madre nada de lo que le sucedía y de momento prefería no hacerlo, así que respondió:
—Hoy es la primera vez que entro en el despacho de papá y los recuerdos se agolpan…
—Pero, hija —dijo su madre interrumpiéndola—, ¿por qué no me lo has preguntado antes?
—No lo sé. Esta tarde, en este ambiente, he vuelto a vivir aquel momento
y
como me ha abierto su corazón, me atrevo a preguntárselo. Recuerdo que papá estaba tan triste…
—Sí, lo sé. Conseguí hacerle daño, que era lo que pretendía. Nuestra discusión le había dejado indiferente y necesitaba hacerle reaccionar. No te asustes, Ana, puede que algún día lo entiendas. Pero lo cierto es que lamenté de veras haberlo hecho y muchas veces le pedí perdón y aunque siempre aseguraba no acordarse del incidente, y le quitaba hierro al asunto, sé que no era así porque no volvió a utilizar el fonógrafo. Mira —dijo su madre mientras se aproximaba a una de las puertas de la parte baja de la librería—. Ven, acércate —le pidió al tiempo que la abría—. Desde aquel día el fonógrafo permaneció aquí guardado, como si no existiera.
Ana observó el fonógrafo desmontado y pensó en lo extraño del comportamiento de su padre. Ella no se había dado cuenta de que desde entonces él no escuchaba música en el despacho.
—Madre, yo creo que papá no volvió a utilizar el fonógrafo porque sabía que a usted no le agradaba, que lo hiciera —dijo sin pensarlo dos veces.
—Te equivocas totalmente, asistíamos juntos a recitales y conciertos. Lo hizo para que yo nunca olvidara el daño que le causé y puede que también porque al no poder escuchar la maldita grabación que tanto le gustaba, no desease hacerlo con otras.
—¿Quién era el intérprete? —preguntó Ana.
—No tengo ni idea. Probablemente algún violinista conocido del amigo que le compró el fonógrafo. Sé que comentaron algo sobre una serie de grabaciones que habían hecho.
—¿Cómo se llamaba ese amigo?
—Tampoco lo sé —admitió Dolores—, aunque creo que donde está guardado el fonógrafo había un sobre y es probable que en él aparezca el nombre.
—Gracias, madre.
Dolores le quitó importancia con un gesto de la mano y tras un segundo cambió de tema.
—Siento no acompañarte en la cena, pero he tomado algo en casa de los Macías y estoy agotada. Diré a Berta que te atienda. —Dolores miró a su hija sin hablar, luego se dio la vuelta—. Buenas noches.
—Buenas noches, madre, que descanse.
—Ana —le dijo ya desde la puerta—, te quiero, hija.
—Yo también, madre.
La joven se quedó muy pensativa. Tenía la sensación de que su madre ocultaba algo: certezas… tal vez sospechas… Sí, posiblemente algunas dudas habían quedado grabadas en su corazón, pero como tales no debía darlas a conocer y menos a ella. Se encaminó despacio a la librería. Buscó detrás del fonógrafo y allí estaba. Se trataba de un sobre amarillento y arrugado. «Qué raro», pensó. Su padre archivaba la correspondencia y aquel no era lugar para dejar una carta. La abrió y leyó:
Querido amigo Pablo:
Ha sido una satisfacción poder cumplir su encargo. Aquel es otro mundo. América es joven y se nota. Hemos grabado unos cilindros que le adjunto. Sé que alguno le apasionará. Espero que nos veamos el jueves en el Fornos.
Suyo afectísimo,
Ernesto Bravo
Sorprendida, se quedó unos minutos con el papel en la mano sin saber qué hacer. El autor de la carta tenía que ser hermano de Elsa. Aquel que le habían dicho que la controlaba en todo momento.