El enigma de Cambises (41 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

BOOK: El enigma de Cambises
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—Te quiero —dijo ella con un hilo de voz—. Siempre te he querido. Siempre.

La sacaron a la fuerza de la tienda y la llevaron a rastras a través del campamento. Uno de los centinelas le tiraba de un brazo y el otro la empujaba por detrás con la culata del fusil. Tara forcejeaba con furia, lanzando patadas y tratando de morderles. Pero todo resultaba inútil. Eran demasiado fuertes para ella.

Más adelante, la gran roca en forma de pirámide resplandecía con la luz de los focos.

Llegaron a otra tienda, más grande que la que les había servido de celda. Uno de los centinelas dijo algo y la empujaron al interior. Tuvo la sensación de entrar a la más lóbrega mazmorra.

—Buenas noches —la saludó Dravic en tono sarcástico—. Encantado de verte.

El alemán estaba sentado en una silla con asiento de lona junto a una mesa de caballete, de madera. Con una mano sujetaba un vaso y con la otra un puro a medio fumar. Encima de la mesa tenía una botella de vodka por la mitad. Su mejilla pálida estaba ahora colorada, como si el melanoma que le cubría la otra empezara a extenderse. La tienda apestaba a humo de cigarro y a sudor. Tara se estremeció, asqueada y aterrorizada.

Dravic dijo unas palabras en árabe y los centinelas se alejaron de la tienda.

—¿Una copa?

Tara meneó la cabeza. Notaba tal opresión en el pecho que temió que le fuese a estallar. Dravic apuró el vaso y se sirvió otro, que vació de un trago. Luego dio una profunda calada al puro.

—Pobrecita Tara —dijo con una sonrisa—. Apuesto a que darías cualquier cosa por no haberte mezclado en esto. ¿A que sí? Dentro de unos minutos lo veremos —agregó, y se echó a reír.

—¿Por qué me han traído aquí? —preguntó Tara con aspereza.

Dravic advirtió lo aterrorizada que estaba y soltó otra carcajada.

—¿De verdad es necesario que te lo diga?

Volvió a llenarse el vaso y de nuevo se lo bebió de un trago. Tara miró alrededor en busca de algo que pudiese utilizar como arma. Vio la chaqueta de Dravic, de uno de cuyos bolsillos asomaba la paleta, y movió ligeramente el cuerpo hacia ella.

—Adelante —dijo él—. Inténtalo. Me encantaría. Si no hay lucha no tiene gracia.

Tara se abalanzó hacia la chaqueta y agarró la paleta, a la vez que retrocedía, dirigiendo la punta hacia el alemán.

—Si se acerca a mí, lo mataré —masculló.

Dravic dejó el vaso a un lado y se levantó, tambaleándose un poco. Tara reparó en el bulto de su entrepierna. Se le hizo un nudo en la garganta, como si la estrangulasen. Él se le acercó haciendo humear el cigarro.

—Lo mataré —repitió ella, amenazándola con la paleta.

Lo tenía casi encima. Su cabeza apenas le llegaba al pecho. Los brazos del alemán eran casi tan gruesos como sus muslos. Tara siguió retrocediendo hacia el fondo de la tienda, sin dejar de amenazarlo.

—¡Apártese de mí! —exclamó, frenética.

—Voy a hacerte sufrir —dijo él entre dientes—. Voy a hacerte sufrir mucho.

Tara fue a clavarle la paleta, pero él le sujeto el brazo con facilidad y se lo retorció hasta obligarle a soltarla. Ella se arrimó a la lona, desesperada, pensando en darle un rodillazo en la entrepierna, pero el terror la paralizaba. Dravic inclinó la mole de su cuerpo hacia ella, alargó una mano y le rasgó el delantero de la blusa, dejando sus pechos al descubierto. Ella se apartó a un lado protegiéndoselos con los brazos.

—¡Animal! —le gritó—. ¡Horrible y repugnante animal!

Dravic le propinó un puñetazo en un lado de la cabeza que la arrojó al suelo. Aturdida, advirtió que iba a echársele encima, y a continuación notó el peso de su cuerpo, a horcajadas de su cintura. No la dejaba respirar.

Él se quitó el puro de la boca, se inclinó hacia delante y le tocó el cuello con la brasa. Tara gritó y forcejeó para quitarse a Dravic de encima, pero pesaba demasiado. El alemán volvió a acercarle la brasa y se la aplicó a un antebrazo y un pecho. Tara gritaba, y con cada grito él soltaba una carcajada. Luego dejó el cigarro a un lado y empezó a sobarle los pechos, apretándoselos. Acto seguido, gruñendo como un cerdo, empezó a morderle el cuello y los hombros hasta hacerla sangrar. Pero Tara se las arregló para soltarse una mano y, con todas sus fuerzas, le metió el pulgar en un ojo. Dravic echó el cuerpo hacia atrás, rugiendo de dolor.

—¡Puta asquerosa! —gritó—. ¡Lo vas a pagar!

La abofeteó tres veces, con tal violencia que la dejó sin aliento. Tara notó que la embestía por la entrepierna y oyó el ruido de la hebilla del cinturón al desabrochársela, aunque el sonido le llegó extrañamente amortiguado. Se sentía como si hubiese salido de su cuerpo y estuviese a su lado, mirando, presenciando la violación más que siendo víctima de ella.

Dravic se bajó la cremallera, la agarró por las nalgas y empezó a bajarle los tejanos.

«Me va a violar —pensó Tara—. Dravic me va a violar y no podré evitarlo.»

Vio la paleta en el suelo, a tres metros de donde estaban, y estiró un brazo tratando de cogerla, aunque sabía que era imposible. «Será espantoso», se dijo, aterrada.

Dravic la agarró por el pelo y le tiró la cabeza hacia atrás al tiempo que le bajaba los pantalones y las bragas. Ella cerró los ojos y apretó los dientes, aguardando el asalto final.

Pero no se produjo. Notaba el peso de Dravic encima de ella, sus dedos crispados en sus nalgas. Pero advirtió que quedaba inmóvil.

—Vamos —dijo Tara—, termine de una vez.

El alemán seguía sin moverse. Tara abrió los ojos y al volver la cabeza lo vio mirar hacia la entrada, como si escuchase algo atentamente. También ella prestó atención. Sólo se oía un confuso runrún. Luego, gradualmente, como si sintonizasen una radio, el sonido llegó con más claridad. Eran gritos; voces estentóreas.

Dravic continuó inmóvil por un instante y luego, maldiciendo entre dientes, se levantó y se abrochó el cinturón. Los gritos aumentaban de intensidad por momentos. Tara no entendía lo que decían. Dravic recogió la paleta del suelo, miró a Tara y salió de la tienda.

Tara tenía la cara tumefacta y tres dolorosas quemaduras, en un antebrazo, en el cuello y en un pecho. Pero se sobrepuso al dolor, se levantó y se subió los tejanos. Siguió allí sin atreverse a moverse, y al cabo de unos minutos entró un centinela, que le dirigió una mirada condolida, como si desaprobase lo que Dravic había hecho y quisiera que lo supiese. A continuación le indicó por señas que saliese de la tienda.

No vio a Dravic. Ni a nadie. El campamento había quedado desierto como por ensalmo. El centinela señaló con el cañón de su fusil hacia el montículo al que habían subido antes. Al llegar a lo alto de éste vio que Daniel ya estaba allí, flanqueado por dos hombres.

—¡Oh, Dios! —exclamó él al verla y reparar en que llevaba la blusa rasgada y tenía la cara tumefacta—. ¿Qué te ha hecho ese hijo de puta? —Pasó entre los centinelas, corrió hacia ella y la abrazó—. ¡Lo mataré! ¡Mataré a ese animal!

—Estoy bien, Daniel —lo tranquilizó ella—. Estoy bien...

—¿Te ha...?

Tara negó con la cabeza.

—Te he oído gritar. Quise hacer algo, pero me tenían encañonado. Lo lamento, Tara.

—No ha sido culpa tuya, Daniel.

—¡Lo mataré! ¡Los mataré a todos!

Daniel la oprimía con tal fuerza que le hacía daño, y lo apartó.

—Estoy bien —repitió—. De verdad. ¿Qué han sido esos gritos? ¿Qué ocurre?

Daniel observaba sus quemaduras con expresión de culpabilidad.

—Creo que han encontrado algo —musitó—. Dravic ha bajado a la fosa.

Tara lo cogió de la mano y dieron dos pasos hacia donde se hallaban los centinelas. Desde que estuvieron allí por la tarde, habían excavado un profundo cráter que dejaba ver la roca de la base de la pirámide, que semejaba la cara de una muela. Veían a Dravic de perfil, arrodillado, excavando con su paleta. Sus hombres lo miraban expectantes. La tibia y blanca luz de los focos confería a la escena un aire espectral.

—¿Qué han encontrado? —preguntó Tara.

—No lo sé —respondió Daniel—. Estamos demasiado lejos.

Dravic dio una voz y uno de sus hombres le lanzó un cepillo. El alemán lo cogió al vuelo y empezó a retirar arena de un rodal que tenía delante de las rodillas. Al cabo de un minuto dejó el cepillo a un lado y siguió excavando con la paleta. Fue alternando ambos útiles para retirar gravilla y arena, hasta dejar al descubierto algo que Tara no lograba ver.

Minutos después el objeto asomó un poco más y Tara observó que tenía una forma semicircular. Dravic siguió retirando gravilla y arena hasta que, al fin, dejó a un lado sus instrumentos, agarró el objeto con las manos y tiró hacia arriba. Sin embargo, no consiguió moverlo. Tuvo que volver a echar mano del cepillo y la paleta. A pesar de lo que Dravic acababa de hacerle, Tara permanecía expectante. Daniel se había olvidado de su furia y estiraba el cuello intentando ver de qué se trataba. El alemán volvió a dejar a un lado los útiles, y de nuevo tiró del objeto, que seguía resistiéndosele. Entonces retrocedió un paso y lo agarró con ambas manos. Echó el cuerpo hacia atrás con tal fuerza que se le hincharon las venas del cuello.

Tara tuvo la sensación de que lo que estaba viendo no era real, sino una fotografía. Lentamente, centímetro a centímetro, el objeto empezó a surgir de su prisión de arena. Daniel dio un paso hacia delante. El desierto parecía reacio a revelar su tesoro, hasta que, de pronto, entre una lluvia de arena apareció un escudo, enorme, redondo, pesado, cuya cara convexa reflejaba la luz de los focos.

Dravic lo sostuvo en alto y sus hombres prorrumpieron en gritos de júbilo.

—¡Os he encontrado, cabrones! —bramó Dravic—. ¡El ejército de Cambises! ¡Al fin lo he encontrado!

Sostuvo en alto el escudo con expresión triunfal y a continuación procedió a impartir órdenes a gritos. Sus hombres corrieron hacia la fosa. Se llevaron el escudo y volvieron a conectar los aspiradores.

—¡Vamos! ¡Rápido! —bramó Dravic.

Durante unos minutos no extrajeron más que arena. Empezaron a temer que el escudo sólo fuese un objeto aislado, dejado allí por el desierto para seducirlos y tentarlos. Pero luego empezaron a aparecer otras formas. Al principio sólo montículos y crestas, bultos irreconocibles en la lisa superficie. Pero, a medida que los aspiradores absorbían más arena, las formas empezaron a ser reconocibles. Eran cuerpos, docenas de cuerpos, centenares de cuerpos, con la carne seca y endurecida tras permanecer sepultados durante milenios. Más que cadáveres parecían ancianos arrugados; un ejército de ancianos, indescriptiblemente viejos, asomando de la arena con los petos ceñidos. Lo más extraordinario era que sus caras tenían expresión; de terror, de dolor, de pánico, de furia. Uno de ellos parecía estar gritando, otro llorando, otro riendo enloquecido con la boca abierta y la garganta llena de arena, mirando al cielo.

—¡Dios santo! —musitó Tara—. Es...

—Fabuloso —dijo Daniel, entusiasmado.

—Es... espantoso.

La mayoría de los cuerpos yacían aplastados por el descomunal peso de la arena. Pero algunos estaban de rodillas y otros de pie, protegiéndose la cara con los brazos, sepultados tan súbitamente que ni siquiera habían tenido tiempo de caer.

A medida que sacaban los cuerpos, varios hombres vestidos con túnicas negras se acercaban al borde de la fosa, como buitres. Les quitaban el peto y se lo pasaban haciendo cadena hasta donde habían dispuesto cajas para cargarlo todo. Algunos cuerpos se partían literalmente al ser izados sin contemplaciones, y saltaba un brazo o una pierna, igual que si se tratara de ramas rotas.

—¡Quitádselo todo! —gritó Dravic—. ¡No les dejéis nada! ¡Lo quiero todo! ¡Todo!

Al cabo de una hora, los hombres de Dravic excavaban en todas direcciones, exhumando más cuerpos. El alemán iba de un lado a otro dando órdenes, examinando objetos, dirigiendo a los que manejaban los aspiradores.

—Ya le dije que lo encontraría, Lacage —gritó en tono de júbilo mirando a Daniel y a Tara—. ¡Se lo dije!

Daniel guardó silencio. No pudo evitar dirigirle una mirada cargada de odio y también (o por lo menos eso le pareció a Tara) de cierta envidia.

—No podía matarlo sin darle la oportunidad de verlo. No soy tan cruel —dijo el alemán, que se echó a reír y ordenó a sus hombres que volvieran a conducirlos a la tienda—. Ah, señorita Mullray.. Nuestra pequeña velada no ha sido anulada, sólo pospuesta. Volveré a mandar llamarla. Después de tanto trabajo necesitaré dormir con algo cálido y terso a mi lado.

En el norte de Sudán

El muchacho lo vio de pie en lo alto de una duna, mirando la oscuridad nocturna, hacia el este. Se acercó a él y dijo:

—Han encontrado el ejército, maestro. El doctor Dravic acaba de comunicarlo por radio.

Saif al-Thar continuó mirando la lejanía. La luz de la luna hacía resplandecer las dunas, que semejaban un mar de mercurio.

—Esto es el final del principio, Mehmet —dijo la Espada Vengadora con voz queda—. En adelante, cambiarán muchas cosas; tanto, que a veces me asusta.

—¿Le asusta, maestro?

—Sí, Mehmet. Incluso yo, soldado del Señor, puedo sentir miedo. Me asusta la responsabilidad que me ha sido encomendada. Muchas son las tareas que hay que cumplir, y a veces me gustaría echarme y dormir. Hace mucho que no duermo, Mehmet. Años. Desde que era niño.

Saif al-Thar cruzó las manos a la espalda. Empezaba a levantarse viento. El muchacho tenía frío.

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