—Mañana atravesaremos la frontera. A media mañana. Informa al doctor Dravic.
—Sí, maestro.
Mehmet dio media vuelta y empezó a descender la duna; pero al llegar a la mitad de la pendiente se detuvo y miró hacia atrás.
—Saif al-Thar —dijo—. Eres como un padre para mí.
—Y tú eres como un hijo para mí —correspondió Saif al-Thar sin desviar la mirada.
Su voz era apacible, apenas un susurro, y sus palabras se desvanecieron en la noche sin que Mehmet llegase a oírlas.
El Cairo
La capital egipcia era, en la práctica, el único punto de partida para el viaje que Jalifa pretendía emprender. La alternativa habría sido ir en coche desde Luxor a Ezba el-Gaga y de ahí seguir por la autopista del desierto, pasar por los oasis de Al-Jarga y de Dajla, antes de desviarse hacia Al-Farafra por carreteras pésimas y muy vigiladas por la policía, y que a menudo resultaban impracticables a causa de los deslizamientos de arena.
De modo que optó por partir de El Cairo, entre otras cosas porque allí era donde estaba Abdul.
Su tren entró en la estación Ramsés poco después de las ocho de la mañana. Jalifa saltó al andén antes de que el convoy se hubiese detenido por completo y, cruzando a toda prisa el amplio vestíbulo de mármol, paró un taxi y pidió al conductor que lo llevase a Midan Tahrir.
Había dispuesto de diez horas para pensar bien lo que iba a hacer, y más de una vez lo habían asaltado las dudas. Pero las desechó y se centró en el viaje que iba a emprender, siempre y cuando Abdul siguiese organizando viajes por el desierto, claro estaba.
Cruzó la plaza, esquivando el tráfico al ir de una isleta a otra y enfiló Sharia Talaat Harb. Se detuvo frente a un local en cuyo escaparate se leía «Abdul Wassami Tours. Los mejores de Egipto». Debajo, en un expositor, figuraba la lista de los distintos viajes que ofrecía, incluyendo, para alivio de Jalifa, uno que anunciaba con estas palabras: «Sensacional aventura de cinco días por el desierto, con acampada bajo las estrellas y exóticas danzas del vientre».
Estaba visto que Abdul no había perdido su talento de vendedor.
Jalifa abrió la puerta y entró.
Abdul Wassami el Gordo era amigo del inspector desde sus tiempos de Gizeh. Allí habían vivido casi puerta con puerta y habían crecido juntos. Habían asistido a la misma escuela donde, desde temprana edad, Abdul había dado muestras de tener grandes aptitudes para los negocios: en vísperas de exámenes había llegado a venderles a los compañeros un tónico milagroso, hecho a base de Coca-Cola y jarabe para la tos; y a cobrarles diez piastras por visitas acompañadas al dormitorio de su hermana mayor, Fátima, que, a diferencia de él, era alta, estilizada y muy bonita.
Los años lo habían hecho menos dado a las artimañas, pero no menos avispado; y, tras una temporada durante la que se dedicó a exportar dátiles libios a la ex Unión Soviética, se había establecido por su cuenta y fundado una agencia de viajes. Ahora, Jalifa sólo lo veía muy de vez en cuando, pero eso no impedía que se sintieran buenos amigos, y al entrar en el local oyó una exclamación de júbilo procedente de detrás del mostrador.
—¡Yusuf! ¡Qué maravillosa sorpresa! ¡Eh, chicas, saludad a Yusuf Jalifa, uno de mis más antiguos e íntimos amigos!
Tres chicas, todas ellas jóvenes y bonitas, apartaron la vista de sus ordenadores y sonrieron. Abdul se acercó a Jalifa y le dio un asfixiante abrazo.
—Fíjate en Rania —le susurró Abdul al oído—, la de la izquierda, con esas grandes... ya sabes. Tiene la mollera más dura que la
basbousa
, pero... ¡qué cuerpazo! ¡Mírala!
Abdul soltó a Jalifa y se volvió hacia las chicas.
—Rania, encanto, tráenos té, por favor.
La joven se levantó con una sonrisa y fue a la trastienda contoneándose provocativamente. Abdul la siguió con la mirada como hipnotizado, hasta que hubo desaparecido por la puerta de la trastienda donde tenía una cocinilla.
—La puerta del Paraíso —dijo Abdul tras soltar un suspiro—. ¡Menudo trasero!
Abdul condujo a Jalifa hacia una hilera de sillones y se sentaron.
—¿Qué tal está Zainab? —preguntó.
—Bien, gracias. ¿Y Yamila?
Abdul se encogió de hombros.
—Supongo que bien —respondió—. Últimamente se pasa todo el tiempo en casa de su madre. Comiendo. ¡Dios, cómo come! A su lado, tengo la sensación de estar haciendo huelga de hambre. Ah, ¿sabes qué? Voy a abrir una sucursal en Nueva York.
Jalifa sonrió. Porque, desde que lo conocía, Abdul siempre estaba a punto de abrir una sucursal en Nueva York.
El inspector encendió un cigarrillo justo en el momento en que Rania se acercaba con una bandeja. La joven dejó dos vasos de té en la mesa de centro que estaba frente a los sillones y volvió a su ordenador. Abdul la siguió de nuevo con la mirada, admirando las bondades de su físico.
—Verás, Abdul, necesito un favor —dijo Jalifa.
—Cuenta con ello —repuso Abdul distraídamente.
—Necesito que me prestes un todoterreno.
—¿Que te lo preste? —exclamó Abdul, sobresaltado.
—Sí, que me lo prestes.
—Dirás que te lo alquile.
—No. Que me lo alquiles, no; que me lo prestes.
—O sea, ¿gratis?
—Exactamente. Lo necesito durante cuatro o cinco días. Uno que esté equipado para circular sin problemas por el desierto.
Abdul frunció el entrecejo. No le hacía ninguna gracia hacer nada gratis.
—¿Y para cuándo lo necesitas?
—Ahora mismo.
—¡Ahora mismo! —exclamó Abdul, y soltó una carcajada—. Me encantaría ayudarte, Yusuf, pero es imposible. Los cuatro todoterrenos que tengo están en Bahariya. Cualquiera de ellos tardaría por lo menos un día en llegar a El Cairo, o más, si están haciendo alguna excursión, y creo que los cuatro están ocupados ahora. Si tuviese uno aquí, te lo prestaría. Por algo somos amigos. Pero, como verás, es imposible.
Se inclinó hacia delante y bebió un sorbo de té.
—Está el del garaje —dijo Rania tras un breve silencio. Abdul estuvo a punto de atragantarse.
—El nuevo que nos enviaron el lunes —añadió la joven—. Tiene el depósito lleno y está listo para partir.
—Sí, pero ése no puede ser —dijo Abdul—. Está alquilado.
—No, no lo está —replicó Rania.
—¡Ya lo creo que está alquilado! —insistió Abdul, fulminándola con la mirada—. A... ese grupo de italianos.
—Creo que no, señor Wassani. Espere, que lo miraré en el ordenador.
—Ya te he dicho que es imposible, porque ése.... —dijo Abdul mirando a Jalifa.
—¡Aja! —exclamó Rania en tono triunfal—. Ya sabía que no estaba alquilado. Y no lo estará en los próximos cinco días, que es justo lo que necesita su amigo. ¿A que es una suerte?
La joven les dirigió una abierta sonrisa; y también sonrió Abdul, aunque forzadamente.
—Sí, encanto, estupendo. —Se llevó las manos a la cara, suspiró y luego añadió en tono casi inaudible—: Lo dicho, tiene la mollera más dura que la maldita
basbousa
.
El todoterreno, un Toyota, estaba en un garaje a dos manzanas de la agencia. Un vehículo de forma cúbica, de color blanco, con parachoques muy sólidos en la parte delantera, dos ruedas de recambio en la parte trasera y ocho latas sujetas con un pulpo en la baca. Era justo lo que Jalifa necesitaba. Abdul lo sacó del garaje y lo estacionó junto al bordillo.
—Cuídamelo, ¿eh? —le suplicó a Jalifa—. Es nuevo. Hace sólo dos días que lo tengo. Prométeme que lo tratarás bien.
—Por supuesto.
—Me ha costado cuarenta mil dólares. Y eso con descuento. Cuarenta mil dólares. Debo de estar loco por dejártelo; loco de remate.
Abdul bajó del vehículo y mostró a Jalifa las distintas características de su nueva adquisición, insistiendo una y otra vez en lo intranquilo que se quedaba por el temor a que no se lo devolviese entero.
—Tiene tracción a las cuatro ruedas, claro está; dirección manual, motor refrigerado por agua, bomba de combustible eléctrica. Es de lo mejor que hay —explicó con el talante de un vendedor de coches—. Te lo presto completamente equipado, con latas de combustible, bidones de agua, caja de herramientas, mapas, raciones de comida para casos de.emergencia, bengalas, prismáticos y... —Abdul se acercó a la guantera y sacó lo que parecía un teléfono móvil grande con pantalla de cristal líquido y antena—. Un GPS portátil.
—¿Un GPS? —dijo el inspector en tono inquisitivo.
—Son las siglas de Global Positioning by Satellite. Te indica tu posición exacta en cualquier momento y, si introduces las coordenadas de un lugar al que quieras llegar, te indica a qué distancia está y en qué dirección. Hay un manual de instrucciones en la guantera; son muy sencillas. Hasta yo sé manejarlo. —Abdul volvió a dejar el GPS en la guantera y, a regañadientes, le entregó las llaves a Jalifa—. No esperarás que pague la gasolina, ¿verdad?
—No, claro que no, Abdul —repuso Jalifa subiendo al vehículo.
—Bueno, queda claro. La gasolina me la pagarás. Ah, y toma esto.
Abdul sacó un teléfono móvil del bolsillo y se lo tendió.
—Si tuvieses algún problema, por pequeño que sea; si oyeses cualquier ruido raro, quiero que pares, cierres el contacto y me llames de inmediato.
—¿Estás seguro de que funciona bien en el desierto? —preguntó Jalifa.
—Que yo sepa funciona bien en todas partes menos en El Cairo. Ahora, prométeme otra vez que tendrás cuidado.
—Te lo prometo —dijo Jalifa al tiempo que ponía el motor en marcha.
—Y que volverás dentro de cinco días —añadió Abdul.
—Espero estar de regreso antes. Gracias de nuevo, Abdul. Eres un buen tipo.
—¿Un buen tipo? Lo que soy es un loco. ¡Cuarenta mil dólares!
Al arrancar, Abdul lo siguió sin despegarse del lado del conductor.
—Ah; lo que no me has dicho es a qué desierto vas.
—Al desierto occidental.
—¿A los oasis?
—Más allá de los oasis; al Gran Mar de Dunas.
Abdul se agarró con ambas manos al marco de la ventanilla.
—Eh, un momento. ¡No me has dicho que ibas al Mar de Dunas! ¡Dios santo! ¡Aquello es una tumba para cualquier vehículo! No puedes llevarte mi...
—Gracias de nuevo, Abdul. Eres un verdadero amigo.
Jalifa aceleró y Abdul echó a correr tras él, pero estaba demasiado obeso y tuvo que desistir a los pocos metros. Por el retrovisor Jalifa lo vio gesticular como un poseso en mitad de la calle. Hizo sonar el claxon por dos veces y se perdió de vista al girar la esquina.
En el desierto occidental
El helicóptero sobrevoló el campamento y fue a posarse en una franja lisa, a unos cincuenta metros de aquél. En cuanto se hubo detenido se abrió la puerta lateral y bajaron dos personas: un hombre y un muchacho. El hombre se detuvo por un instante, miró alrededor y a continuación se arrodilló y besó la arena.
—¡Egipto! —exclamó con la voz ahogada por el estruendo de los rotores—. ¡Mi tierra! ¡Mi patria! ¡Al fin he regresado!
Permaneció arrodillado por unos momentos, al cabo de los cuales se levantó y se dirigió hacia el campamento seguido por el muchacho. La actividad era febril. Varios grupos de hombres vestidos con túnicas negras transportaban cajas de embalaje, unos valle arriba y los más pesados hacia el perímetro del campamento. Todos estaban tan concentrados en su tarea que hasta que Saif al-Thar y Mehmet hubieron llegado a pocos metros de las tiendas nadie reparó en ellos. Tres hombres que llevaban rodando un bidón de gasolina alzaron la vista y, al verlos, se detuvieron y exclamaron alborozados:
—¡Es Saif al-Thar! ¡Está aquí! ¡Saif al-Thar!
Al instante todos sus compañeros corrieron a saludar al maestro.
—¡Saif al-Thar! —gritaban—. ¡Saif al-Thar ha vuelto!
Pero el maestro siguió cruzando el campamento, impasible, mientras sus hombres formaban una improvisada columna detrás de él, como la cola de un cometa. La noticia de su llegada llegó también a quienes trabajaban en las excavaciones, que dejaron sus herramientas y corrieron hacia el campamento profiriendo gritos de júbilo y agitando los brazos. Los centinelas que montaban guardia en las dunas dispararon sus armas al aire entusiasmados.
Al llegar a lo alto del montículo del otro lado del enclave, siempre seguido por Mehmet, Saif al-Thar miró alrededor. Los trabajos habían proseguido durante toda la noche, y el cráter abierto en el valle semejaba una profunda herida. Habían cubierto uno de los lados con capas de plástico sobre las que apilaban multitud de objetos: escudos, espadas, lanzas, cascos, armaduras. En la parte descubierta de la zanja yacían cientos de cadáveres de hombres y de animales, con la piel pardusca, seca y cuarteada. La escena tenía algo de apocalíptica, como si hubiese llegado el fin del mundo y los muertos saliesen de las tumbas para someterse al juicio Final.
Eso al menos pensó Saif al-Thar, convencido de que había llegado la hora de que los hombres fueran juzgados. Siguió mirando hacia abajo por unos instantes y a continuación alzó los brazos con expresión triunfal.
—
Allahu akbar!
—exclamó con voz tan potente que resonó en el desierto—. ¡Dios es grande!
—
Allahu akbar!
—respondieron sus hombres—. ¡Alabado sea Dios!
Estas exclamaciones se repitieron varias veces acompañadas de disparos desde lo alto de las dunas. Luego, Saif al-Thar indicó por señas a sus hombres que volvieran al trabajo. Los siguió con la mirada mientras se dispersaban cada cual rumbo a su tarea. Entonces le ordenó a Mehmet que regresase al campamento y él bajó hasta la zanja. Se acercó a Dravic, que estaba bajo una sombrilla supervisando el embalaje de objetos.
—Perdone. No he tenido tiempo de ir a mostrar mi júbilo por su llegada —dijo el alemán en tono áspero—. Tengo mucho que hacer aquí.
Si Saif al-Thar reparó en el sarcasmo de esta última frase, no lo manifestó. Se detuvo justo donde terminaba el rodal oscuro que creaba la sombrilla y miró en dirección a los cadáveres. Al estar más cerca se percató de que muchos habían sido mutilados. Con las prisas para despojarlos de cuanto tuviesen encima, les habían arrancado brazos y piernas de cuajo. Muchos incluso aparecían decapitados.
—¿Era necesario destrozar los cuerpos de esa manera? —dijo en tono de reproche.
—No —repuso Dravic—. Podíamos haber sido más respetuosos y considerados... y tardar una semana en despojarlos de todo uno a uno. En cuyo caso, a estas horas, no habríamos recuperado más que un par de lanzas.