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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (37 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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—Y no sueñen con escapar —les gritó Dravic desde arriba—. Porque si no acabase con ustedes el calor, lo harían las arenas movedizas. Las hay por todas partes en esta zona del desierto. Quizá sea precisamente el medio que utilice para deshacerme de ambos. Es mucho más entretenido que un balazo.

Dravic sonrió y miró hacia la excavación mientras los obreros empezaban con sus cánticos.

32

Luxor, colinas de Tebas

Cuando necesitaba pensar, Jalifa solía ir a las colinas de Tebas, a la sombra del Qurn. Y hacia allí encaminó sus pasos en esta ocasión.

Había descubierto aquel lugar hacía años, al poco de llegar a Luxor. Era una especie de silla natural tallada en un saliente hacia la mitad de una ladera. Desde ese lugar, la vista del Valle de los Reyes era espectacular. Podía quedarse allí sentado durante horas, en paz y soledad, y por confuso que se sintiese, por abatido o descorazonado que estuviese, se le aclaraban las ideas y se le levantaba el ánimo. La llamaba su «silla de pensar». No había otro lugar en el mundo donde se sintiese más en sintonía consigo mismo y con Alá.

El sol ya había rebasado su cenit cuando llegó al saliente. Se sentó y recostó la espalda en la fresca roca caliza, mirando hacia las ardientes colinas. A lo lejos veía gente cruzar el valle. Desde aquella distancia parecían hormigas.

Encendió un cigarrillo.

La conversación con Hassani lo había crispado. Más aún: lo había exasperado. Su reacción inmediata, por supuesto, fue rechazar el ascenso y seguir con el caso. Corría peligro la vida de dos personas, si es que aún no habían muerto, y no podía darles la espalda. Tampoco podía olvidar el horrible final que habían tenido Suleimán, Nayar, Iqbar... Ni tampoco, en cierto sentido, lo que le había ocurrido a su hermano Alí. Y, sin embargo, tenía dudas, muy a su pesar. Aquello no era una película con final feliz garantizado, sino la realidad, y aunque se lo reprochaba hasta el punto de despreciarse, tenía miedo.

Actuar en contra de los intereses de Saif al-Thar ya era bastante peligroso, pero por lo visto también tenía enemigos en su propio bando. Aunque ignoraba quiénes podrían ser y qué interés los movía, sabía que eran lo bastante poderosos para amedrentar a Hassani, algo nada fácil.

El comisario le había dicho que no podría protegerlo, y no se había referido a su carrera profesional, sino a su vida, y acaso también a las vidas de sus hijos y de su esposa. ¿Era justo poner en peligro a sus seres más queridos? Al fin y al cabo, nada les debía a Nayar, Iqbar y Suleimán, ni tampoco a aquellos dos ingleses. ¿Y a Alí? Eso nunca dejaría de atormentarlo, pero ¿merecía la pena pagar tan alto precio? Quizá lo más sensato fuese abandonar el caso; aceptar el ascenso e ir a Ismailía. Luego tendría remordimientos de conciencia, pero por lo menos pondría a salvo su vida y la de los suyos.

Tiró el cigarrillo al vacío y alzó la vista hacia unos toscos jeroglíficos garabateados en aquella cara de la colina, junto a su «silla». Representaban respectivamente a Horemheb, Ramsés I y Seti I, y debajo de ellas había una breve inscripción, dejada por alguien que se autodenominaba «el escriba de Amón, hijo de Ipu». Probablemente fuese uno de los obreros de la antigua necrópolis. Debía de haberse sentado en aquel mismo saliente hacía más de tres mil años, disfrutando de la misma vista que Jalifa, sumido en el mismo silencio y acaso sintiendo lo mismo. Alargó una mano y tocó la inscripción.

—¿Qué debo hacer? —se preguntó en voz alta, pasando los dedos por las toscas imágenes—. ¿Qué es lo más acertado? Dime, hijo de Ipu. Dame una señal. Porque estoy seguro de que...

Lo interrumpió el ruido de unas piedras que caían. Volvió la cabeza y alzó la vista. Un hombre esquelético y mugriento lo miraba fijamente desde otro saliente que estaba un poco más arriba.

—Perdón, perdón... apiádate de mí, Alá —farfulló el pordiosero, dándose manotazos en la cabeza—. Torpe, estúpido, loco, descarriado... —Se descolgó por el borde hasta el saliente inferior—. ¡Usted le habla a los espíritus! —exclamó—. Yo también hablo con los espíritus. Las colinas están llenas de espíritus, de miles, de millones de espíritus, unos buenos y otros malos. Algunos son terribles. Los he visto. —Empezó a gatear hacia Jalifa y prosiguió—: Vivo con los espíritus. Los conozco. Están por todas partes. Ahí hay uno, y allí otro; y allí, y allí, y allí. ¡Hola, espíritus! —exclamó saludando con la mano—. Me conocen. Tienen hambre, como yo. Todos tenemos hambre, mucha hambre.

Rebuscó bajo su galabeya y sacó un paquete envuelto con un papel.

—¿Quiere un escarabeo? —preguntó—. Es de la mejor calidad.

—No, hoy no, amigo mío —repuso Jalifa meneando la cabeza.

—Mire, mire; es de lo mejor, no los hay mejores en Egipto. Sólo échele un vistazo, por favor.

—Hoy no —repitió Jalifa.

El pordiosero miró alrededor y se acercó un poco más a él.

—¿Le interesan las antigüedades? —le preguntó en voz baja—. Tengo antigüedades. Muy buenas.

—Soy policía —dijo Jalifa—, así que ve con cuidado.

Al pordiosero se le heló la sonrisa en el rostro.

—Me refiero a antigüedades falsas —se corrigió—. Las hago yo mismo. Las falsifico. ¡Ja, ja, ja!

Jalifa asintió con la cabeza, sacó un cigarrillo y lo encendió. El pordiosero se lo quedó mirando como un perrillo aguardando una golosina. Al inspector le dio pena y le lanzó el paquete de cigarrillos.

—Ten. Y déjame en paz. Quiero estar solo.

—Gracias —dijo el pordiosero—. Muy amable. Usted les gusta a los espíritus. Me han pedido que se lo diga. Usted les gusta mucho —añadió, simulando que aguzaba el oído—. Dicen que si alguna vez tiene problemas venga aquí a hablar con ellos, que le darán muy buenos consejos y lo protegerán. —Se guardó el paquete bajo la galabeya, se irguió y agregó—: ¿Quiere un guía?

—Lo que quiero es que me dejes en paz.

El pordiosero se encogió de hombros y, sonándose con una manga de la galabeya, siguió por el saliente hasta donde éste enlazaba con un empinado sendero. Comenzó a descender por las piedras.

—Podría enseñarle el Valle de los Reyes —le gritó a Jalifa volviendo la cabeza—. Hatshepsut, las tumbas de los nobles... Conozco todos estos lugares. Le cobraría muy poco.

—Quizá otro día —repuso Jalifa—. Hoy no.

El pordiosero se detuvo, sin perder la esperanza.

—Le enseñaré lugares que nadie ha visto; lugares especiales.

Jalifa meneó la cabeza. El pordiosero echó de nuevo a andar, trastabillando, hasta desaparecer detrás de una peña.

—¡Lo llevaré a lugares secretos! —gritó.

Jalifa siguió haciendo caso omiso de él.

—Una nueva tumba que nadie ha visto...

De pronto, como si algo lo impulsara a ello, Jalifa se levantó.

—¡Espere! —llamó al pordiosero—. ¡Espere! —Bajó por el sendero corriendo tras él, que al oírlo volvió a asomar por detrás de la peña—. ¿Ha dicho una nueva tumba que nadie conoce?

—¡La he encontrado! —gritó el pordiosero—. Es muy secreta. Los espíritus me llevaron allí. ¿Quiere verla?

—Sí —respondió Jalifa impaciente—. Quiero verla. Me interesa mucho. Condúzcame hasta allí.

El inspector le dio una palmada en el hombro y subieron por un sendero adentrándose en las colinas.

Al principio, Jalifa dudó de que aquella tumba fuese la misma que Nayar había encontrado. Como Al-Masri había comentado, aquellas colinas estaban llenas de antiguas fosas. Y era más que posible que aquel pobre hombre hubiese dado con una completamente distinta, que no tuviese la menor relevancia para el caso.

Después, logró convencer al pordiosero de que le mostrase las antigüedades de las que le había hablado, y sus dudas quedaron disipadas. Había tres figuritas funerarias y una jarra de cerámica para ungüentos en la que aparecía grabado el rostro de Bes. Las cuatro piezas eran idénticas a la que había encontrado en la tienda de Iqbar. Estaba claro que procedían del mismo lugar.

Jalifa metió una mano en el bolsillo para sacar el paquete de Cleopatra, pero de inmediato reparó en que se lo había regalado al pordiosero.

—Dame un cigarrillo, por favor —pidió Jalifa.

—¡No, son míos!

Tardaron más de una hora en llegar al final de la garganta, y otra media hasta la entrada de la tumba. La última parte del descenso, los seis metros que separaban el borde de la garganta del saliente donde estaba la entrada, fueron especialmente difíciles para Jalifa, que tenía un poco de vértigo. En cambio, el pordiosero bajó como si tal cosa. El inspector necesitó casi cinco minutos para armarse de valor antes de descender, y cuando al fin se decidió, lo hizo con tanto miedo y precaución que parecía moverse a cámara lenta.

—Que Alá me proteja —musitó pegado como una lapa a la cara de la roca— Ten piedad de mí, Alá.

—Vamos, vamos, vamos... —lo apremió el loco, riendo a carcajadas—. Aquí está la tumba. ¿No tenía tanta prisa por verla?

Jalifa entró a gatas en la tumba y se recostó contra la pared, jadeante.

—Dame un cigarrillo, y sin discutir, si no quieres ir a la cárcel por posesión de antigüedades robadas.

El pordiosero le tendió el paquete a regañadientes y Jalifa extrajo un cigarrillo y lo encendió. Cerró los ojos e inhaló el humo profundamente. Después de un par de caladas se sintió más tranquilo, y volvió a abrir los ojos.

La luz que penetraba por la entrada bastaba para iluminar el pasadizo y el ensanchamiento donde se hallaba la cámara mortuoria.

—¿Cómo la has descubierto? —preguntó Jalifa mirando alrededor.

—Me guiaron los espíritus —repuso el loco—. Hace siete días, o diez... No sé. No hace mucho. Me dijeron que bajase aquí, que había algo importante. Bajé, y aquí está. Es una tumba muy bonita, muy secreta, muy importante —añadió señalando hacia el boquete por el que habían entrado—. Ahí había una tapia que ocultaba la entrada, pero yo la eché abajo, tal como los espíritus me dijeron. Estaba muy oscuro y llegaba hasta muy abajo. Tenía miedo. Temblaba. Pero bajé porque quería verla, como si alguien me empujase. —Hizo una pausa y se adentró por el pasadizo seguido de Jalifa—. Era una sala, oscura, muy oscura —prosiguió—. Encendí una cerilla y vi que había muchas cosas, cientos de cosas, cosas maravillosas y cosas terribles. Muy mágicas. Es la casa de los espíritus.

Ya habían llegado a la entrada de la cámara. A medida que sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, Jalifa empezó a distinguir colores e imágenes en la pared de enfrente.

—Tesoros, tesoros, muchos tesoros —farfulló el loco—. Pasé aquí una noche; dormí con los tesoros, ¡como un rey! Tuve muchos sueños. Muchas cosas extrañas pasaron por mi cabeza, como si volase por el mundo y lo viese todo, incluidos los pensamientos de la gente —agregó saltando a la cámara—. Después se lo conté a mi amigo.

—¿A tu amigo? —inquirió Jalifa.

—A veces sube a estas colinas, cuando ha bebido, y hablamos, y me da cigarrillos —explicó—. Lleva un tatuaje aquí.

Se señaló la muñeca donde Nayar llevaba el escarabeo tatuado. Jalifa empezó a comprender.

—Le conté a mi amigo lo que los espíritus me habían enseñado —prosiguió el loco—, y me pidió que lo trajese aquí. Y lo traje. Y se echó a reír a carcajadas. «¡Vamos a ser ricos!», gritó, «¡Viviremos como reyes!». Y me dijo que lo dejase de su cuenta, que se llevaría cosas para enseñárselas a unas personas, que me compraría un televisor, pero que yo no debía volver aquí nunca más ni decirle nada a nadie. Y estuve esperándolo... Pero no ha vuelto. Y entonces, una noche, llegaron los otros. Y estoy solo. Y no tengo televisor. Y tengo hambre. Y sólo los espíritus son mis amigos.

El loco sorbió por la nariz y empezó a recorrer la cámara con expresión taciturna, pasando la mano por las paredes. Jalifa saltó al interior de la cámara y enseguida reparó en que parte de la pared que quedaba a la izquierda de la entrada había sido destruida. Se acuclilló frente al montón de fragmentos de yeso, meneando la cabeza, apesadumbrado ante aquel acto de vandalismo.

Empezó a ver con claridad cuál había sido la secuencia de los hechos. Aquel pobre hombre había descubierto la tumba. Se lo había contado a Nayar, que se había llevado varios objetos, incluyendo probablemente una parte del fresco que ahora estaba hecho añicos a sus pies. Saif al-Thar se había enterado y eso había supuesto el fin de Nayar. El resto ya lo sabía.

Jalifa se incorporó y estudió la cámara. Sus ojos ya se habían acostumbrado a la penumbra, y aunque había zonas sumidas en una oscuridad impenetrable, como si estuviesen cubiertas por cortinas negras, distinguía la mayor parte de la decoración.

El loco se sentó en el suelo mirando a Jalifa con expresión contrita, mientras canturreaba.

—¿No habías vuelto aquí desde que la descubriste? —preguntó Jalifa.

—No. Pero los vi. Me escondí detrás de las rocas, muy callado, como si fuese una piedra. Vienen por las noches, como los chacales. Se llevan cosas de la tumba, una noche, dos noches, tres noches, todas las noches se llevan cosas.

—¿Estuvieron anoche?

—Sí. Y se marcharon, y luego vinieron otros.

—¿Otros?

—Un hombre y una mujer. Ya los había visto antes. Entraron en la tumba. Y se los comieron.

—¿Los mataron?

El pordiosero se encogió de hombros.

—¿Los mataron? —repitió Jalifa.

—Quién sabe. No los he visto con los espíritus. Quizá estén vivos, quizá estén muertos. El hombre que vi...

—¿Qué?

El loco no contestó y empezó a trazar dibujos con el dedo en el polvo que cubría el suelo. Jalifa volvió a examinar las paredes. Fue recorriendo la cámara lentamente, alumbrándose con el encendedor allí donde no llegaba la luz del exterior. Estuvo un largo rato frente al tríptico que tanto había interesado a Daniel, observando con sumo detenimiento las tres secciones, y luego siguió explorando la cámara. Se detuvo frente a la hornacina canopea, a contemplar las imágenes de los dos persas, del griego ante su mesa cubierta de fruta, de Anubis pesando el corazón del difunto. No dejó un centímetro cuadrado de las paredes por examinar.

La llama del encendedor empezó a debilitarse hasta que, justo cuando acababa de recorrer la cámara, se apagó.

Jalifa se guardó el encendedor en el bolsillo y volvió a la zona iluminada por la luz del exterior.

—Es perfecta —dijo en voz baja—. Absolutamente perfecta.

—Había arena —musitó el loco, mirándolo—. Arena, hombres, un ejército, todos sepultados.

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