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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (50 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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—¡Suelte ese encendedor! ¡No lo repetiré!

Jalifa se resignó y dejó caer el mechero. Volvió a oír disparos, procedentes del otro lado del campamento.

—Vuélvase. Lentamente y con los brazos en alto.

El inspector obedeció. A diez metros de él estaba Dravic, apuntándole con un fusil automático.

—¡Maldito imbécil! —le espetó el alemán.

De pronto aparecieron hombres de Saif al-Thar por todas partes. Dravic dio una orden y tres de ellos sujetaron a Jalifa y lo obligaron a arrodillarse.

—Muy bien... De modo que éste es nuestro policía, ¿verdad? —dijo Dravic, acercándose al inspector—. Nuestro pequeño Omar Sharif. —Se detuvo frente a él, le dio un bofetón que le partió un labio y añadió—: ¿Qué pretendía hacer? ¿Detenernos a todos sin ayuda de nadie? Está visto que ustedes los policías son más estúpidos de lo que yo imaginaba.

Jalifa no replicó. Se limitó a mirarlo fijamente. Un hilillo de sangre se deslizó hasta su mentón. Los disparos proseguían, cada vez más intensos. Uno de los hombres de Saif al-Thar se acercó corriendo a decirle algo a Dravic, que fulminó con la mirada al inspector.

—¡Esto le va a costar caro! ¡Muy caro! —Señaló a uno de los hombres, que recogió del suelo el encendedor y se lo tendió—. ¿Qué es este olor? —exclamó, olisqueando el aire—. ¿Qué es este delicioso olor que desprende su túnica? ¿Será gasóleo? —Esbozó una sonrisa sarcástica y los hombres que los rodeaban se echaron a reír—. Hemos sido algo descuidados, ¿verdad?

Dravic retrocedió un poco, y acercó el mechero al pecho de Jalifa, y brotó una llamita de color azul amarillento.

—¿Lo ve? No puede ser más sencillo. Todo lo que hay que hacer es apretar.

Movió el encendedor hacia atrás y hacia delante cerca de la tela salpicada de gasóleo. Jalifa forcejeó para soltarse, pero lo sujetaban entre tres y le resultaba imposible. La llama del encendedor casi tocaba la túnica.

—¡Deténgase! ¡Deténgase de inmediato!

La voz procedía del otro lado del grupo que se había congregado. Era una voz áspera y autoritaria. Dravic volvió la cabeza, mascullando algo ininteligible. Apartó el encendedor de la túnica y retrocedió unos pasos. Los hombres se apartaron para dejar paso a Saif al-Thar, pero éste siguió donde estaba, mirando a Jalifa.

—Hola, Yusuf —dijo al fin, avanzando hacia él.

—¿Lo conoce usted? —preguntó Dravic, sorprendido.

—Por supuesto —contestó Saif al-Thar—. Es mi hermano.

Echaron a correr entre las tiendas del campamento en dirección a la duna que quedaba a su izquierda, tal como Jalifa les había indicado. Daniel iba delante, seguido de Tara, a quien la adrenalina que circulaba por sus venas le había hecho olvidar lo dolorido que tenía todo el cuerpo.

Al llegar al límite norte del campamento se detuvieron. A pocos metros estaba la zanja de la excavación. La luz del día, ya muy intensa, iluminaba los artefactos, esparcidos por el suelo como los restos de un enorme avión estrellado. Podía ver hombres armados a lo largo de la cima de la duna que quedaba a su derecha, pero miraban hacia el este, en dirección al sol.

—¿Te encuentras bien, Tara?

—Sí.

Siguieron adelante arrimados a la base de la duna. Frente a ellos se alzaba la imponente pirámide de roca. Cuanto más se alejaban del campamento, menos posibilidades tenían de que los descubriesen, pensaba Tara, pero más tentaban a la suerte. Hacía muchos años que no rezaba, desde pequeña, y en ese momento, sin apenas reparar en ello, rezó una plegaria, rogándole a cualquier poder que existiese que los protegiese, que les permitiese escapar.

—Que no nos vean, por favor —musitó—. Que no nos vean. Que no nos vean, por favor.

Continuaron unos cincuenta metros y entonces, al llegar a la altura de la excavación, oyeron disparos y gritos procedentes de la duna.

—¡Mierda! —exclamó Daniel.

Siguieron otros gritos y más disparos. Cuarenta pares de ojos se dirigieron hacia ellos. Daniel se volvió y disparó su fusil.

—¡Retrocede! —le indicó a Tara—. ¡Tenemos que retroceder!

—¡No!

—Aquí no hay donde cubrirse.

Daniel la cogió de un brazo y volvieron sobre sus pasos. Varios hombres bajaban corriendo por la pendiente, sin dejar de dispararles. Las balas pasaron casi rozándolos y fueron a incrustarse en algunas cajas y en una armadura. Daniel disparó otra ráfaga y, tras recorrer unos metros, volvieron a estar entre las tiendas. Sus perseguidores los perdieron momentáneamente de vista en aquel laberinto de lona.

—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tara, jadeante.

—No lo sé. No lo sé —repuso Daniel, desesperado.

Volvieron a echar a correr, zigzagueando entre las tiendas. Los gritos de sus perseguidores se oían cada vez más cerca. Pero no sólo por detrás, sino también por delante. Estaban rodeados. No tenían escapatoria. Tara sintió tal pánico que se le nubló la vista. Y, de pronto, junto a una de las tiendas, vieron una motocicleta con las llaves en el contacto. Sin decir palabra, Daniel le lanzó el fusil a Tara, montó en la motocicleta y le dio una patada al pedal de arranque. El motor petardeó pero no arrancó. Volvió a intentarlo, otra vez sin éxito.

—¡Vamos! ¡Arranca, cacharro de mierda!

Los gritos les llegaban ahora desde un par de tiendas de distancia, pero por todos lados, como un inmaterial nudo corredizo. Tara alzó el fusil y disparó frenéticamente, al azar. El retroceso estuvo a punto de arrojarla al suelo, pero la ráfaga perforó varias tiendas y cajas de madera. Volvió a apretar el gatillo, en dirección contraria esta vez, hasta vaciar el cargador. Pero había otro fijado a la culata con cinta aislante. Retiró el vacío e introdujo el otro. justo en ese instante la motocicleta se puso en marcha.

—¡Sube! —le gritó Daniel.

Tara saltó al asiento trasero y Daniel aceleró. Una rociada de granos de arena brotó de la rueda trasera a la vez que la motocicleta salía hacia delante como una exhalación. Uno de los hombres de Saif al-Thar trató de cortarles el paso, pero Daniel lo apartó de una patada. Aparecieron más hombres, y Tara, cerrando los ojos como si prefiriese no verlo, apretó el gatillo. Oyó una explosión y, al abrir los ojos, vio que uno de los hombres se tambaleaba con la túnica en llamas.

Siguieron zigzagueando a toda velocidad entre las tiendas hasta llegar al límite norte del campamento. Enfilaron hacia el montículo al que subieron la noche en que habían descubierto el ejército. Pero seguían viendo hombres de Saif al-Thar que trataban de cercarlos.

Daniel redujo la velocidad y miró alrededor.

—¡Sujétate bien!

Aceleró hacia el montículo. Varios hombres se interpusieron en la trayectoria de la motocicleta, pero se apartaron al advertir que Daniel no reducía la velocidad. Cuando Tara comprendió lo que éste se proponía hacer, tiró el fusil y se abrazó con fuerza a su cintura.

—¡No lo conseguirás! —gritó Tara.

Al llegar a la base de la duna la motocicleta se vio frenada durante unos metros por la pendiente, pero Daniel aceleró a fondo, logró remontar la pendiente y, con un salto que lo hizo estremecer, apareció por el otro lado, con lo que, al menos por el momento, el montículo los protegía de los disparos de sus perseguidores.

La rueda trasera daba tales bandazos que Daniel temió que de un momento a otro acabarían en el suelo. Sin embargo, consiguió dominar la motocicleta y acelerar por el valle. Continuaban disparándoles, aunque no desde lo alto de las dunas, porque la mayoría de los centinelas habían dejado sus puestos y habían echado a correr hacia el campamento en cuanto empezó el tiroteo.

—¡Dios mío! ¡Fíjate en todo eso! —exclamó Daniel al ver la multitud de cuerpos y objetos esparcidos en la zanja de la excavación.

—¡No mires y acelera! —lo urgió ella abrazándose con más fuerza a su cintura.

41

En el desierto occidental

—Tú no eres mi hermano —dijo Jalifa mirando fijamente al hombre que estaba frente a él—. Mi hermano está muerto. Murió el día en que él y sus secuaces irrumpieron en el pueblo y asesinaron a siete personas inocentes. El día en que adoptó el nombre de Saif al-Thar.

El parecido entre Jalifa y Saif al-Thar era innegable. Ambos tenían los pómulos salientes, la boca pequeña y la nariz ganchuda. Sus ojos, en cambio, eran muy distintos. El primero los tenía de color azul claro, mientras que los de Saif al-Thar eran de un vivo color verde.

Permanecieron inmóviles. Por fin, Saif al-Thar dijo dirigiéndose a Dravic.

—Deme el fusil —le dijo.

El alemán dio un paso hacia él y le tendió el arma. Saif al-Thar apuntó a la cabeza de Jalifa.

—Usted vuelva con los hombres al trabajo —le ordenó a Dravic—. Y que los centinelas bajen de las dunas. Los helicópteros llegarán dentro de treinta minutos y aún queda mucho por hacer.

—¿Y los prisioneros?

—Déjenlos escapar. No los necesitamos.

—¿Y éste?

—Ya me encargo yo de él.

—No podemos...

—He dicho que ya me encargo yo de él.

Dravic dio media vuelta jurando por lo bajo y se alejó. Al quedarse a solas, Saif al-Thar le indicó a Jalifa que se levantase.

—Deberías haberme matado cuando tuviste la oportunidad. Hace un rato, en el momento en que entraste en mi tienda. Porque eras tú, ¿verdad? Lo presentí. ¿Por qué no apretaste el gatillo, si era lo que querías hacer?

—Me pregunté qué habría hecho mi hermano Alí en esa situación —repuso Jalifa—, y me dije que él nunca le hubiese disparado a nadie por la espalda. Sobre todo si estaba rezando.

—Hablas como si yo no fuese tu hermano —dijo Saif al-Thar con acritud.

—Y no lo eres. Alí era un buen hombre. Tú eres un carnicero.

Los generadores dejaron de funcionar súbitamente y los focos se apagaron, dejando el campamento sin más luz que el tenue resplandor del alba. Por el norte se alzó una negra y densa humareda.

—¿Por qué has venido aquí, Yusuf?

Jalifa tardó unos segundos en contestar.

—No he venido a matarte —dijo al fin—. No. Aunque no te equivocas al pensar que eso es lo que hubiese querido hacer. Es lo que he deseado hacer durante catorce años. Acabar para siempre con Saif al-Thar.

El inspector rebuscó en un bolsillo de la túnica y sacó su paquete de Cleopatra. Pero entonces recordó que Dravic le había quitado el encendedor. De modo que se quedó con un cigarrillo entre los dedos, apagado.

—He venido porque quería comprender —prosiguió Jalifa—. Para mirarte a la cara y tratar de entender qué sucedió durante todos aquellos años. Por qué cambiaste de esa manera. Por qué Alí tuvo que morir y dejar que aflorase... tanta maldad.

Saif al-Thar lo fulminó con la mirada y apretó el dedo contra el gatillo del fusil. Sin embargo, lo apartó enseguida y sonrió.

—Abrí los ojos, Yusuf. Eso es todo. Miré alrededor y vi el mundo tal como es; un mundo lleno de maldad y corrupción, un mundo en el que la
sharía
ha sido olvidada y el
kurf
ha asolado la tierra. Lo vi y me juré hacer algo. De modo que tu hermano no murió, sencillamente maduró.

—Convertido en un monstruo.

—No. En un servidor de Dios —replicó Saif al-Thar, crispado—. Para ti era fácil, Yusuf. No eras el hermano mayor. No tenías que afrontar lo mismo que yo, ni cargar con las mismas responsabilidades. Trabajaba dieciocho y a veces hasta veinte horas al día para alimentaros a ti y a nuestra madre. Y sentí que la vida se me iba escapando. Mientras en torno a mí veía a los millonarios occidentales en sus lujosos hoteles, gastando más en una sola comida de lo que yo ganaba en un mes. Estas cosas cambian a un hombre. Le muestran el mundo tal como es.

—Yo habría ayudado —dijo Jalifa—. Más de una vez te rogué que me dejases echar una mano. No tenías por qué haber cargado tú solo con todo el peso.

—Yo era el hermano mayor. Era mi deber.

—¿Igual que ahora es tu deber matar?

—El santo Corán dice: «Combate a los infieles hasta que no quede oposición».

—También dice: «No permitas que el odio hacia alguien te induzca a actuar injustamente» —replicó Jalifa.

—Y también: «Quienes se aparten del camino de Dios deberán sufrir un severo castigo». «Concentra todas tus energías contra ellos y aterroriza a los enemigos de Alá.» No querrás que sigamos a ver quién cita más versículos, ¿verdad? Me temo que perderías, Yusuf.

Jalifa miró al cigarrillo y luego a Alí.

—Sí, seguramente me ganarías. Estoy seguro de que podrías pasar un día entero citando versículos. Pero eso no serviría para hacer que tus actos fuesen mejores. —Miró a Saif al-Thar a los ojos y añadió—: No te reconozco. La nariz, los ojos, la boca... sí son los de Alí. Pero no te reconozco aquí... —agregó llevándose la mano al corazón—, aquí eres un extraño; menos que un extraño, pues sólo hay un vacío.

—Sigo siendo tu hermano, Yusuf. Digas lo que digas, llevamos la misma sangre.

—No. Alí murió —replicó Jalifa—. Incluso le cavé una tumba con mis propias manos, aunque no tuviese un cuerpo que enterrar. —Se limpió la sangre del labio con la manga de la túnica y prosiguió—: Cuando pienso en Alí me siento orgulloso. Siento admiración. Amor. Por eso mi hijo mayor se llama Alí. Porque es un nombre que siempre me llena de gozo y alegría. Pero tú... tú sólo me haces sentir vergüenza. Hace catorce años que convivo con la vergüenza. Catorce años casi sin atreverme a leer el periódico, por temor a enterarme de otra atrocidad. Catorce años ocultándome de mi pasado, de fingir no ser quien soy por ser el hermano de un monstruo.

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