El enigma de Cambises (23 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

BOOK: El enigma de Cambises
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—Así que está usted interesado en el caso Iqbar, ¿verdad? —preguntó Tauba, que aplastó una colilla en un cenicero rebosante y encendió otro cigarrillo.

—Creo que podría tener relación con un caso del que me ocupo en Luxor —dijo Jalifa.

Tauba exhaló el humo por la nariz.

—Es un feo asunto —dijo—. Se cometen muchos asesinatos en esta ciudad, pero nunca he visto nada parecido. Hicieron una verdadera carnicería con el pobre desgraciado. —Abrió un cajón, sacó una carpeta y añadió—: Es el informe del forense. Múltiples laceraciones en el rostro, los brazos y el torso, aparte de quemaduras.

—¿Quemaduras de cigarro? —preguntó Jalifa.

Tauba asintió con la cabeza.

—¿Y los cortes? —añadió Jalifa—. ¿Con qué se los hicieron?

—Eso no ha quedado claro. El forense no está seguro —contestó Tauba—. Con un objeto metálico, pero demasiado tosco para tratarse de un cuchillo. Piensa que pudieron hacérselos con una paleta.

—¿Con una paleta?

—Sí, de las que utilizan los albañiles para rellenar grietas con cemento. Está en el informe.

Jalifa abrió la carpeta y fue pasando páginas hasta llegar a las fotografías del cadáver de la víctima, unas en el suelo de su tienda y otras en la mesa de disección, desnudo. Los comentarios del forense eran casi idénticos a los que Anwar había incluido en su informe sobre el asesinato de Abu Nayar.

Naturaleza del objeto con el que se infligieron las citadas heridas, desconocida. La patología de las laceraciones no corresponde a la que podría producir un cuchillo. La forma y el ángulo de las heridas sugiere que el asesino posiblemente utilizó una paleta, como las que emplean los albañiles, los arqueólogos, etcétera, aunque no hay evidencia concluyente.

Jalifa le dio vueltas a la palabra «arqueólogos» antes de mirar a Tauba y preguntar:

—¿Quién encontró el cadáver?

—El tendero de al lado. Le extrañó que su vecino no abriese a la hora acostumbrada. Al intentar abrir la puerta se encontró con que no había echado la llave, entró, y allí estaba el cuerpo de Iqbar, como lo ha visto en las fotos.

—¿Cuándo ocurrió exactamente?

—El sábado por la mañana. Dios sabe cómo se enteraron los periódicos tan pronto. No me extrañaría que los propios periodistas cometiesen la mitad de los asesinatos que se cometen en El Cairo, sólo para tener algo sobre lo que escribir.

Jalifa sonrió.

—¿Traficaba Iqbar con antigüedades?

—Probablemente. Casi todos los anticuarios lo hacen, ¿no? No estaba fichado, pero eso no significa nada. Sólo tenemos recursos para perseguir el tráfico de gran envergadura. Cuando se trata de objetos de escaso valor solemos dejarlo correr. De lo contrario tendríamos las cárceles a rebosar, desde aquí hasta Abu Simbel.

Jalifa volvió a hojear el informe y se detuvo a releer el párrafo que incluía la palabra «arqueólogos».

—¿Ha oído algo inusual acerca del mercado de antigüedades últimamente?

—¿Inusual?

—Me refiero a algún rumor sobre algo de gran valor, que justifique matar.

Tauba se encogió de hombros.

—No tengo presente nada especial, salvo el caso de un griego que exportaba antigüedades camufladas como reproducciones. Pero de eso hace ya dos meses. No tengo noticia sobre nada más reciente, aparte de lo de Saqqara.

Jalifa lo miró con los ojos como platos.

—¿Saqqara?

—Sí, lo de ayer por la tarde. Una pareja de ingleses intervino en un tiroteo. Huyeron en un taxi robado. Por lo visto, la chica se había llevado algo de una casa del campamento.

Tauba llamó a uno de sus colegas, que estaba sentado frente a una mesa del fondo, un tipo obeso con la camisa empapada de sudor bajo las axilas.

—¡Eh, Helmi! Tú tienes un amigo en el distrito de Gizeh, ¿no? ¿Qué más se ha sabido del tiroteo de Saqqara?

—Poca cosa —farfulló Helmi con la boca llena, tras dar un bocado a un gran trozo de pastel—. Nadie parece saber qué ocurrió, salvo que la chica se llevó algo en una caja.

—¿Se ha logrado identificar a la chica? —preguntó Jalifa.

Helmi dio otro bocado al pastel y se relamió.

—Al parecer es la hija de un arqueólogo. Uno de los inspectores de la oficina de excavaciones la reconoció. Se llama Murray, o algo así.

—¿No será Mullray? ¿Michael Mullray?

—Sí. Murió hace un par de días, de un infarto. Lo encontró muerto la hija.

Jalifa sacó del bolsillo un bloc y un bolígrafo.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Jalifa—. La hija encontró muerto a su padre hace dos días; y ayer regresó y se llevó algo de la casa del campamento...

—Pero el taxista que los llevó ha explicado que la chica fue a buscar a una de las tumbas lo que fuera que se llevase —le aclaró Helmi—. La pareja se adentró un poco en el desierto y volvió con algo dentro de una caja de cartón parecida a ésas para llevar pizzas...

—¡Si era una pizza seguro que estás implicado! —le gritó un compañero, riendo a carcajadas.

—¡Bésame el culo, Aziz! —le espetó Helmi—. Como decía, al volver con la caja alguien empezó a dispararles. Pero los lugareños han declarado que fue el tipo que acompañaba a la chica quien inició el tiroteo. Como digo, nadie parece saber de qué demonios iba la cosa.

—Pero ¿se conoce la identidad del acompañante de la chica?

Helmi meneó la cabeza y se echó hacia atrás en la silla, pensativo.

—¿Podría hablar con su amigo de Gizeh? —preguntó Jalifa.

—Claro. Pero no le dirá más de lo que ya le he dicho yo. Y, además, lo han apartado del caso. Desde anoche se encarga Al-Murjabarat.

—¿El Servicio Secreto? —exclamó Jalifa, sorprendido.

—Por lo visto, no quieren que trascienda, porque es mala publicidad para Egipto y todo eso... además de porque están involucrados turistas. Ni siquiera lo han publicado los periódicos.

Jalifa guardó silencio unos momentos mientras tomaba nota.

—¿Podría hablar con alguien más? —preguntó luego.

—Creo que un funcionario de la embajada conoce a la chica —contestó Helmi a la vez que limpiaba las migas del pastel esparcidas en la mesa—. Se llama Orts, o algo así. Todo lo que sé es que se trata de un joven agregado.

Jalifa anotó el nombre y se guardó el bloc.

—¿Cree que ambos asesinatos están relacionados? —preguntó Tauba.

—Ni idea —repuso Jalifa—. No veo ninguna relación, sólo que... —Hizo una pausa y, después, sin molestarse en terminar la frase, alzó la carpeta que contenía el informe sobre Igbar—. ¿Podría llevarme una copia?

—Claro.

—También me gustaría echar un vistazo a la tienda del anticuario.

—No hay problema —dijo Tauba, que abrió un cajón y sacó un sobre—. Aquí tiene la dirección y las llaves. La tienda está en la parte alta de Jan al-Jalili. La brigada forense ya ha terminado su trabajo —añadió tendiéndole el sobre.

—Estaré de regreso en un par de horas —dijo Jalifa.

—Tómese el tiempo que quiera. Me quedaré aquí hasta tarde, para... variar.

Se estrecharon la mano y Jalifa fue hacia la puerta. Antes de que saliera del despacho, Tauba lo llamó.

—Ah, he olvidado preguntarle una cosa. Su familia no es de Nazlat al-Samman, ¿verdad?

—No, es de Port Said —contestó Jalifa, que, sin entretenerse más, salió de la comisaría.

Luxor

Lo que más lamentaba Dravic en esta vida, lo único que en realidad lamentaba, era no haber matado a la chica. Después de violarla debería haberla degollado y tirado el cuerpo a una zanja. Pero no lo hizo. Dejó que se escabullese y, como es natural, ella fue derecha a la policía, contó lo que le había hecho y... aquello fue el fin de su carrera.

Por suerte para él, tuvo un buen abogado que convenció al jurado de que no se había tratado de una violación sino de una relación consentida. Pero de poco le sirvió. En el mundo de la egiptología todos se conocen, y al cabo de poco tiempo trascendió que Casper Dravic había violado a una de las voluntarias que trabajaban con él y, lo que era peor, había quedado impune. Dejaron de ofrecerle puestos para enseñar en las universidades, le negaron las concesiones para excavar y los editores dejaron de contestar a sus llamadas. Con sólo treinta años su carrera había terminado.

¿Por qué...? ¿Por qué no la había matado? Nunca más cometería aquel error. Y no lo había cometido.

Meneó la cabeza para salir de su ensimismamiento e hizo una seña al camarero de que le sirviese más café. A su lado, una joven pareja, ambos rubios, escandinavos, estaban inclinados sobre un mapa, señalando detalles con un bolígrafo. La chica era atractiva, de labios carnosos y piernas largas, blancas y bien torneadas. Dravic la imaginó gritando de dolor y de placer mientras la poseía por el estrecho y rosado ano, pero enseguida desechó la fantasía y se concentró en el asunto de la tumba. Habían pasado casi toda la noche retirando los últimos objetos: la estela funeraria de madera, la figura de Anubis y los vasos canopeos de alabastro. No quedaba ya más que el féretro, con sus paneles brillantemente pintados y el texto jeroglífico. Por la noche se lo llevaría también. Todo lo demás había sido embalado en cajones y enviado al sur de Sudán, desde donde saldría rumbo a los mercados de Europa y del Lejano Oriente.

Era un buen cargamento, uno de los mejores que había visto, de la época tardía, vigésimo séptima dinastía. En total, incluía un centenar de objetos, de tosca artesanía pero en muy buen estado, y por los que obtendrían varios centenares de miles de libras, y el diez por ciento que le correspondía en concepto de comisión era una cantidad muy sustanciosa, aunque comparada al valor total fuese poca cosa. Se trataba del hallazgo más valioso que había hecho nunca. La operación que tanto había esperado; la solución a todos sus problemas.

Pero... siempre y cuando encontrase la pieza que faltaba. Ésa era la clave. Su futuro dependía de Lacage y la tal Mullray. ¿Dónde estaban? ¿Qué estaban planeando? ¿Hasta qué punto sabían de qué iba?

La preocupación inicial de Dravic había sido que entregasen de inmediato la pieza a las autoridades. El que no lo hubiesen hecho constituía un gran alivio y también una gran preocupación para él. Lo primero porque significaba que aún tenía una oportunidad de recuperar la pieza; y lo segundo porque significaba que ellos también podían ir en busca del tesoro. Ése era su mayor temor en aquellos momentos, sobre todo porque, tal como Saif al-Thar le había dicho, el tiempo apremiaba. No podían aguardar indefinidamente. Cuanto más tiempo tuviesen la pieza, más probabilidades tendrían de escamoteársela. Y, si lo conseguían, todas sus esperanzas y todos sus sueños se vendrían abajo...

«¿Qué demonios estás haciendo?» musitó para sí.

Oyó un cuchicheo de desaprobación cerca y, al alzar la vista, vio que la pareja de escandinavos lo miraba fijamente.

—Vosotros, ¿qué miráis? —masculló—. ¿Pasa algo?

Los jóvenes pagaron y se apresuraron a marcharse.

Cuando el camarero le trajo el café, Dravic bebió un sorbo y alzó la vista hacia las colinas de Tebas, unas moles parduscas que se alzaban frente a él bajo el cielo azul.

Lo que no atinaba a comprender era cómo, si Lacage y la chica querían el tesoro, podrían conseguirlo teniendo sólo una pieza. No cabía duda de que Lacage era uno de los mejores egiptólogos del mundo. Quizá esa única pieza le bastase para descifrarlo todo, pero lo dudaba. Necesitaría más texto. Y para conseguirlo tendrían que ir a Luxor. Por eso los aguardaba allí en lugar de hacerlo en El Cairo. Aparecerían en Luxor, estaba seguro. Era sólo cuestión de tiempo, aunque no podía esperar mucho.

Se terminó el café y sacó un largo y grueso cigarro del bolsillo de la chaqueta. Lo hizo girar entre el índice y el pulgar, disfrutando del leve crujido. Se lo llevó a la boca y lo encendió. La cálida caricia del humo en su paladar lo tranquilizó y lo puso de mejor humor. Estiró las piernas y empezó a pensar en Tara Mullray recorriendo mentalmente su cuerpo, sus caderas, su estrecha cintura, sus firmes nalgas y sus pechos. ¡Cómo iba a disfrutar con ella! La sola idea lo excitaba. Gozaría como un loco en cuanto se le echase encima, pensó al ver el bulto que acababa de aparecer en sus pantalones, y se echó a reír al pensar que ella no iba a disfrutar tanto.

23

El Cairo

La tienda de Iqbar estaba en una callejuela cercana a Sharia al-Muizz, la concurrida avenida que cruzaba como una arteria el corazón del barrio islámico de El Cairo. Jalifa tardó bastante en encontrar la calle, y más aún en localizar la tienda, semioculta por un tenderete en el que vendían nueces y dulces. Cuando al fin la localizó, abrió la puerta y entró, haciendo tintinear las campanitas de la entrada.

El interior estaba atestado y oscuro. Las estanterías cubiertas de quincalla cubrían las paredes desde el suelo hasta el techo. Había multitud de lámparas de bronce, muebles y todo tipo de objetos en los rincones. Numerosas máscaras de madera lo miraban desde las paredes; un pájaro disecado colgaba del techo. El aire olía a cuero, a metal viejo y... a muerte, le pareció a Jalifa.

Miró alrededor mientras sus ojos se adaptaban a la oscuridad, y luego fue hacia el mostrador, que estaba al fondo de la tienda. En el suelo habían trazado un círculo con tiza y en el entarimado había manchas oscuras de la sangre de Iqbar, y varios círculos de tiza pequeños junto al círculo mayor, semejantes a satélites, que rodeaban rastros de ceniza de cigarro. Jalifa se agachó para estudiarlos de cerca, luego se incorporó y rodeó el mostrador.

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