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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (21 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Samali hablaba en tono de broma, pero con una perceptible frialdad en la mirada, como si comprendiese que la cordialidad de sus visitantes era fingida y quisiera que éstos supiesen que la suya también. Echó la cabeza hacia atrás y dio una profunda calada, mirando al techo.

—Bien... —prosiguió—, ¿qué necesita, Daniel? ¿Problemas con su licencia de excavación? ¿O quizá Steven Spielberg quiere filmar su trabajo y necesita usted ayuda para los permisos? —añadió riéndose la gracia.

Daniel apuró el whisky y dejó el vaso a un lado.

—Necesito información —contestó con sequedad.

—¡Información! —repitió Samali—. ¡Qué halagador, que un erudito de su fama venga a pedirme información! No se me ocurre nada que pueda saber yo que no sepa usted. Pero, por favor, dígame lo que sea.

Daniel se inclinó hacia delante haciendo crujir la tapicería de piel. Dirigió a Samali una mirada escrutadora y desvió la vista hacia la ventana.

—Quiero información sobre Saif al-Thar.

—¿Algo concreto, o sólo un resumen sucinto?

—Necesito información sobre Saif al-Thar en relación con el tráfico de antigüedades.

—¿Puedo preguntarle por qué? —inquirió Samali algo titubeante.

—Es mejor no entrar en detalles. Por su seguridad y por la nuestra. Creemos que Saif al-Thar está interesado en un determinado objeto, y necesitamos saber por qué.

—Se muestra usted muy críptico, Daniel —dijo Samali alzando la mano izquierda y mirándose las uñas.

Tara creyó oír cuchicheos procedentes de una de las estancias contiguas al salón.

—¿Me equivoco al pensar que esa misteriosa antigüedad está en la caja que asoma del bolso de la señorita Mullray? —añadió el abogado.

Tara y Daniel no dijeron nada.

—Deduzco por tu silencio que así es. —Samali miró fijamente a Tara—. ¿Me permite verla?

Tara los miró a ambos y luego a su bolso. Se produjo un silencio embarazoso, que Samali rompió con una áspera carcajada.

—Estoy seguro de que el doctor Lacage le ha indicado que no me la muestre —dijo Samali—. Es otra de las lecciones que aprende uno en mi profesión, o sea, que rara vez confían en nosotros. —Hizo un ademán de despreocupación y añadió—: No importa. Resérvenselo, si lo prefieren. Simplemente, hace que me resulte más difícil contestar a su pregunta. Es como jugar una mano de póquer sin que te permitan ver todas tus cartas. —Volvió a mirarse las uñas antes de proseguir—: En fin... quieren ustedes información acerca de la Espada Vengadora y de las antigüedades, ¿no es así? —preguntó pensativo—. Se trata de una indagación muy peligrosa. ¿En cuánto... la valoran?

Daniel cogió el vaso que había dejado en la mesa baja contigua al sofá y se puso de pie. Fue hasta el mueble-bar y se sirvió otro whisky con mano temblorosa.

—Le pido que me ayude por pura bondad de corazón.

Samali enarcó las cejas, estupefacto.

—Bueno... bueno... Primero me invocan como la fuente de todo saber y ahora como un filántropo. Seguro que cuando nos despidamos ya no sabré quién soy.

—Podría darle unos cientos de dólares; trescientos o cuatrocientos, si es eso lo que quiere.

—¡Por favor, Daniel! —exclamó Samali en tono de reproche—. Puede que yo sea un hombre hecho a mí mismo, pero por lo menos me he hecho con clase. No soy una puta callejera que acepta calderilla por sus servicios. Puede guardarse sus cuatrocientos dólares. —Dio una calada a su cigarrillo, esbozando una sonrisa como si disfrutase con la incomodidad de Daniel—. Aunque en esta vida, desde luego, no hay nada que sea completamente gratuito. Sobre todo tratándose de información sobre alguien tan peligroso como Saif al-Thar. Planteémoslo de esta manera: estará en deuda conmigo. Y un día puedo querer que la salde. ¿De acuerdo?

Se miraron fijamente por unos instantes. Daniel finalmente apuró el whisky, asintió, volvió a llenar su vaso y se sentó en el sofá. Samali se inclinó hacia el cenicero y le dio unos golpecitos a la boquilla para hacer caer la colilla.

—Por supuesto, yo no tengo ningún vínculo con la organización de Saif al-Thar —dijo—. Quiero que esto quede bien claro. De modo que cualquier cosa que les diga es de oídas.

—Adelante.

—Bien —dijo Samali, alisándose nuevamente los pantalones—. Parece ser que nuestro dilecto amigo ha financiado sus operaciones a través del tráfico de antigüedades. —Introdujo otro cigarrillo en la boquilla y continuó—: No cabe duda de que la Espada Vengadora sabe más de antigüedades egipcias que la mayoría de los expertos. De modo que ese tráfico constituye una gran fuente de ingresos para él. Su única fuente, en realidad, porque con sus actividades se ha atraído la enemistad de casi todos los demás grupos fundamentalistas de EgiNú. Ni siquiera la Yihad quiere saber nada de él.

Samali se levantó y se acercó lentamente a la ventana. El sol de la tarde reflejado en su calva le hacía parecer de bronce pulido.

—Dirige una industria artesanal, por así decirlo —prosiguió—. Trafica con objetos robados en los yacimientos; procedentes del saqueo de tumbas recién descubiertas, y de los fondos de los museos. Los envía a Sudán y, desde allí, a intermediarios europeos y del Lejano Oriente, que los venden a coleccionistas o especuladores. El producto de estas ventas llega aquí y él lo utiliza... en fin, creo que todos sabemos para qué lo utiliza.

—Hay un tipo... —intervino Tara— que tiene una marca de nacimiento en la mejilla...

Samali siguió junto a la ventana, mirando hacia la calle.

—Dravitt —dijo—. Drakich, Dravich, o algo así. Creo que es alemán. Es los ojos y los oídos de Saif al-Thar en Egipto. Me temo que no puedo decirles mucho acerca de él, salvo que lo que se rumorea no es agradable. —Se volvió de nuevo hacia ellos y prosiguió—: No sé lo que tienen en esa caja, Daniel, pero si, como afirman, Saif al-Thar lo quiere, les aseguro que más tarde o más temprano lo tendrá. Las antigüedades son vitales para él. Y trata de conseguirlas a toda costa.

—Pero no se trata de ningún tesoro —dijo Daniel—. ¿Por qué habría de querer apoderarse de ello?

Samali se encogió de hombros.

—¿Cómo voy a aventurarlo siquiera si no me lo muestran? Sólo puedo repetirle lo que acabo de decir: si Saif al-Thar lo quiere, lo tendrá. —Volvió a paso lento hasta su sillón, encendió el cigarrillo y añadió—: Me parece que sí que voy a beber algo. Empieza a hacer demasiado calor aquí, pese a la refrigeración.

Fue hasta el mueble-bar y se sirvió un vaso de un licor de color amarillo opalescente.

—¿Y la embajada británica? —preguntó Tara.

Se produjo un momentáneo silencio, roto enseguida cuando Samali dejó caer un cubito de hielo en su vaso.

—¿La embajada británica? —repitió con voz aguda, como si le hubiesen apretado el cuello al decirlo.

—Porque a ellos también les interesa —intervino Daniel—. O por lo menos le interesa al agregado cultural.

Samali echó otro cubito en el vaso y dejó las pinzas en una repisa del mueble-bar. Bebió un largo trago, de espaldas a ellos.

—¿Y por qué demonios creen ustedes que el agregado cultural británico está interesado en su... objeto?

—Porque nos ha mentido —respondió Tara.

Samali bebió otro trago y volvió junto a la ventana. Permaneció en silencio unos momentos.

—Les daré un consejo —dijo al cabo—. Y se lo daré gratis. Desháganse de esa antigüedad y márchense de Egipto cuanto antes, hoy mismo, si pueden. Porque si no lo hacen, morirán.

Tara se estremeció y, casi en un acto reflejo, buscó la mano de Daniel, que tenía la palma sudorosa.

—¿Qué sabe usted, Samali? —preguntó Daniel.

—Muy poco. Y me alegro de ello.

—Pero sabe algo, ¿verdad?

—Por favor... —intervino Tara.

De nuevo se hizo el silencio. Samali apuró el vaso y le dio otra calada al cigarrillo. Las ventanas debían de estar insonorizadas porque no llegaba ningún ruido de la calle. Los cuchicheos de la estancia contigua hacía rato que habían cesado.

—Existe un... no sé cómo expresarlo... un conducto —prosiguió sopesando las palabras— para antigüedades robadas, a través de la embajada británica. Y también de la estadounidense, si lo que he oído es verdad, que podría no serlo. Son simples rumores, entiéndalo bien. Rumores. Dicen que roban objetos de los museos y que los sacan del país por valija diplomática, los venden en el extranjero y el dinero va a parar a cuentas numeradas de determinados bancos. Todo muy novelesco.

—¡Dios mío! —exclamó Daniel.

—Y eso no es todo —continuó Samali—. Son las embajadas las que organizan la exportación de los objetos. Pero quienes planean los robos son los propios servicios de seguridad egipcios. O por lo menos determinados elementos de los servicios de seguridad. A muy alto nivel. Tienen contactos en todas partes. Se enteran de todo. No me sorprendería que en este mismo momento nos estuviesen vigilando y escuchando.

—Hemos de acudir a la policía —dijo Tara—. No tenemos más remedio.

Samali rio con amargura.

—Me parece que no ha entendido bien lo que he dicho, señorita Mullray. Muchos altos cargos de la policía están implicados. No puede imaginarse usted lo poderosos que son. Te manipulan sin que te des cuenta. En comparación con esa gente, Saif al-Thar es un corderito.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué están interesados precisamente en el objeto que tenemos? —preguntó Daniel.

Samali se encogió de hombros.

—Tal como les he dicho, no tengo respuesta para eso. Lo único que sé es que, por un lado, están la embajada y el servicio secreto... —Alzó el vaso mirándolos y añadió—: Y por el otro, Saif al-Thar. O sea, que pueden hacerlos añicos.

—Hacernos añicos... —musitó Tara con un nudo en la garganta.

Samali sonrió.

—¿Qué podemos hacer entonces? —preguntó ella—. ¿Adónde podemos ir?

El egipcio no contestó. Daniel estaba inclinado hacia delante, con la vista fija en el suelo. Tara tenía la sensación de que la caja que llevaba en el bolso, y que estaba sobre su regazo, pesaba una tonelada; incluso le dolían las piernas.

—Necesitamos un medio de transporte —dijo Daniel—; un coche, una moto, lo que sea. ¿Podría usted proporcionárnoslo?

Samali les dirigió una mirada que transmitía un atisbo de solidaridad. Cruzó el salón, hizo una llamada telefónica, dijo unas pocas frases y colgó el auricular.

—Dentro de cinco minutos tendrán una motocicleta abajo —dijo—. Las llaves estarán en el contacto.

—¿Cuánto debo pagarle? —preguntó Daniel.

—Es gratis —contestó Samali con una sonrisa—. Ni siquiera yo soy tan codicioso como para cobrarle a un condenado a muerte.

Pese al calor que hacía en la estancia a esas alturas, Tara empezó a temblar.

La motocicleta, una destartalada Jawa 350 de color naranja, estaba frente al portal, tal como Samali acababa de decirles. Quienquiera que la hubiese dejado allí, ya no había rastro de él. Daniel montó y le dio una patada al pedal de arranque. En cuanto la Jawa empezó a petardear, Tara subió al sillín trasero con el bolso en bandolera.

—¿Adónde vamos, Daniel?

—Al único sitio en el que podemos averiguar por qué es tan importante lo que llevamos en la caja.

—¿O sea...?

—El lugar de donde procede. Luxor.

Daniel pisó el acelerador y la motocicleta salió rugiendo, con la melena de Tara ondeando al viento.

Desde la ventana de su apartamento, Samali los siguió con la mirada hasta que doblaron la esquina. Luego se acercó al teléfono y llamó.

—Acaban de salir —dijo—. Y llevan la caja.

En el norte de Sudán

El helicóptero sobrevoló el campamento y fue a posarse en un rodal plano que estaba unos cien metros más allá. El viento que provocaban las aspas del rotor proyectó una lluvia de granos de arena y gravilla hacia las tiendas. El muchacho que se había acercado al aparato se volvió de espaldas y se protegió la cara con un brazo. Hasta que las aspas se hubieron detenido por completo, no volvió a correr hacia el helicóptero para abrir la puerta lateral. Enseguida saltó a tierra un hombre que vestía un traje arrugado, sostenía un maletín en la mano izquierda y un cigarro en la derecha.

—Está esperándolo,
ya doktora
—dijo el muchacho.

Fueron hacia el campamento a paso rápido. El muchacho miraba al suelo, para no ver la mancha de color púrpura que cubría la mejilla del recién llegado. Lo asustaba. Se detuvieron delante de una tienda algo separada de las demás. El muchacho descorrió la cortina y entró. El visitante arrojó al suelo la colilla del cigarro y lo siguió.

—Bienvenido, doctor Dravic —lo saludó Saif al-Thar—. ¿Le apetece un té?

Saif al-Thar estaba sentado en la alfombra, en el centro de la tienda, con las piernas cruzadas y el rostro medio oculto entre las sombras. A su lado había un libro, aunque estaba demasiado oscuro para ver el título.

—Preferiría cerveza —contestó Dravic.

—Como usted sabe, aquí no bebemos alcohol. Tráele té al doctor Dravic, Mehmet.

—Enseguida, maestro.

El muchacho salió de la tienda y Saif al-Thar miró a Dravic.

—Siéntese, por favor —le dijo.

El gigantón se sentó trabajosamente sobre la alfombra. Era evidente que no estaba acostumbrado a sentarse en el suelo, porque le costó encontrar una postura aceptablemente cómoda. Terminó semiarrodillado, con la pierna izquierda bajo el muslo derecho y la rodilla de la otra a la altura del pecho.

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