Jalifa examinó los objetos uno a uno y, al volverse hacia la niña, descubrió que ya no estaba.
—¡Maia! —la llamó—. ¡Maia! —insistió al ver que no contestaba. La niña se había marchado con la lámpara de Al-Ghul. Jalifa corrió hacia la entrada y miró en todas las direcciones. Pero no la vio.
—Adiós, Maia —musitó—. Que Alá te bendiga.
Luxor
Suleimán al-Rashid dormitaba echado en una estera a la sombra del lavabo móvil. Oyó pisadas de alguien que subía al tráiler. Normalmente, habría ido a ver si necesitaban papel higiénico o habría aguardado junto a la puerta por si le daban una propina al salir. Pero ese día hacía demasiado calor, y se quedó donde estaba.
Al principio no advirtió nada anormal. Oyó que la persona que había entrado echaba agua del cubo a la taza, algo innecesario porque él siempre tenía los lavabos extraordinariamente limpios. Pero algunos, sobre todo los alemanes, eran obsesivos con esa clase de cosas. De modo que no le dio importancia y siguió echado. Al cabo de unos segundos, sin embargo, olió a gasolina y oyó chorrear líquido en la arena. Se levantó casi de un salto.
—¡Eh! —gritó corriendo hacia el tráiler tan deprisa como pudo—. ¿Qué está haciendo...?
Un fuerte golpe lo hizo caer de bruces sobre los tres escalones del tráiler.
—Metedlo dentro —musitó alguien desde arriba.
Unos fuertes brazos le rodearon la cintura y lo levantaron. Otra persona lo agarró desde arriba y, casi a rastras, fue conducido al interior del tráiler. Trató de resistirse, pero aún estaba aturdido a causa del golpe que había recibido en la cabeza y apenas lograba forcejear. El olor a gasolina le hizo dar varias arcadas.
—Esposadlo —ordenó una voz—. Esposadlo a la cañería.
Se oyeron sendos «clics» al cerrarle las esposas en torno a una muñeca y luego en torno a la otra. Suleimán hizo una mueca de dolor al sentir la presión del acero contra la carne.
—Rociadlo.
El ciego notó que le echaban algo en la cara y en la galabeya. Trató de soltarse, pero le fue imposible. Le entró gasolina en la boca y en los ojos sin vida. No podía ver a sus agresores, pero no tenía necesidad de hacerlo. Sabía perfectamente quiénes eran.
Dejaron de rociarlo. Oyó el estrépito de una lata al chocar contra el suelo, a sus agresores saltar del tráiler y, al instante, el chasquido de una cerilla. No sintió miedo. Pero sí ira, y pesar por su familia. ¿Cómo iba a sobrevivir sin él? Pero... ¿miedo? Miedo no.
—
Ibn sharmouta! Ya ja-in!
—masculló uno desde abajo—. ¡Hijo de puta! ¡Traidor! ¡Esto es lo que les ocurre a quienes hablan más de la cuenta de Saif al-Thar!
Se hizo un breve silencio y luego Suleimán oyó el siseo de una llamarada y notó un intenso calor alrededor.
—¡Que Dios se apiade de vuestras almas! —musitó Suleimán tirando desesperadamente de las esposas—. ¡Que el Todopoderoso os perdone!
Instantes después, las llamas envolvieron al ciego, que soltó un grito sobrecogedor.
El Cairo
Una hora después de salir de la tienda de Iqbar, Jalifa estaba sentado frente a Crispin Oates en el despacho de éste en la embajada británica. No se había molestado en llamar para concertar una entrevista. Advirtió que a Oates no le hacía ninguna gracia que se presentara sin avisar, pero no pudo negarse a recibirlo. El diplomático se limitó a adoptar una actitud condescendiente, y aunque no se mostraba dispuesto a colaborar, sus modales eran impecables.
—¿Y no tiene usted idea del paradero actual de la señorita Mullray? —preguntó el inspector.
—Ni la menor idea, señor Jalifa —repuso Oates—. Tal como le he explicado, vi por última vez a la señorita Mullray anteayer, cuando fui a recogerla al hotel y la traje a la embajada. Desde entonces no he sabido nada de ella... Perdone, pero en este despacho no se puede fumar.
Jalifa acababa de sacar un paquete de cigarrillos del bolsillo, pero volvió a guardarlo. Se inclinó un poco hacia delante.
—¿Observó en ella un comportamiento anormal? —preguntó.
—¿En la señorita Mullray?
—Sí, en la señorita Mullray.
—Anormal, ¿en qué sentido?
—Me refiero a si le pareció... preocupada.
—Acababa de encontrar muerto a su padre —respondió Oates—. Creo que cualquiera estaría preocupado en tales circunstancias, ¿no le parece?
—Lo que quiero decir es si notó que había otra cosa que le preocupaba. Si la vio asustada, como si se sintiese en peligro.
—No —contestó Oates—. No la noté preocupada en ese sentido. Pero, verá, ya les he contado todo esto a los hombres de Gizeh. Y aunque por supuesto estoy encantado de poder colaborar, esto me resulta... repetitivo.
—Lo siento —se disculpó Jalifa—. Procuraré abreviar.
Sin embargo, permaneció en el despacho durante otros veinte minutos. Cuantas más preguntas le formulaba a Oates, más convencido estaba de que éste sabía más de lo que decía. Pero estaba claro que no pensaba revelarle lo que supiese. Jalifa dedujo que no lograría sonsacarle nada, de modo que echó la silla hacia atrás y se levantó.
—Gracias, señor Orts. Lamento haberlo entretenido.
—Al contrario, señor Jalifa, ha sido un placer. Pero... me llamo Oates, no Orts..
—Oh, disculpe, señor... Oates.
Se estrecharon la mano con frialdad y Jalifa fue hacia la puerta. Tras dar unos pocos pasos se detuvo, sacó su bloc y garabateó algo en una página en blanco.
—Perdone, señor Oates, una última pregunta: ¿le dice esto algo?
El inspector le mostró el sencillo dibujo que había hecho en el bloc. Era un rectángulo, tal como la niña se lo había dibujado en la tienda de Iqbar, con varios jeroglíficos inscritos y, en la base, una hilera de serpientes.
Oates apretó los labios al ver el dibujo.
—No, me temo que no.
«Mientes», pensó Jalifa, mirándolo fijamente por un instante y guardando a continuación el bloc en el bolsillo.
—Bueno... era sólo por si acaso —dijo Jalifa—. Gracias de nuevo por su ayuda.
—Me temo que no le he sido de mucha utilidad —dijo Oates.
—Todo lo contrario. Me ha proporcionado usted una interesantísima... información —repuso el inspector con una sonrisa, y se marchó.
En su despacho, Charles Squires desconectó el intercomunicador a través del que había estado escuchando la conversación y se retrepó en el sillón. Por unos instantes permaneció inmóvil mirando al techo con expresión de contrariedad. Luego volvió a inclinarse hacia delante, descolgó el teléfono y marcó. Se oyeron tres llamadas y luego un «clic».
—Yamal —dijo—. Me parece que tenemos un problema.
Luxor
Llegaron a Luxor a primera hora de la tarde, después de un viaje de casi veinte horas. El viaje podría haber durado ocho horas, pero Daniel prefirió dar un largo rodeo para no pasar por el centro de Egipto.
—Al sur de Beni Suef toda la región está infestada de fundamentalistas, Tara —explicó Daniel—. No se mueve una hoja sin que Saif al-Thar se entere. Además, por esa zona hay controles policiales en todos los cruces. Desaconsejan a los extranjeros viajar por allí sin escolta. Correríamos el riesgo de que nos secuestrasen.
Así pues, en lugar de ir hacia el sur como la mayoría, siguiendo la autopista que discurre paralelamente al Nilo hasta Luxor, fueron hacia el este para cruzar el desierto por Al-Wasta.
—Cruzaremos el mar Rojo —dijo Daniel señalándolo en un mapa—, y luego seguiremos la carretera que va hacia el sur hasta Al-Quseir. Desde allí podemos volver hacia al interior y llegar al Nilo en este punto, Qift, que está al norte de Luxor. Así nos evitaremos cruzar el centro del país.
—¡Vaya rodeo!
—Sí —admitió Daniel—, pero tiene sus ventajas, como, por eiemplo, llegar a Luxor con vida.
Sorprendentemente, y dadas las circunstancias, Tara disfrutó del viaje. No encontraron mucho tráfico y Daniel iba a casi ciento cincuenta kilómetros por hora en muchos tramos. Viajaron con sol durante la mayor parte del trayecto, pero al llegar al desierto ya había oscurecido. El aire era gélido y extraordinariamente límpido. El cielo estaba tachonado de estrellas.
—Es hermoso —dijo Tara—. Nunca había visto un cielo así.
—Sí —admitió Daniel, que había aminorado bastante la velocidad—. Los egipcios creían que eran hijas de Nut, la diosa del cielo, quien las alumbraba todas las noches y se las tragaba por la mañana. También creían que eran las almas de los muertos, que aguardaban en la oscuridad al regreso de Ra, el dios sol.
Tara iba acurrucada a su lado. Le gustaba notar la firmeza y calidez de su cuerpo. De pronto, todo lo ocurrido en los dos últimos días pareció olvidado. Habían pasado la noche en un pequeño pueblo de pescadores, en una habitación que les había alquilado el dueño de un café, con dos camas y vista al mar. Daniel se quedó dormido casi de inmediato, pero Tara tardó bastante en conciliar el sueño. No le importó, porque le gustaba escuchar el murmullo de las olas y ver el rostro de Daniel iluminado por un rayo de luna, tan bronceado y recio, con el ceño fruncido, como si incluso en sueños pensara en el problema en que estaban metidos. Lo oyó musitar algo. Incapaz de contener su curiosidad, se arrimó a escuchar. Repetía un nombre; un nombre de mujer. Mary... y un apellido que no logró entender. Lo repetía una y otra vez. Y a Tara se le hizo un nudo en la garganta. Se volvió hacia la ventana, abatida.
Al despertar por la mañana, no le comentó nada a Daniel sobre aquella Mary cuyo nombre tanto había repetido mientras dormía, y después del desayuno al amanecer, reemprendieron viaje hacia el sur. Pasaron por Hurghada, Port Safaga y El-Hamarawein. Al llegar a Al-Quseir volvieron a dirigirse hacia el oeste con un fuerte viento que les daba en la cara al cruzar por los pedregales del desierto. Daniel conducía la Jawa a toda velocidad. Tara se protegía el rostro apoyándolo contra la espalda de él, apenada al pensar en que, cuando llegasen y volvieran a mirarse, tendrían que afrontar la realidad de la situación en que se encontraban.
Llegaron a Qift a las dos, y a la zona oeste de Luxor media hora después. Al adentrarse en la ciudad por las calles atestadas de tráfico y gente, Tara sintió un súbito deseo de fumar. Estaba tensa y preocupada por lo que fuese a suceder en adelante.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Tara al detenerse Daniel en una gasolinera de las afueras de la ciudad.
—Iremos a ver a Omar.
—¿Omar?
—Omar Abd el-Faruk. Trabajó para mí como capataz en el valle. Hace cien años sus antepasados eran los ladrones de tumbas más famosos de Egipto. Pero, ahora, casi toda su familia trabaja en yacimientos arqueológicos y tiene varias tiendas de recuerdos. Están al corriente de todo lo que ocurre en la zona.
El empleado de la gasolinera se acercó y procedió a llenarles el depósito.
—¿Y si no puede ayudarnos? —preguntó Tara—. ¿Y si no descubrimos nada aquí?
—Todo irá bien —repuso Daniel tomándole una mano—. Saldremos de ésta. Ten confianza en mí —añadió muy convencido.
Omar vivía en una espaciosa casa de adobe situada frente a las ruinas de lo que había sido el gran palacio de Malqatta. Cuando llegaron se encontraba en el jardín, rastrillando hojas de palmera que iba apilando en un rincón. Un asno ya viejo mordisqueaba sin entusiasmo las hojas tostadas por el sol.
En cuanto los vio, Omar soltó un grito de júbilo y corrió hacia ellos.
—¡Hola, doctor! —exclamó—. ¡No sabía que estuviese usted en Luxor! ¡Cuánto tiempo! ¡Bienvenidos!
Daniel y Omar se abrazaron y se besaron dos veces en cada mejilla. Luego Daniel los presentó.
—Me he enterado de lo de su padre —dijo Omar dirigiéndose a Tara—, y lo he sentido mucho. Que Dios lo tenga en el Paraíso.
—Gracias —repuso ella.
Omar dio una voz hacia la casa y los condujo hasta una mesa que estaba a la sombra de un banano.
—He participado en excavaciones con el doctor Lacage durante muchos años —dijo al tomar asiento—. También trabajo para otros arqueólogos, pero él es el mejor. Nadie sabe tanto acerca del Valle de los Reyes.
—Eso se lo dice a todos —dijo Daniel con una sonrisa.
—Lo reconozco, pero sólo lo digo en serio cuando se refiere a usted.
Una muchachita muy linda asomó por la puerta de la casa portando tres botellas de Coca-Cola, que dejó sobre la mesa. Miró a Daniel, se ruborizó y regresó a la casa.
—Es mi hija mayor —explicó Omar, visiblemente orgulloso—. Ya tiene dos proposiciones de matrimonio. De jóvenes de aquí, de buenas familias. Pero ella sólo piensa en una persona.