El enigma de Cambises (28 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

BOOK: El enigma de Cambises
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—¿Dónde está la tumba de Tutankamón? —preguntó ella.

—Mira hacia el centro del valle. Justo a la izquierda se ve el perfil de una entrada en la ladera. Es la KV9, la tumba de Ramsés VI. La de Tutankamón está un poco más allá.

—¿Y tu campamento?

Aunque Tara no lo notó, Daniel tragó saliva antes de contestar.

—Desde aquí no se ve. Está en la parte alta del valle, hacia la tumba de Tutmosis III.

—Una vez estuve aquí con mis padres —dijo Tara—, de pequeña. Mi padre daba unas conferencias en un crucero por el Nilo y tuvimos que ir con él. Estaba entusiasmado enseñándonos las tumbas, pero yo sólo quería volver al barco y nadar en la piscina. Creo que entonces comprendió que yo no iba a ser la hija que él esperaba.

Daniel la miró y movió ligeramente el brazo como si fuese a cogerle la mano, pero no lo hizo, sino que desvió la mirada y arrojó al suelo el resto del cigarro.

—Tu padre te quería mucho, Tara.

—Si tú lo dices... —repuso ella, encogiéndose de hombros.

—Créeme. Te quería mucho. Lo que pasa es que a algunas personas les resulta difícil exteriorizar sus sentimientos.

De pronto, Daniel la cogió de la mano. No dijeron nada ni se movieron, como si el contacto fuese tan frágil que pudiese romperse al menor movimiento.

El sol ya estaba bajo el horizonte, y empezaba a oscurecer. Asomaban ya algunas estrellas y comenzaban a encenderse luces en las casas del llano. Enfrente, en una lejana roca plana, veían la silueta de dos soldados frente a una garita, en uno de los muchos puestos de vigilancia instalados en las colinas después de la matanza de Deir El-Bahari. Se había levantado un viento bastante fuerte.

—¿Hay alguien más? —preguntó Tara en voz baja.

—¿Te refieres a algún amor? —dijo él con una sonrisa—. No. Los hubo. Pero... —Hizo una pausa buscando la palabra apropiada y añadió—: Nada importante. ¿Y tú?

—Lo mismo. Por cierto, ¿quién es Mary? —preguntó ella sin poder evitarlo.

—¿Mary?

—Anoche, dormido, repetías su nombre una y otra vez.

—No conozco a ninguna Mary —dijo Daniel desconcertado.

—Lo repetías continuamente. Mary... no sé qué más.

Daniel reflexionó por unos instantes, repitiendo el nombre para sí y, de pronto, se echó a reír a carcajadas.

—¡Mary! —exclamó—. ¡Fantástico! ¿No irás a decirme que has sentido celos? ¡Dime que has sentido celos!

—No —respondió ella torciendo el gesto—. Sólo curiosidad.

—¡Ahora entiendo! No debía de decir Mary, sino
Mery
;
Mery-amun
, «bienamado de Amón». Te aseguro que no es preocupante. Entre otras cosas porque se trata de un hombre y lleva muerto dos mil quinientos años.

Daniel seguía sin poder contener la risa y terminó por contagiar a Tara, un poco avergonzada por su metedura de pata, pero más tranquila.

Daniel le apretó la mano y, al instante, sin que ninguno de los dos se diese apenas cuenta, la atrajo hacia sí y la besó.

Por un instante Tara se resistió, alertada por una voz interior que le decía que aquel hombre era peligroso, que volvería a hacerle daño. Pero fue sólo un instante. Luego abrió la boca, lo rodeó con sus brazos y se arrimó a él, anhelante, a pesar de lo que le había hecho, o acaso por eso mismo. Daniel le acarició el cuello, la espalda y oprimió sus senos contra su pecho. Tara ya había olvidado la placentera sensación de estar entre sus brazos.

Tara no sabía cuánto tiempo permanecieron abrazados, pero al apartarse comprobó que había oscurecido. Se sentaron en una roca y él la protegió del viento rodeándola con sus brazos. A su derecha, un rosario de luces ascendía zigzagueando por la ladera marcando el sendero por el que habían llegado. También en el llano se habían encendido muchas luces, la mayoría blancas, entre las que destacaba el destello verde del minarete de la mezquita.

—Bueno... ¿y quién es ese Mery? —preguntó Tara apoyando la cabeza en su hombro.

—El hijo del faraón Amasis —repuso él, sonriente—, el príncipe Meriamón Sehetep-ib-re. Vivió hacia el año quinientos cincuenta antes de Cristo. Siempre he tenido el presentimiento de que está enterrado en el Valle de los Reyes. En eso he estado trabajando aquí durante los últimos cinco años. Tratando de encontrarlo. Estoy convencido de que su tumba sigue intacta.

Sacó otro cigarro del bolsillo de la camisa y se agachó un poco junto a Tara para proteger del viento la llama del encendedor.

—¿Cuándo debes volver a las excavaciones? —preguntó ella.

Daniel se inclinó hacia delante, inhaló el humo del cigarro y lo exhaló lentamente, dejando que el viento se lo llevase como una cinta deshilachada.

—No volveré a las excavaciones —respondió él con un dejo de amargura y resentimiento.

—¿Que no vas a volver a las excavaciones?

—No.

—¿Vas a algún otro lugar?

—Quizá. Pero no está en Egipto.

Daniel bajó la vista, pálido y con los labios apretados.

Tara reparó en que tenía los puños crispados, como si estuviese a punto de darle un puñetazo a alguien. Se apartó y se subió a horcajadas en la roca, mirándolo.

—No te entiendo, Daniel. ¿Cómo es eso de que no vas a volver a excavar en Egipto?

—A todos los efectos, mi carrera como arqueólogo egiptólogo ha terminado. Está acabada. Destrozada. Jodida. —La amargura del tono de su voz era inequívoca. La miró. Sus ojos parecían muertos, como si algo los hubiese dejado sin luz y sin vida—. Me han retirado la concesión —añadió cabizbajo—. Los hijos de puta me han retirado la concesión. Y, dadas las circunstancias, es muy improbable que vuelvan a concedérmela.

—¡Oh, Dios mío!

Tara había crecido rodeada de arqueólogos y sabía que aquello tenía que ser un terrible golpe para él. Le tomó una mano y se la acarició cariñosamente.

—¿Y por qué? ¿Qué ha ocurrido? Cuéntame.

Daniel le dio una calada al cigarro y lo tiró. Hizo una mueca como si tuviese mal sabor de boca.

—No hay mucho que contar. Encontramos en nuestro campamento rastros de lo que pudo ser un antiguo muro de contención, y quise excavar a lo largo de él para averiguar hasta dónde llegaba. Por desgracia llegaba más alla de los límites de nuestra concesión y se adentraba en la zona asignada a un equipo polaco. Existe una prohibición expresa de violar los límites del sector de otra concesión, pero como yo sabía que el equipo polaco no iba a llegar hasta después de dos semanas, me salté la prohibición y seguí excavando. Debería haberme puesto en contacto con ellos o hablar con los egipcios, pero... me perdió la impaciencia. Tenía que saber hasta dónde llegaba el muro, ¿comprendes? No supe aguardar. —Hizo una pausa, tamborileando con los dedos de la mano izquierda sobre la roca, y prosiguió—: Cuando llegaron los polacos, se pusieron furiosos. El jefe de la misión me llamó irresponsable y me acusó de no tener ningún respeto por el pasado. ¡A mí, que he consagrado mi vida a Egipto! Nadie respeta más su historia que yo. Y cuando me dijo todo eso, perdí el control. Le pegué. Tuvieron que separarnos. Lo hubiese matado. Y, como es natural, me denunció. La embajada polaca presentó una protesta formal al más alto nivel y, como consecuencia de ello, me retiraron la concesión. Y no sólo eso sino que a partir de entonces se me prohibió trabajar con cualquier otra misión en Egipto. Me llamaron desequilibrado; un peligro para sí mismo y para sus colegas; una carga. ¡Cabrones! Los hubiese matado a todos; uno a uno.

Daniel jadeaba, tembloroso. Retiró la mano que Tara le oprimía, se levantó, fue hasta el borde del risco y miró hacia el valle. A pesar de la oscuridad, el fondo de éste aún reflejaba un pálido resplandor. Poco a poco su respiración se sosegó.

—Lo siento —dijo, abatido—. Es que esto... —Se frotó las sienes y prosiguió—: De eso hace ya dieciocho meses. He subsistido organizando viajes, vendiendo acuarelas, con la esperanza de que las cosas cambiasen. Pero no cambian. Ni cambiarán. Seguro que por ahí hay una tumba intacta por descubrir y yo... no puedo hacer nada. Nunca volverán a permitírmelo. ¿Sabes lo duro que es eso?¿Lo frustrante que es? ¡Dios mío! —exclamó, agachando la cabeza.

—No sé qué decir. Pero lo lamento muchísimo. Porque sé lo mucho que este lugar significa para ti.

Daniel se encogió de hombros.

—Lo mismo le ocurrió a Carter en mil novecientos cinco —dijo—. Lo echaron del Departamento de Antigüedades por pelearse con unos turistas franceses en Saqqara. Terminó trabajando de guía turístico y pintor. O sea, que en cierto modo mi sueño de llegar a ser un Carter se ha cumplido, aunque... no como yo esperaba.

El tono de amargura de Daniel se había disipado y también su rabia, sustituidos por una mezcla de hastío y desesperación. Tara se levantó y le rodeó la cintura con los brazos

—¿Y sabes lo más gracioso? —musitó él—. El antiguo muro de contención resultó ser una obra de Belzoni, del siglo XIX. ¡Todo mi mundo destruido por un muro levantado hace menos de doscientos años por otro condenado arqueólogo! —exclamó, y se echó a reír sin ganas.

—Lo lamento muchísimo —repitió Tara.

—¿De veras? —dijo él mirándola fijamente—. Pensé que te alegrarías, que considerarías que de algún modo se había hecho justicia contigo.

—Por supuesto que no me alegro, Daniel. Nunca te he deseado ningún mal —dijo ella sosteniéndole la mirada. Se puso de puntillas y lo besó suavemente en los labios—. Te deseo. Te deseo. Quiero que me poseas aquí mismo, bajo las estrellas. Con este mundo a nuestros pies. Ahora que tenemos la oportunidad.

Daniel la miró, la abrazó y la besó apasionadamente, atrayéndola hacia sí por las nalgas. Tara notó su erección oprimiéndole el vientre y un cosquilleo en su entrepierna.

—Ven. Conozco un sitio —dijo él.

Caminaron por un estrecho sendero que discurría casi paralelo al risco y luego se adentraba en las colinas. No se oía más que el ruido de sus pisadas. Al cabo de veinte minutos llegaron a un punto donde el sendero se ensanchaba hasta formar un claro de grava en el que había cuatro formas curvas que semejaban otras tantas comas en una página en blanco. Al acercarse, Tara advirtió que se trataba de unos muretes que les llegaban a las rodillas, de unos tres metros de longitud.

—Protecciones contra el viento —le explicó Daniel—. Antiguamente las patrullas de soldados que vigilaban estas colinas se protegían detrás de estos muretes. —Se agachó a recoger una piedra plana del suelo y añadió—: Es cerámica.

Se dirigieron hacia el murete más alto y, sin decir palabra, se arrodillaron tras él mirándose. El viento les daba en la parte superior del cuerpo. De cintura para abajo notaban el aire calmo y cálido. Se miraron y luego él empezó a desabrocharle los botones de la blusa. Sus pechos reflejaban la pálida luz de la luna. Tenía los pezones duros, tiesos. Daniel se inclinó hacia delante y se los besó. Ella echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y gimió, abandonándose al placer.

27

El Cairo

Eran casi las siete cuando Jalifa volvió a la comisaría. El detective Tauba estaba sentado frente a su escritorio, mecanografiando con dos dedos a la luz de una lámpara de mesa con una destartalada máquina de escribir. A su alrededor el suelo estaba cubierto por una fina alfombra de ceniza de cigarrillo, como si en aquel rincón del despacho hubiese caído una pequeña nevada.

Jalifa le devolvió las llaves de la tienda de Iqbar y le contó lo de la niña y los objetos que habían encontrado. Tauba soltó un silbido de asombro.

—Ya sé que no es lo reglamentario —dijo Jalifa—, pero le he dejado los objetos a un amigo del museo. Los examinará y los enviará a primera hora de mañana. Espero que no le importe.

—En absoluto —repuso Tauba—. De todos modos no habría podido hacer nada con ellos hasta mañana.

—La niña me ha descrito muy bien a los agresores —dijo Jalifa tras sentarse—. Al parecer dos de ellos eran hombres de Saif al-Thar.

—Formidable...

—El otro no era egipcio. A juzgar por lo que me ha dicho la niña, debía de ser europeo o americano. Se trataba de un hombre muy alto, con una marca de nacimiento en la mejilla.

—Es Dravic —dijo Tauba.

—¿Lo conoce usted?

—No hay agente en Oriente Próximo que no conozca a Casper Dravic. Me extraña que usted no haya oído hablar de él. Es un verdadero canalla. Alemán.

Tauba repitió en voz alta el nombre de Dravic a uno de sus colegas, que empezó a buscar algo en un archivador.

—Eso sin duda vincula el caso con Saif al-Thar —prosiguió Tauba—. Nos consta que Dravic lleva varios años trabajando para él, como una especie de perito en antigüedades, aparte de como conexión para sacarlas del país. Saif al-Thar no se atrevería a poner los pies en Egipto. De manera que está tranquilamente en Sudán mientras Dravic se encarga de todo aquí.

El colega de Tauba se acercó y dejó tres abultadas carpetas rojas encima del escritorio. Tauba abrió la de encima.

—Éste es Dravic —dijo sacando una fotografía en blanco y negro del alemán y pasándosela a Jalifa.

—Bien parecido.

—Hace un tiempo pasó dos meses en la cárcel de Tura por posesión de antigüedades, pero nunca hemos podido probarle nada gordo —explicó Tauba—. Es listo. Encarga a otros que hagan el trabajo sucio. Y como es un hombre de Saif al-Thar, nadie se atreve a denunciarlo. Una chica a la que violó presentó una denuncia, y esto es lo que le ocurrió —añadió pasándole otra fotografía a Jalifa.

—¡Dios mío!

—La chica sólo tenía quince años. Como le digo, es un verdadero cabrón.

Tauba echó hacia atrás la silla, cruzó las piernas y encendió un cigarrillo mientras Jalifa hojeaba las carpetas.

—Fui a ver a un tipo de la embajada británica —dijo el inspector al cabo de unos momentos.

—¿Y?

—No me dijo nada que no supiese. Me pareció que me ocultaba algo. ¿Tiene idea de por qué?

—¿Y usted qué cree? —exclamó Tauba—. Nunca nos han perdonado por nacionalizar el canal de Suez y decirles que se largasen de nuestro país. De modo que, siempre que pueden ponernos palos en las ruedas, nos los ponen.

—Noté algo más. Estoy seguro de que sabe algo acerca del caso, y no quiere que sepa que lo sabe.

—No irá a decirme que cree que la embajada británica está implicada, ¿verdad? —exclamó Tauba, frunciendo el entrecejo.

—Si he de serle sincero, estoy tan desconcertado que ya no sé qué pensar —repuso Jalifa en tono cansado. Se inclinó hacia delante y se frotó los párpados—. Estoy seguro de que aquí hay gato encerrado, pero... no sé de qué maldito gato se trata.

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