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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (12 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Guardaron silencio por unos momentos, columpiándose suavemente, muy juntos, aunque sin llegar a tocarse. Daniel desprendía un olor peculiar, que no era de ninguna loción o colonia, sino de algo más intenso y menos artificial.

—Mi padre me ha dicho que está usted excavando en el Valle de los Reyes.

—Un poco más arriba, en realidad. En las colinas.

—¿Qué busca?

—Unas tumbas del período tardío, de la vigésimo sexta dinastía. Nada especialmente interesante.

—Creía que era usted un entusiasta irredento.

—Y lo soy —admitió él—. Pero... esta noche me redimo.

Se echaron a reír y se sostuvieron la mirada por unos segundos. Luego la desviaron hacia las estrellas. Las ramas de un viejo pino, entrelazadas como brazos de amantes, parecían invitarlos. Se produjo un largo silencio.

—El Valle de los Reyes es un lugar mágico —musitó él casi como si hablase para sí—. Produce un estremecimiento pensar en la cantidad de tesoros que debieron de enterrar allí. Fíjese en lo que encontraron en la tumba de Tutankamón. Y no fue más que un faraón menor. Imagine lo que habrán enterrado con un faraón verdaderamente grande, como Amenofis II, Horemheb o Seti I.

Echó la cabeza hacia atrás y sonrió, ensimismado.

—Pienso muchas veces en lo que debe de ser encontrar algo así —prosiguió—. Por supuesto, no volverá a hacerse un hallazgo semejante. El caso de Tutankamón fue único. Las posibilidades de que su tumba se conservase eran de una entre mil millones. Pero, no logro quitármelo de la cabeza. La excitación. El entusiasmo. No puede haber nada comparable. Pero, claro...

Daniel suspiró y Tara se le quedó mirando.

—¿Qué?

—Pues que acaso el entusiasmo no durase mucho. Eso es lo que tiene la arqueología. Un hallazgo nunca es bastante. Uno siempre trata de superarse. Fíjese en Carter. Después de descubrir la tumba de Tutankamón pasó los diez últimos años de su vida pregonando que sabía dónde estaba la tumba de Alejandro Magno. Lo lógico era que se hubiese conformado con el mayor hallazgo de la historia de la arqueología, pero no le pareció suficiente. Es un verdadero conflicto de «competencias». Uno no puede hacer una cosa sin poner en peligro otra. Se pasa toda la vida ahondando en los secretos del pasado y, al mismo tiempo, preocupado porque llegue un día en que ya no haya más secretos que desvelar. —Guardó silencio, con el entrecejo fruncido. Luego apagó el cigarrillo en el brazo del columpio y se echó a reír—. Me temo que usted hubiese preferido quedarse dentro y ayudar a lavar los platos.

Sus ojos volvieron a encontrarse, como si actuasen independientemente del resto de su cuerpo. Se acercaron las manos y sus dedos se tocaron. Fue un roce inocente, apenas perceptible pero, al mismo tiempo, cargado de intensidad. Luego desviaron la mirada; sin embargo, las yemas de sus dedos siguieron en contacto, como si algo irreversible fluyese de ambos.

Tres días después volvieron a encontrarse en Londres, y al cabo de una semana empezaron sus relaciones.

Para Tara fue una época mágica, la mejor de su vida. Él tenía un apartamento en la calle Gower, una pequeña buhardilla sin calefacción y dos tragaluces con el cristal tan sucio que apenas dejaban pasar los rayos del sol. Pero era su nido. Hacían el amor día y noche, devorándose.

Daniel era un excelente dibujante y la había dibujado desnuda en la cama, tímida y ruborosa; a lápiz, al carboncillo, al pastel, llenando una hoja de papel tras otra con su imagen, como si cada una de ellas fuese una afirmación de su intimidad. Un amigo le había prestado una destartalada motocicleta Triumph y los fines de semana iban de excursión al campo. Buscaban rincones en los que pudieran estar solos; una arboleda, la orilla de un río, una cala. La había llevado a recorrer el Museo Británico, mostrándole objetos que le interesaban especialmente, contándole su historia con entusiasmo: una tablilla de escritura cuneiforme procedente de Amarna; la figura de un hipopótamo barnizada de color azul; una tablilla de la época de las dinastías décimonovena y vigésima en la que aparecía un hombre poseyendo a una mujer por detrás. «La calma es el deseo de mi piel», le había dicho Daniel traduciendo el texto de un jeroglífico grabado a un lado de la tablilla.

—De la mía no —dijo ella entre risas a la vez que lo besaba apasionadamente, sin hacer caso de los turistas que los rodeaban. También visitaron otros museos, el Petrie, el Ashmolean y el de sir John Soane, para ver el sarcófago de Seti I. Ella lo llevó al zoo, donde trabajaba un amigo suyo, que le acercó una pitón para que la acariciase, lo cual no le hizo la menor gracia a Daniel.

Por entonces, los padres de Tara ya se habían separado, pero a ella apenas la afectó, pues su vida junto a Daniel era lo más importante. Al terminar sus estudios consiguió un puesto de profesora ayudante, pero todo su interés seguía centrado en sus relaciones con Daniel, como si gravitase en un universo paralelo. Se sentía inmensamente feliz.

—¿Hay algo mejor? —exclamó ella una noche después de hacer el amor de un modo especialmente intenso—. ¿Qué más puedo desear?

—¿Qué más deseas? —preguntó Daniel.

—Nada —repuso ella, acurrucándose a su lado—. No deseo nada más en este mundo.

Cuando Tara le habló a su padre de la relación que mantenía con Daniel, él dijo en tono risueño:

—Ese muchacho tiene muchísimo talento. Es uno de los mejores especialistas, tuve el privilegio de ser profesor suyo. Formáis muy buena pareja. —Hizo una pausa y añadió—: Pero ve con cuidado, Tara. Toda persona con talento tiene su lado oscuro. No dejes que te haga daño.

—No me lo hará, papá —dijo ella—. Estoy segura de que no me lo hará.

Curiosamente, Tara achacaba más a su padre el daño que le había hecho Daniel que a éste mismo, como si hubiese sido su advertencia la que lo provocase.

El salón de té Ahwa Wadood era un local destartalado con el suelo cubierto de serrín y mesas rodeadas de viejos que jugaban al dominó y tomaban té.

Lo vio nada más entrar, al fondo, fumando una pipa shisha, con la cabeza inclinada sobre una mesa de backgammon, concentrado en el juego.

Estaba casi igual que la última vez que lo había visto, hacía ya seis años, aunque llevaba el pelo más largo y estaba más bronceado. Ella lo miró fijamente por un instante, hizo acopio de fuerzas y fue hasta su mesa.

—¡Tara! —exclamó él al verla.

Se la quedó mirando atónito con sus grandes ojos negros. Ella le devolvió la mirada, sin decir nada. Pero, de pronto, se inclinó hacia la mesa y le dio una bofetada.

—¡Cabrón! —masculló.

Luxor, colinas de Tebas

El loco estaba en cuclillas frente a la hoguera, removiendo las ascuas con un palo. A su alrededor los riscos se alzaban majestuosos. Aparte de él no había más señal de vida que el ocasional aullido de un perro salvaje. Una media luna esplendorosa colgaba en el cielo.

Él miraba las llamas. Tenía el rostro sucio y demacrado. Mechones de pelo apelmazado caían sobre sus hombros. Podía ver dioses en el fuego: extrañas figuras con cuerpo humano y cabeza de animal. Una de ellas tenía la cabeza de chacal, otra de pájaro y una tercera lucía un elaborado peinado y tenía cabeza de cocodrilo. Lo fascinaban y lo asustaban al mismo tiempo. Empezó a balancear el cuerpo, musitando unas palabras ininteligibles, hipnotizado por las imágenes que veía delante de él.

Las llamas le revelaban secretos: una estancia oscura, un féretro, joyas, objetos apilados contra una pared, espadas, escudos, puñales. Estaba boquiabierto de puro asombro.

De pronto las llamas se oscurecieron, pero sólo por un momento, y cuando volvieron a brillar la estancia se desvaneció y en su lugar apareció otra cosa. Un desierto. Kilómetros de arena ardiente y un enorme ejército marchando por ella. Oyó el sonido metálico de las armaduras, el ruido de los cascos de las monturas, una canción. Y también otro sonido, lejano, semejante al rugido de un león. Parecía proceder de debajo de la arena, y cada vez era más fuerte, ahogando los demás sonidos.

El loco empezó a parpadear y a jadear. Se tapó los oídos porque el estruendo era ensordecedor. Las llamas seguían muy vivas, empezó a soplar viento, y entonces vio, horrorizado, que la arena del desierto empezaba a burbujear como agua hirviendo, hasta levantarse frente a él en forma de ola gigantesca que engulló a todo el ejército. Gritó y se dejó caer hacia atrás, convencido de que también él sería devorado por la arena. Empezó a gatear, se incorporó a los pocos metros y echó a correr hacia las colinas como alma que lleva el diablo.

—¡No! ¡Oh, Alá, protégeme! ¡Ten piedad de mi alma, Alá!

14

El Cairo

Jenny lo había descrito como la «semana Mike Tyson» de Tara. Primero la dejó Daniel, después, casi de inmediato, se enteró de que su madre padecía un cáncer incurable. Habían sido dos golpes tremendos, uno detrás del otro, que casi la dejaron fuera de combate. «Ni Mike Tyson te los hubiese propinado tan fuertes», le dijo Jenny.

Al pensar en lo ocurrido (y en los últimos seis años no había hecho otra cosa que pensar en ello) comprendía que los síntomas habían sido claros desde el principio, aunque ella no los viese.

A pesar de su intimidad, una parte de Daniel siempre había estado alejada de ella. En cuanto terminaban de hacer el amor él se sumía en sus lecturas, como si le asustase la intensidad de los sentimientos que acababa de exteriorizar. Hablaban mucho y, sin embargo, nunca le había revelado nada realmente íntimo. Durante el año y medio que pasaron juntos ella no había sabido prácticamente nada de su pasado. No encontraba la forma de ahondar. Era como dar con un lecho de piedra apenas por debajo de la superficie.

Daniel había nacido en París, pero al perder a sus padres en accidente de automóvil cuando tenía diez años había ido a vivir con una tía a Inglaterra. Se había graduado en Oxford con las máximas calificaciones. Eso era todo. Parecía como si se hubiera sumido en la historia de Egipto para compensar la falta de un pasado propio.

Sí, los síntomas eran claros, pero ella no había querido verlos. Lo amaba demasiado.

El final se produjo de un modo totalmente imprevisto. Llegó una tarde a su apartamento, dieciocho meses después de haber empezado sus relaciones. Se abrazaron, se besaron y él, apartándose de su lado, le dijo con una mirada huidiza:

—Acabo de recibir una notificación del Consejo Superior del Patrimonio Cultural. Me han otorgado una concesión para excavar en el Valle de los Reyes. Dirigiré mi propia expedición.

—¡Eso es maravilloso! —exclamó ella, echándosele al cuello—. Estoy muy orgullosa de ti.

Tara siguió abrazada a él unos momentos, pero enseguida se apartó al notar que él no correspondía a su abrazo. Por lo visto, aquello no era todo lo que tenía que decirle.

—¿Qué ocurre? —le preguntó.

La mirada de Daniel se hizo aún más huidiza.

—Pues que esto significa que tendré que vivir en Egipto una temporada.

Ella se echó a reír.

—Claro que eso significa que tendrás que vivir en Egipto. No esperarías poder ir y venir en el día, ¿verdad?

Daniel sonrió, pero con el rostro extrañamente inexpresivo.

—Que me permitan excavar en uno de los yacimientos arqueológicos más importantes del mundo es una enorme responsabilidad, Tara. Y un gran honor. Voy a necesitar... concentrar toda mi atención en el trabajo.

—Pues claro que tendrás que concentrar toda tu atención.

—Exacto. Absolutamente toda mi atención.

El tono en que lo dijo la estremeció, como si fuese el anticipo de una convulsión aún mayor. Tara dio un paso atrás, buscando la mirada de Daniel, pero sin encontrarla.

—¿Qué pretendes decirme?

Al no obtener respuesta Tara se acercó de nuevo a él y le tomó ambas manos.

—No importa. Podré vivir sin ti durante unos meses. No te preocupes por mí.

Había una botella de vodka sobre la mesa, detrás de él. Daniel se soltó de sus manos y se sirvió un vaso.

—Se trata de algo más.

Tara volvió a estremecerse.

—No entiendo qué tratas de decirme.

Él apuró el vaso de un trago y la miró.

—Se ha terminado, Tara.

—¿Terminado?

—Lamento ser tan brusco, pero no sé decírtelo de otro modo. He estado esperando una oportunidad como ésta durante toda mi vida, y no puedo dejar que nada se interponga; ni siquiera tú.

Ella lo miró fijamente por unos instantes y luego, como si la hubiesen golpeado en la boca del estómago, se tambaleó hacia atrás. Se le nubló la vista y tuvo que sujetarse del marco de la puerta para no caer.

—Pero ¿cómo iba yo a interponerme...?

—No sabría explicártelo, Tara. Es sólo que he de concentrarme exclusivamente en mi trabajo. Nada debe entorpecerlo.

—¡Entorpecerlo! —Tuvo que dominarse para encontrar las palabras—. ¿De modo que eso piensas de mí? ¿Que entorpecería tu trabajo?

—No he querido decir eso. Es que debo sentirme libre... No puedo tener ataduras. Lo siento. De verdad que lo siento. El tiempo que he pasado contigo ha sido la mejor época de mi vida, pero...

—Has encontrado algo mejor.

Daniel permaneció unos momentos en silencio.

—Sí —dijo al fin.

Tara se desplomó entonces al suelo, avergonzada de su reacción y de sus lágrimas, pero incapaz de dominarse.

—¡Oh, Dios! —exclamó con voz entrecortada—. Oh, Dios, Daniel, no me hagas esto.

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