Veinte minutos después, cuando hubo salido del apartamento, se sintió terriblemente vacía. Durante dos días no supo nada de él, hasta que, incapaz de contenerse, volvió a su apartamento. Pero Daniel ya no estaba.
—Se ha marchado —le dijo un estudiante que vivía en el piso de abajo—. Creo que a Egipto. Un nuevo inquilino ocupará el apartamento la semana que viene.
Ni siquiera le había dejado una nota.
Deseó morirse. No llegó más allá de comprar cinco tubos de aspirinas y una botella de vodka.
Aquella misma semana supo que su madre padecía cáncer y la tragedia hizo que en parte disminuyera el dolor que sentía por el hecho de que Daniel la hubiese abandonado.
Tara cuidó de su madre durante los cuatro meses que le quedaban de vida y, a medida que la veía extinguirse, fue asimilando el final de sus relaciones con Daniel. Al morir su madre, Tara se encargó de organizar el funeral y luego marchó por un año al extranjero, primero a Australia y luego a Latinoamérica. A su regreso compró un apartamento, consiguió el empleo en el zoo y recobró parte de su equilibrio emocional.
Sin embargo, el dolor nunca cesó del todo. Tuvo otras relaciones, pero siempre terminaba por retraerse, temerosa de volver a sufrir aunque sólo fuese una décima parte del tormento que había pasado cuando Daniel la dejó. Y no había vuelto a saber nada de él. Hasta aquella noche.
—Me temo que me lo merecía —dijo Daniel.
—Desde luego.
Salieron del salón de té oyendo cuchicheos a sus espaldas. Fueron por la calle Ahmed Maher hacia el corazón del barrio islámico de la ciudad, pasando por delante de tenderetes donde vendían lámparas y pipas
shisha
, ropa y verduras. El aire olía a especias, a excrementos de animales de carga y a basura. Un concierto de ruidos distintos los ensordecía: el martilleo de los artesanos de los talleres del barrio, música y concierto de cláxones y, desde la entrada de una tienda, el lento y rítmico rechinar de una máquina de hacer fideos.
Al llegar a un cruce torcieron a la izquierda a través de una puerta de piedra ornamentada, con dos altos minaretes a los lados. De allí partía una calle estrecha, más bulliciosa aún que la que acababan de dejar. Al cabo de cincuenta metros se adentraron en una callejuela y se detuvieron frente a un portón de madera. Era la entrada del hotel Salah al-Din.
Daniel empujó la puerta y accedieron a un pequeño patio con una fuente seca en el centro y una galería de madera.
—Hogar, dulce hogar —dijo.
Su habitación estaba en la última planta, daba al patio y era sencilla pero limpia. Encendió la luz, cerró los postigos y sirvió dos whiskies dobles. Desde abajo les llegaba el traqueteo de las carretas y un murmullo de voces.
—No sé qué decir —musitó él tras un largo silencio.
—Podrías excusarte, por lo menos.
—¿Y de qué serviría?
—No sería un mal comienzo.
—Bueno, pues perdona, Tara. Lo siento de verdad.
Había un paquete de puros encima de la mesilla de noche del lado de Daniel, que sacó uno, lo encendió, dio una calada y exhaló una densa nube de humo.
Daniel parecía incómodo, nervioso. La miraba y de inmediato desviaba la vista. Con la intensa luz de las lámparas Tara reparó en que había envejecido más de lo que había pensado. Tenía canas y arrugas en la frente. Pero seguía siendo guapísimo.
—¿Desde cuándo fumas puros? —preguntó ella. Daniel se encogió de hombros.
—Desde hace años. Carter los fumaba. Supongo que empecé para ver si así se me contagiaba su suerte.
—¿Y ha surtido efecto?
—No mucho.
Daniel volvió a llenar los vasos. Se oyó el claxon insistente de una motocicleta que trataba de abrirse paso entre la gente.
—Y bien, ¿cómo me has encontrado? —preguntó él—. Supongo que no habrás entrado en el salón de té por casualidad.
—Encontré la nota que le dejaste a mi padre.
—Ah, ya. ¿Cómo está?
Tara le contó lo ocurrido.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Daniel—. ¡Cuánto lo siento! No sabía nada. —Dejó el vaso encima de la mesilla de noche, se acercó a ella y alargó los brazos para atraerla hacia sí, pero Tara levantó una mano, impidiéndoselo—. Lo siento —añadió—. Si hay algo que pueda hacer...
—Todo está solucionado.
—Bueno, pero si necesitas...
—Ya te he dicho que todo está solucionado.
Daniel asintió con la cabeza y se apartó. Se produjo otro largo silencio. Tara se preguntó qué hacía allí, qué pretendía conseguir. Las volutas del humo del cigarro ascendían hacia la lámpara del techo.
—¿Qué ha sido de ti durante estos seis años? —preguntó ella, consciente de la superficialidad de la pregunta.
Daniel apuró el whisky.
—Nada especial —contestó—. He estado excavando, he dado conferencias y he escrito dos libros.
—¿Ahora vives aquí?
—Sí, en Luxor. Sólo estaré en El Cairo unos días, por cuestiones profesionales.
—Ignoraba que seguías en contacto con mi padre.
—No seguía en contacto con él —repuso Daniel—. La última vez que le telefoneé fue... —Dejó la frase sin terminar. Se sirvió otro whisky y añadió—: Pero pensé que sería agradable verlo de nuevo. Supongo que por nostalgia de los viejos tiempos. Dudo de que me hubiese contestado. Me odiaba por lo que te hice.
—Pues ya somos dos.
—Sí, claro.
Se terminaron la botella de whisky, intercambiándose noticias, procurando no salir de temas superficiales. El ruido procedente de la calle se hizo más intenso hasta que, lentamente, fue disminuyendo a medida que cerraban las tiendas.
—Ni siquiera me has escrito en todos estos años —dijo ella jugueteando con el vaso entre las manos.
Ya era tarde y Tara tenía la mente embotada por la bebida y el cansancio. La calle se hallaba en silencio y desierta. El viento la barría, como si la ciudad estuviese mudando la piel.
—¿Habrías querido que te escribiese?
Ella reflexionó por unos instantes y luego meneó la cabeza.
—No.
Tara estaba sentada en el borde de la cama y Daniel en un raído sofá, junto a la pared.
—Me destrozaste la vida.
Él la miró y sus ojos se encontraron fugazmente. Luego ella echó la cabeza hacia atrás y apuró el whisky.
—Lo nuestro ya es historia. Se terminó, Daniel.
Pero, en su fuero interno, Tara sabía que no se había terminado del todo. Que aún estaba por tomar una importante decisión. En la calle, al otro lado de la arcada de piedra por debajo de la que habían pasado, el Mercedes negro aparcó junto al bordillo.
Luxor
—¿Y no sabes nada de un nuevo descubrimiento? —preguntó Jalifa en tono cansado, apagando el cigarrillo en un vaso de café vacío. El hombre que tenía delante meneó la cabeza.
—¿Una tumba? ¿Un escondrijo? ¿Algo fuera de lo corriente? —insistió Jalifa.
—No.
—Vamos, Omar. Si hay algo terminaremos por encontrarlo. De modo que será mejor que nos lo digas.
El hombre se encogió de hombros y se sonó la nariz con la manga de la túnica.
—Yo no sé nada —porfió—. Nada en absoluto. Pierden el tiempo conmigo.
Eran las ocho de la mañana y Jalifa no se había acostado en toda la noche. Le dolían los ojos, tenía la boca seca y la cabeza embotada. Durante más de diecisiete horas, sin más que breves interrupciones para comer y para rezar, él y Sariya habían estado interrogando a todas las personas de Luxor conocidas por estar relacionadas con el tráfico de antigüedades, confiando en dar con una pista que les ayudase a aclarar el caso de Abu Nayar. Durante la tarde del día anterior, toda la noche y lo que llevaban de la mañana había desfilado por la comisaría de Sharia el-Karnak una serie de conocidos tratantes.
Todos ellos habían dado las mismas respuestas a las mismas preguntas: no sabían nada acerca de nuevos descubrimientos; no sabían nada acerca de que hubiese en el mercado nuevas antigüedades. Por lo demás, todos aseguraron que si se enteraban de algo se pondrían en contacto con ellos. Fue como escuchar la misma cinta una y otra vez.
Jalifa encendió otro cigarrillo. La verdad era que no le apetecía, pero necesitaba algo que le ayudase a mantenerse despierto.
—¿Cómo es posible que alguien como Abu Nayar pudiera permitirse comprarle a su madre un televisor y una nevera nuevos? —preguntó.
—¿Y cómo demonios voy a saberlo? —refunfuñó Omar, que era un hombre menudo, fibroso, de pelo muy corto y nariz bulbosa—. Apenas lo conocía.
—Había encontrado algo, ¿verdad?
—Si usted lo dice...
—Encontró algo y lo mataron a causa de ello. Y tú sabes de qué se trataba.
—Yo no sé nada.
—Tú eres un Abd el-Faruk, Omar. No ocurre nada en Luxor sin que tu familia se entere.
—Pues en este caso, no. ¿Cuántas veces tengo que repetírselo? No sé nada. Nada.
Jalifa se levantó y fue hacia la ventana exhalando el humo del cigarrillo. Sabía que estaba perdiendo el tiempo. Omar no hablaría. Era inútil insistir.
—Está bien, Omar —dijo en tono hastiado, sin volverse—. Puedes marcharte. Llámame si te enteras de algo.
—Descuide —dijo Omar apresurándose a levantarse para salir—. Lo llamaré de inmediato.
Omar salió del despacho y Jalifa y Sariya se quedaron a solas.
—¿Cuántos faltan? —preguntó el inspector.
—Ninguno —repuso Sariya inclinándose hacia delante y frotándose los ojos—. Ya los hemos interrogado a todos.
Jalifa se sentó en una silla, se repantigó y encendió otro cigarrillo, sin reparar en que se había dejado uno encendido en el cenicero, encima del alféizar.
Quizá estuviese equivocado. Tal vez la muerte de Nayar no tuviese nada que ver con las antigüedades. A juzgar por lo que había oído, había muchas otras razones por las que hubieran podido querer matar a Nayar. No contaba con ninguna prueba que relacionase su muerte con el tráfico de antigüedades. Y, sin embargo, tenía una intuición. No podía explicarlo, pero presentía que la muerte de Nayar guardaba alguna relación con aquél. Lo presentía del mismo modo que a veces los arqueólogos intuyen que están muy cerca de hacer un descubrimiento importante. Era un sexto sentido. En cuanto vio el escarabeo tatuado en el cuerpo de la víctima, tuvo la certeza de que en aquel caso el presente sólo podía explicarse en función del pasado.
Poseía indicios suficientes para pensar que no estaba desencaminado en sus pesquisas. Nayar se hallaba definitivamente involucrado en el tráfico de antigüedades. Estaba claro que poco antes de su muerte se había hecho con una importante cantidad de dinero, que no procedía, desde luego, de las chapuzas que hacía para mantener a su familia. Cuando la había interrogado la tarde anterior, su esposa había negado, sorprendida, que Nayar anduviese en esa clase de negocios, pero lo había hecho antes de que él lo mencionase. Por otro lado, la reacción de las personas a las que había interrogado no le había convencido.
—Miedo —dijo exhalando el humo del cigarrillo y siguiéndolo con la mirada hasta que se desvaneció.
—¿Qué?
—Estaban asustados, Mohamed; todos ellos. Muy asustados.
—No me sorprende. Podrían caerles cinco años por traficar con antigüedades robadas.
Jalifa miró a su ayudante entre volutas de humo.
—No es a nosotros a quienes temen —declaró—, sino a otra cosa, o a otras personas.
—No entiendo —dijo Sariya enarcando las cejas.
—Alguien los tiene asustados, Mohamed. Trataban de ocultarlo, pero estaban muertos de miedo. Lo he notado al enseñarles la fotografía de Nayar. Se han quedado pálidos, como si temiesen que pudiera ocurrirles lo mismo. Todos los anticuarios de Luxor están aterrorizados. Nunca he visto nada parecido.
—¿Cree que saben quién lo mato?
—Por lo menos lo sospechan. Pero no hablarán. De lo que estoy seguro es de que temen más a quien haya matado a Nayar que a nosotros.
Sariya bostezó y Jalifa reparó en que tenía más empastes que dientes.
—¿Y con quién cree que podemos tener que vérnoslas? —preguntó el sargento—. ¿Gente de aquí? ¿Mafias de El Cairo? ¿Fundamentalistas?
El inspector se encogió de hombros.
—Podría ser cualquiera. Pero de una cosa estoy seguro: se trata de algo gordo.
—¿Cree que quizá encontró una nueva tumba?
—Posiblemente. O tal vez la descubriese otro y Nayar se enterase. También podría tratarse de algunos objetos. Pero, en cualquier caso, debe de ser algo muy valioso. Algo que justifique el que lo hayan matado.
Jalifa arrojó la colilla por la ventana y Sariya volvió a bostezar.
—Perdón. Llevo una temporada que apenas duermo. Ya sabe..., con el nuevo bebé...
—Claro —dijo Jalifa con una sonrisa—. ¿Cuántos tienes ya?
—Cinco.
—No sé de dónde sacas tanta energía. —Jalifa meneó la cabeza—. Yo tengo tres y casi me matan de sueño.
—Debería comer más garbanzos —dijo Sariya—. Dan mucha resistencia.
A Jalifa le hizo tanta gracia la convicción con que su ayudante le dio el consejo que se echó a reír. Por un instante Sariya pareció ofendido, pero enseguida se echó a reír también.
—Vete a casa, Mohamed —le dijo el inspector—. Come un buen plato de garbanzos, duerme un poco y relájate. Luego ve a la orilla occidental y habla con la esposa y las hijas de Nayar. A ver qué averiguas.
Sariya se levantó y se puso la chaqueta que había colgado en el respaldo de una silla. Se dirigía hacia la puerta cuando dio media vuelta y dijo:
—Una cosa...
—¿Sí?
—¿Cree en las maldiciones, inspector? —preguntó sin mirarlo.
—¿En las maldiciones?
—Sí, en las antiguas maldiciones, como la de Tutankamón.
—¿La de que aquellos que perturbasen el sueño de los muertos tendrían un terrible final? —preguntó Jalifa.
—Algo parecido.
—¿Crees que nos enfrentamos a algo parecido a una maldición?
Sariya se encogió de hombros.
—No, Mohamed. No creo en las maldiciones. En mi opinión, no son más que supercherías —dijo Jalifa, que abrió su paquete de cigarrillos y, al ver que estaba vacío, lo estrujó y lo arrojó a un rincón del despacho—. Pero en lo que sí creo es en la maldad; en algo que se apodera de la mente y el corazón de un hombre y lo convierte en un monstruo. He visto muchos casos. Es contra la maldad contra lo que nos enfrentamos. Contra la maldad en estado puro. —Se inclinó hacia delante, empezó a darse masajes en los párpados con los pulgares y añadió—: Que Alá nos guíe. Que Alá nos dé fuerzas.