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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (5 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Tara aguardó un rato en la terminal y por fin se dirigió al vestíbulo de entrada. Un guía turístico la confundió con una de las mujeres de su grupo y la apremió para que subiese al autocar. Tara volvió a entrar en la terminal y estuvo caminando arriba y abajo durante una hora. Después fue a cambiar dinero, compró un café y fue a sentarse en un lugar estratégico desde donde podía ver la entrada.

Al cabo de otra hora llamó a su padre desde un teléfono público, primero al campamento de excavaciones y después al apartamento que tenía en el centro de El Cairo, pero no contestó. Pensó que quizá el taxi en que acudía a recibirla estuviera atrapado en un atasco. Suponía que habría ido en taxi, porque no tenía coche ni sabía conducir. También cabía la posibilidad de que estuviese enfermo o de que, sencillamente, hubiese olvidado que habían quedado en que iría a recibirla (un olvido nada sorprendente tratándose de su padre). Sin embargo, pensó Tara, no podía haberse olvidado. En esta ocasión, no. La alegría que había manifestado al saber que iba a verlo le había parecido muy auténtica. De modo que sólo estaba retrasándose, eso era todo. Fue a por otro café, se instaló en la misma silla de antes y abrió un libro.

«¡Vaya! —pensó—. He olvidado comprarle el
Times

5

Luxor, la mañana siguiente

El inspector Yusuf Ez el-Din Jalifa se levantó antes de amanecer y, después de ducharse y vestirse, fue al salón a rezar sus oraciones. Se sentía cansado e irritable, como todas las mañanas. El ritual del rezo, que lo obligaba a arrodillarse, inclinarse una y otra vez y orar, le servía para despejarse. Después se sentía fresco, tranquilo y fortalecido. Como todas las mañanas.


Wa lillah al-shukr
—dijo en voz baja para sí mientras iba a la cocina a prepararse café—. Gracias a Dios, el Omnipotente.

Puso agua a hervir, encendió un cigarrillo y miró a una mujer que tendía ropa en la azotea de la casa de enfrente, que quedaba justo por debajo del nivel de la ventana de su cocina, a unos tres metros de distancia. Más de una vez se había preguntado si sería posible saltar desde su casa a la de ella, salvando el hueco de la calleja que los separaba. Quizá lo hubiese intentado de haber sido más joven. Su hermano Alí sí que se hubiese atrevido. Pero Alí había muerto, y él ahora tenía responsabilidades. Debería haber dado un salto de veinte metros hasta el suelo, pero con esposa y tres hijos pequeños no podía permitirse correr esos riesgos. O quizá eso sólo fuese una excusa. Porque la verdad era que nunca le habían gustado las alturas. Echó café y azúcar al agua caliente y dejó que hirviese hasta que la infusión estuvo a punto de rebosar. Luego la vertió en un vaso y fue al vestíbulo principal, un espacio en semipenumbra al que daban todas las habitaciones del apartamento. Llevaba seis meses construyendo una fuente, y el suelo era un caos de sacos de cemento, baldosas y tubos de plástico. Era una fuente pequeña que podía haber terminado perfectamente en dos semanas, pero siempre surgía algo que lo interrumpía, y las semanas se habían convertido en meses. Aún tenía el trabajo a medio terminar. La verdad era que, aunque la fuente fuese pequeña, apenas cabía en aquel espacio, y su esposa se había quejado del desorden y el gasto que ocasionaba. Pero él siempre había querido tener una fuente, y además le daría un toque alegre al apartamento, que era bastante triste. Se agachó e introdujo los dedos en un montón de arena, pensando que quizá le diese tiempo a colocar unas cuantas baldosas antes de ir a la oficina.

Oyó sonar el teléfono.

—Para ti —le dijo su esposa con voz adormilada al entrar él en el dormitorio—. Es Mohamed Sariya.

Su esposa le pasó el auricular y se levantó. Se acercó a la cuna de su hijo pequeño, lo tomó en brazos y fue a la cocina. Enseguida entró su hijo mayor, que subió a la cama y empezó a dar saltos.

—¡Baja de ahí, Alí! —lo reprendió su padre, apartándolo—. ¡Basta ya! ¿Qué pasa, Mohamed? Es muy temprano.

La voz de su ayudante resonó al otro lado de la línea. Jalifa sostuvo el teléfono con la mano derecha mientras utilizaba la izquierda para mantener alejado a su hijo.

—¿Dónde? —preguntó. Su ayudante parecía nervioso—. ¿Dónde estás ahora?

El hijo de Jalifa reía y trataba de pegarle con una almohada.

—¡Te he dicho que pares, Alí! Perdona... De acuerdo. No te muevas de ahí. Y no dejes que se acerque nadie. Llegaré enseguida.

Jalifa colgó el auricular, cogió a su hijo por los pies, lo volvió boca abajo y se los besó. El niño se echó a reír.

—Sí, sí, papá, ¡hazme el avión!

—Ya verás cuando te tire por la ventana —dijo Jalifa en tono de broma—. A ver si así vuelas de verdad y me dejas tranquilo.

Dejó caer al niño en la cama y fue a la cocina, donde Zainab, su esposa, estaba preparando más café mientras le daba el pecho al pequeño. Del salón llegaba la voz de su hija, que estaba cantando.

—¿Cómo está esta mañana? —le preguntó a su esposa, tocándole al niño los dedos de los pies.

—Hambriento —repuso ella con una sonrisa—, como siempre. Ha salido a su padre. ¿Quieres desayunar?

—No tengo tiempo —repuso Jalifa—. He de ir de inmediato a la orilla oeste.

—¿Sin desayunar? ¿Ha ocurrido algo?

—¿Qué? —dijo él, distraído, echando un nuevo vistazo a la vecina que tendía la ropa en la azotea de enfrente—. Ah, un cadáver. Probablemente no vendré a almorzar.

Cruzó el Nilo en una de las lanchas pintadas con vivos colores que iban y venían entre las dos orillas. En otras circunstancias habría tomado el ferry, pero tenía prisa y merecía la pena pagar un poco más. Cuando estaban a punto de zarpar, un viejo que llevaba una caja de madera bajo el brazo se acercó corriendo, se cogió a la barandilla de la lancha y saltó a bordo.

—Buenos días, inspector —saludó el viejo entre jadeos, dejando la caja a los pies de Jalifa—. ¿Quiere que le limpie los zapatos?

—No pierdes ocasión, ¿eh, Ibrahim?

El viejo se echó a reír mostrando dos hileras desiguales de dientes de oro.

—Uno tiene que comer —dijo—. Y también ha de llevar los zapatos relucientes. Así que los dos salimos ganando.

—Está bien. Pero rápido. Tengo mucho que hacer y no podré entretenerme cuando lleguemos a la otra orilla.

—Ya me conoce, inspector. Soy el limpiabotas más rápido de Luxor.

El viejo sacó trapos, un cepillo y crema, y le dio una palmada a la tapa de la caja indicándole a Jalifa que apoyase un pie. Un muchachito de rostro inexpresivo iba a popa al mando del fueraborda, mientras la lancha se deslizaba por el curso tranquilo del río. Al fondo se veían las colinas de Tebas, cuyo color pasaba del gris al amarillo a medida que la luz del día se hacía más intensa. Otras lanchas cruzaban también el río. En una de ellas, a la derecha de la de Jalifa, iba un grupo de turistas japoneses. Probablemente se dirigían a sobrevolar en globo el Valle de los Reyes, pensó Jalifa al ver el sol elevarse. Era algo que siempre había deseado hacer, pero no podía permitirse pagar los trescientos dólares por persona que costaba el viaje. Y lo más probable era que nunca pudiese permitírselo, porque la policía ganaba sueldos muy bajos.

Al llegar a la orilla occidental, la lancha pasó entre otras dos y se deslizó sobre la grava. El viejo dio los últimos toques a las punteras de los zapatos de Jalifa, y luego, con una palmada, le indicó que ya había terminado. El detective sacó dos libras egipcias y le dio una al limpiabotas y otra al muchacho de la lancha, quien le dijo:

—Lo esperaré.

—No, no es necesario —repuso Jalifa—. Hasta pronto, Ibrahim.

El detective dio media vuelta y subió por la orilla hasta donde un grupo aguardaba la llegada del ferry. Fue abriéndose paso entre la gente, enfiló por un sendero estrechísimo que discurría entre un muro y una alambrada oxidada y se adentró por un sendero de tierra paralelo al río. Los campesinos trabajaban en los campos, cosechando maíz y caña de azúcar. Dos hombres estaban metidos hasta la cintura en un canal de irrigación limpiándolo de malas hierbas. Grupos de niños con inmaculadas camisas blancas pasaron corriendo por su lado hacia la escuela. Empezaba a apretar el calor.

Jalifa encendió otro cigarrillo y aceleró el paso. Tardó veinte minutos en llegar hasta donde estaba el cadáver. Los edificios del oeste de Luxor se veían ahora a lo lejos, difuminados, y sus zapatos recién lustrados ya estaban cubiertos de polvo. Tras cruzar un cañaveral vio al sargento Sariya, acuclillado junto a lo que parecía un montón de harapos mojados. Al ver que Jalifa se acercaba, se levantó.

—Ya he llamado al hospital. No tardarán en llegar.

Jalifa asintió con la cabeza y descendió hasta el borde del agua. El cadáver estaba boca abajo, con los brazos extendidos y de bruces en el barro. Tenía la camisa hecha trizas y ensangrentada. De cintura para abajo aún estaba en el agua, que lo hacía agitarse levemente, como alguien que se moviese durante el sueño. Empezaba a oler mal.

—¿Cuándo lo han encontrado?

—Poco antes de amanecer —contestó Sariya—. Probablemente ha llegado flotando desde la parte alta del río. Ha debido de alcanzarlo la hélice de alguna embarcación. Por eso tiene esos grandes cortes en los brazos.

—¿Estaba así cuando has llegado? ¿No has tocado nada? —Sariya meneó la cabeza.

Jalifa se puso en cuclillas junto al cadáver y examinó el terreno alrededor. Le levantó el antebrazo y vio que tenía un tatuaje un poco más arriba de la muñeca.

—Un escarabeo —dijo esbozando una sonrisa—. No puede ser más inoportuno.

—¿Inoportuno? ¿Por qué?

—Pues porque para los antiguos egipcios el escarabeo era símbolo de renacimiento y renovación. Y no tiene pinta de que eso pueda aplicarse a nuestro amigo aquí presente. ¿Sabes quién ha informado?

Sariya negó con la cabeza.

—No ha querido dar su nombre. Ha llamado a la comisaría desde un teléfono público y ha dicho que encontró el cadáver al ir a pescar.

—¿Estás seguro de que llamaba desde un teléfono público?

—Casi seguro. Se ha quedado a media frase, como si se le hubiesen acabado las monedas.

Jalifa guardó silencio unos momentos, pensativo. Después alzó la cabeza y asintió mirando en dirección a una arboleda que estaba a unos cincuenta metros, tras la cual se veía el tejado de una casa. El delgado cable del tendido telefónico era claramente visible entre los aleros. Sariya enarcó las cejas.

—¿Y bien?

—Pues que el teléfono público más cercano está a dos kilómetros, en la ciudad. ¿Por qué no ha llamado desde aquí?

—Probablemente estaría nervioso. No se topa uno todos los días con un cadáver.

—Pues precisamente por eso. Lo lógico es que quisiera avisar cuanto antes. ¿Y por qué no ha querido dar su nombre? Ya sabes cómo es la gente de por aquí, no pierde ocasión de salir en las noticias.

—¿Sospecha que sabía algo?

Jalifa se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero es un poco raro. Es como si no quisiera que se sepa que ha sido él quien ha encontrado el cadáver. Como si estuviese asustado.

Una garza remontó el vuelo desde el cañaveral y describió un arco río abajo. Jalifa se la quedó mirando por unos momentos. Después sacudió la cabeza y volvió a concentrar su atención en el cadáver. Le registró los bolsillos y sacó un cortaplumas, un encendedor barato y un trozo de papel mojado y doblado, que dejó encima del cuerpo y desdobló cuidadosamente.

—Es un billete de tren —dijo inclinándose a mirar las letras semiborradas—. Un billete de vuelta a El Cairo, con fecha de hace cuatro días.

Sariya le tendió una bolsa de plástico y el inspector dejó caer en su interior todo lo que encontró en los bolsillos del cadáver.

—A ver... échame una mano —pidió.

Se acuclillaron ambos junto al cuerpo, pasaron las manos por debajo de éste y le dieron la vuelta. En cuanto le vio el rostro, Sariya se echó hacia atrás y empezó a dar arcadas.


Allabu akbar!
—dijo con voz entrecortada—. ¡Dios todopoderoso!

Jalifa se mordió el labio inferior. Había visto muchos cadáveres en su vida, pero ninguno con semejantes mutilaciones. Incluso bajo la capa de barro se apreciaba que apenas quedaba nada del rostro. La cuenca del ojo izquierdo estaba vacía; la nariz era un amasijo de cartílagos y tiras de carne.

El inspector lo contempló como si quisiera convencerse de que se trataba en efecto del cadáver de una persona. Luego se levantó, se acercó a Sariya y puso una mano sobre su hombro.

—¿Estás bien?

Sariya asintió, se presionó un lado de la nariz con el índice y expulsó mucosidad en la arena.

—¿Qué ha podido ocurrirle? —preguntó.

—No lo sé. Quizá la hélice de una embarcación, como has sugerido antes, aunque no veo cómo una hélice ha podido vaciarle un ojo o causarle esas heridas.

—¿Insinúa que se lo han hecho deliberadamente?

—No, sólo digo que una hélice no lo habría rajado, lo habría triturado. Fíjate en los cortes... —Advirtió que su ayudante iba a vomitar de nuevo y decidió no insistir—. Tendremos que aguardar el informe de la autopsia —añadió.

A continuación encendió dos cigarrillos y le pasó uno a Sariya, que le dio una calada, lo arrojó al suelo enseguida y gateó cuesta arriba para volver a vomitar. Jalifa se acercó al agua y miró hacia la otra orilla, donde había una hilera de embarcaciones que realizaban cruceros por el Nilo. Por detrás asomaba el templo de Karnak. Una
feluca
cruzó por su campo de visión, con su enorme vela triangular que daba la impresión de rasgar el horizonte como una cuchilla. Tiró la colilla al agua y suspiró. O mucho se equivocaba o tardaría bastante en poder trabajar de nuevo en su fuente.

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