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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (10 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Jalifa aplastó la colilla en el cenicero.

—¿En algo de valor? —preguntó.

El dueño volvió a encogerse de hombros, se inclinó hacia delante y encendió el televisor.

—Nada por lo que mereciese la pena matarlo —repuso. Sintonizó un canal en el que transmitían un concurso de preguntas y respuestas—. Ha habido rumores —dijo tras una larga pausa.

—¿Acerca de qué?

—De que había encontrado algo.

—¿El qué?

—¡Sólo Dios lo sabe! Una tumba. Algo importante —dijo el dueño ajustando el volumen del sonido—. Pero rumores así son muy frecuentes, ¿no cree? No pasa semana sin que alguien encuentre otro Tutankamón. ¿Cómo saber cuando hay algo de cierto detrás de esos rumores?

—¿Había algo de cierto en este caso?

El dueño se encogió de hombros una vez más.

—Puede que sí y puede que no. Yo no me mezclo en estas cosas. Tengo un negocio que marcha bien, y es todo lo que me interesa.

Luego se concentró en el concurso televisivo. Sus obreros seguían cantando y el ruido de sus herramientas resonaba en el tranquilo aire de la tarde.

—Hace tres días Nayar le compró a su madre un televisor y un frigorífico —dijo de pronto—. Y eso es mucho dinero para un hombre sin trabajo. Saque usted mismo las conclusiones. —Se echó a reír a carcajadas señalando la pantalla—. ¡Qué imbécil! —exclamó cuando un concursante dio una respuesta incorrecta.

Pero Jalifa advirtió que su risa era forzada y que le temblaban las manos.

A Jalifa siempre le había fascinado la historia de su país. De pequeño se ponía de pie en el tejado de su choza para ver salir el sol tras las pirámides. Para otros niños del pueblo los monumentos eran algo corriente a lo que no prestaban atención. Pero Jalifa veía en ellos algo mágico, enormes triángulos que se alzaban entre la bruma de la mañana, como puertas que daban a otros tiempos y a otro mundo. Crecer junto a ellos había despertado en él un deseo insaciable de saber más acerca del pasado. Era un deseo que había compartido con su hermano Alí, tanto o más apasionado que él por la historia, la cual constituía un santuario en el que se sentía a salvo de las penalidades cotidianas. Todas las noches regresaba a casa agotado por el trabajo, y después de bañarse y de cenar se sentaba en un rincón y se sumía en la lectura de alguno de sus libros de arqueología. Tenía una buena colección; unos prestados en la escuela de la mezquita local y la mayoría probablemente robados; al joven Jalifa nada le gustaba más que sentarse al lado de su hermano, que le leía a la luz de una vela.

—Cuéntame cosas de Ramsés, Alí —le pedía.

—Pues... hubo en un tiempo un gran rey llamado Ramsés II, que era el hombre más poderoso de la tierra. Tenía un carruaje de oro y una corona de diamantes...

¡Qué afortunados eran de haber nacido egipcios!, pensaba entonces Jalifa. ¿Qué otro país poseía tal riqueza de historias fabulosas para contarles a sus hijos? «¡Gracias, Alá, por haberme dejado nacer en este maravilloso país!», pensaba.

Junto a su hermano jugaban a hacer excavaciones en la llanura de Gizeh, desenterrando piedras y pequeños fragmentos de cerámica, imaginando ser famosos arqueólogos. En cierta ocasión, poco después de la muerte de su padre, descubrieron una figura de piedra caliza que representaba la cabeza de un faraón, cerca de la base de la Esfinge. Jalifa se quedó sin habla, de puro entusiasmo, al pensar que al fin habían encontrado algo verdaderamente antiguo y valioso. Hasta años más tarde no supo que su hermano había enterrado allí la figura para entusiasmarlo con algo que lo distrajese del dolor de la muerte de su padre.

Hacían autoestop hasta Saqqara, Dhashur y Abusir, y al centro de El Cairo, donde se colaban en el museo confundidos entre grupos de escolares. A pesar del tiempo transcurrido aún era capaz de recorrer mentalmente el museo, de tanto como había llegado a conocerlo gracias a aquellas visitas. En una de ellas conocieron a un viejo profesor llamado Al-Habibi, que, conmovido por su precoz entusiasmo, les mostró toda la colección, señalándoles detalles importantes y alentando su interés. Años después, cuando Jalifa consiguió ingresar en la universidad para estudiar historia, tuvo a Al-Habibi como profesor.

Ciertamente, Jalifa amaba el pasado, en el que veía algo místico, esplendoroso, como una cadena de oro que se extendía hasta la aurora de los tiempos. Le gustaba por su colorido, por su grandiosidad y porque, en cierto modo, hacía que el presente fuese mejor. Pero, sobre todo, lo amaba porque Alí lo había amado. Se trataba de algo especial que ambos habían compartido; un mutuo entusiasmo que les infundía fortaleza y vida. Pensaba que en la inmensidad de los tiempos sus manos todavía podían tocarse aunque Alí ya no estuviese. El mundo antiguo era para Jalifa, por encima de todo, una afirmación de su amor por su hermano.

—¿Quiénes fueron los reyes de la decimoctava dinastía? —solía preguntarle Alí para ponerlo a prueba.

—Ahmosis, Amenofis I, Tutmosis I, Tutmosis II, Hatshepsut, Tutmosis III, Tutmosis IV, Amenofis II, Amenofis III, Akenatón y... humm... ése siempre se me olvida...

—Smenjare —le recordaba Alí.

—¡Ya lo sé! —protestaba él—. Smenjare, Tutankamón, Horemheb.

—Aprende, Yusuf, aprende. Aprende y crece.

¡Qué buenos tiempos aquellos!

Tardó bastante en encontrar la casa de Nayar. Estaba entre un grupo de viviendas que casi la ocultaban, a mitad de una cuesta y casi al borde de una hilera de hoyos en los que había habido tumbas pero que ahora estaban llenos de chatarra. Una cabra escuálida estaba atada frente a la casa. Se le marcaban tanto las costillas que sus costados parecían xilófonos.

El inspector llamó a la puerta con los nudillos. Al cabo de unos momentos abrió una mujer menuda de ojos verdes y llenos de viveza. Era joven, de unos veinticuatro o veinticinco años. Debía de haber sido bonita, pero al igual que muchas esposas de
fellaha
, los embarazos y las penalidades de la vida cotidiana la habían envejecido prematuramente. Jalifa observó que tenía un morado en la mejilla izquierda.

—Perdone que la moleste —le dijo el inspector amablemente mostrándole la placa—, pero he de...

Se interrumpió buscando las palabras. Había tenido que cumplir con misiones como aquélla muchas veces, pero no acababa de acostumbrarse. Recordaba la reacción de su madre cuando le habían dicho que su esposo había muerto. Se había desplomado tirándose de los cabellos, gimiendo como un animal herido. Y detestaba la idea de ser el transmisor de una noticia que pudiese causar semejante dolor.

—¿Qué ocurre? —preguntó la mujer—. Ha vuelto a emborracharse, ¿no?

—¿Me permite entrar?

La mujer se encogió de hombros y lo condujo hasta una salita donde jugaban sus dos hijas. Era como una cueva, oscura y fría, sin más muebles que un sofá junto a una de las paredes y un televisor encima de una mesita en un rincón. Jalifa reparó en que era un televisor nuevo.

—Usted dirá.

—Me temo que le traigo malas noticias —dijo el inspector—. Su esposo...

—¿Lo han detenido?

Jalifa se mordió el labio inferior.

—Ha muerto —dijo.

Por un instante ella se le quedó mirando fijamente. Luego se dejó caer en el sofá y se tapó la cara con las manos. Jalifa dedujo que ocultaba su llanto y avanzó un paso para consolarla, pero al acercarse reparó en que no eran sollozos lo que oía sino una risa ahogada.

—Fátima, Imán —dijo ella indicándoles a sus hijas por señas que se acercasen—. Ha ocurrido algo maravilloso.

11

El Cairo

Cuando hubo terminado de cumplir con las formalidades en la embajada, Tara quiso ir al apartamento de su padre para ver sus pertenencias. Solía llevar muy pocas cosas con él para su estancia anual de cuatro meses en Saqqara, sólo unas pocas mudas, cuadernos y una cámara fotográfica. Casi todo lo demás lo dejaba en su apartamento de El Cairo. Allí tenía sus diarios, sus diapositivas, el resto de su ropa y algunas antigüedades que las autoridades egipcias le habían permitido conservar. Y, por supuesto, sus libros, una biblioteca de varios miles de volúmenes, todos ellos encuadernados en piel.

«Con libros, incluso la choza más humilde se transforma en un palacio —solía decir—. Hacen que todo parezca mucho más soportable.»

Oates se ofreció a llevarla en el coche, pero el apartamento estaba a sólo unos minutos a pie y, además, Tara prefería ir sola. Oates llamó para asegurarse de que el conserje tuviese duplicado de la llave, le dibujó a Tara un sencillo plano para indicarle dónde estaba y la acompañó hasta la puerta de la embajada.

—Llámeme cuando regrese al hotel —le pidió—. Y, como ya le he dicho, no salga de noche. Ya ve lo que ha pasado con ese barco —añadió con una sonrisa antes de dar media vuelta y entrar de nuevo en la embajada.

Ya era más de media tarde y el sol empezaba a proyectar sombras alargadas sobre el asfalto. Tara miró alrededor y observó los policías que vigilaban a un lado y a otro. Un mendigo estaba acuclillado en la acera; un hombre tiraba de un carromato cargado de sandías. Estudió el plano y echó a andar.

Oates le había explicado que aquella parte de El Cairo era conocida como «Ciudad Jardín»; al adentrarse por el laberinto de calles flanqueadas de árboles comprendió por qué. Era una zona más silenciosa y tranquila que el resto de la ciudad, un vestigio de la época colonial, con grandes chalets y árboles y arbustos por todas partes: hibiscos, adelfas, jazmines y jacarandás. Se oía trinar a los pájaros y el aire olía a hierba recién cortada. Apenas circulaba nadie por las calles, sólo algunas mujeres empujando cochecitos de bebé y hombres con aspecto de ejecutivos. Delante de muchos de los chalets había limusinas aparcadas y policías junto a la entrada.

Al cabo de unos diez minutos, Tara llegó a Sharia Ahmed Pashá, donde estaba el edificio en el que se encontraba el apartamento de su padre. Era un edificio de principios del siglo XX con enormes ventanas y balcones de hierro forjado. La fachada debió de ser de un alegre color amarillo pálido, pero ahora era gris y sucia.

Subió por los escalones delanteros, empujó la puerta y entró en el frío vestíbulo de mármol. A un lado, detrás de una mesa, estaba sentado el conserje, un hombre ya mayor. Tras mucho esforzarse, con algunas palabras en inglés y por señas logró hacerle entender quién era y por qué estaba ahí. El conserje se levantó refunfuñando, sacó un manojo de llaves de un cajón y fue hacia el ascensor, indicándole a Tara que lo siguiese.

El apartamento estaba en la tercera planta, al final de un pasillo oscuro y silencioso. Se detuvieron frente a la puerta y el conserje probó varias llaves hasta dar con la correcta.

—Gracias —dijo Tara cuando le hubo abierto la puerta. El conserje permaneció donde estaba.

—Gracias —repitió Tara.

Como el hombre seguía sin moverse, se produjo un embarazoso silencio hasta que Tara creyó comprender y abrió el bolso, sacó un par de billetes y se los dio. El conserje los miró, refunfuñó y se alejó por el pasillo arrastrando los pies y dejando el manojo de llaves. Tara aguardó un momento y luego entró y cerró por dentro.

El vestíbulo tenía el suelo de parquet y era muy espacioso. Comunicaba con un dormitorio, la cocina, el cuarto de baño y dos habitaciones atestadas de libros. Todas las ventanas estaban cerradas y olía a humedad. Por un instante creyó percibir también un olor a humo de cigarro, pero era demasiado tenue para poder estar segura y decidió no darle importancia.

«Debe de ser la cera para el suelo», pensó.

Entró en la estancia principal y encendió la luz. Había libros y papeles por todas partes. Las paredes estaban literalmente forradas de fotografías de excavaciones y monumentos, y en un rincón había un armario con estanterías cubiertas de vasijas y figurillas de barro. No había plantas.

«Es como un lugar preservado para la posteridad —pensó Tara—. Para mostrar cómo vivían en otros tiempos.»

Siguió recorriendo el apartamento y abriendo cajones. Encontró uno de los diarios de su padre, que empezaba en 1960, cuando estaba excavando en Sudán. Sus anotaciones, con letra muy menuda, estaban intercaladas por sencillos dibujos a lápiz de los objetos que había desenterrado. En otra estancia Tara encontró algunos de los libros que su padre escribió:
La vida en la necrópolis. Excavaciones en Saqqara, 1955-1985
;
De Snofru a Shepsekaf. Ensayos sobre la cuarta dinastía
;
La tumba de Mentu-Nefer
y
Realeza y desorden en el primer período intermedio
.

A continuación, Tara hojeó un álbum de fotos en el que aparecían imágenes de una zanja arenosa que, a medida que pasaba las páginas, se hacía cada vez más profunda hasta que, en las últimas páginas, se veía parte de un muro de piedra. No parecía haber nada en el apartamento que no guardase relación con su trabajo. Nada que tuviese que ver con los afectos y los sentimientos. Nada del presente.

Cuando ya empezaba a sentirse incómoda de encontrarse en aquel lugar, se llevó dos sorpresas. Junto a la cama de su padre, dura y estrecha como un camastro carcelario, encontró la fotografía de boda de sus padres. Él aparecía muy sonriente, con una rosa en el ojal de la solapa. Y, en el armario del salón, entre dos vasijas de barro, encontró un dibujo infantil de un ángel con los bordes de las alas plateados. Lo había hecho Tara por Navidad. Le dio la vuelta y leyó la dedicatoria con su caligrafía infantil: «Para mi papá».

Se quedó mirando el dibujo unos momentos y, de pronto, sin poder contenerse, se echó a llorar y se dejó caer en una silla. «Oh, papá —musitó entre sollozos—. Perdóname, perdóname.»

Cuando logró controlar el llanto, fue al dormitorio en busca de la fotografía de la boda y la guardó en su bolso junto con el dibujo y una fotografía de su padre, de pie junto a un sarcófago de piedra, flanqueado por dos obreros. Recordaba que, de niña, su padre le había explicado que la palabra sarcófago procedía del griego y significaba «comedor de carne humana», una imagen que le causó tal impresión que le impidió dormir por la noche. Estaba titubeando acerca de llevarse algunos libros cuando sonó el teléfono. Pensó que debía contestar y corrió hacia el salón, donde el teléfono se hallaba encima de un montón de manuscritos. justo al ir a descolgar se conectó el contestador automático y la estancia se llenó de la voz de su padre.

«Hola. Soy Michael Mullray. Estaré ausente hasta la primera semana de diciembre. Deje su mensaje, por favor. Pueden llamarme a mi regreso o, si se trata de algo relacionado con la universidad, llamar al teléfono de la facultad, 7943967. Gracias.»

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