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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (7 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Llevaba caminando unos cinco minutos, con la cabeza gacha, cuando un fugaz destello a su derecha llamó su atención. Se detuvo y miró en esa dirección, haciendo pantalla con la mano. Había gente de pie a unos doscientos metros, en lo alto de un montículo. Estaban demasiado lejos y el sol brillaba mucho como para poder distinguirlos, pero al parecer eran muy altos e iban vestidos de blanco. Vio otro fugaz destello y comprendió que debían de ser las lentes de unos prismáticos.

Desvió la mirada diciéndose que seguramente se trataba de turistas que miraban hacia las ruinas; pero de pronto se dijo que quizá fuesen arqueólogos y que, por lo tanto, conocerían a su padre. Volvió a mirar hacia el montículo, pero ya no vio a nadie. Recorrió las dunas con la mirada, pero sin éxito, de modo que prosiguió el camino, temiendo haber tenido una alucinación debido al agotamiento y la preocupación. Le dolía la cabeza, sentía pinchazos en las sienes y estaba sedienta. Tardó veinte minutos en llegar a la oficina principal, con la blusa empapada de sudor y los labios resecos. Encontró a Hassan y le contó lo que pasaba.

—Estoy seguro de que no ocurre nada anormal —le aseguró él, ofreciéndole asiento en su despacho—. Quizá su padre haya salido a caminar, o a excavar.

—¿Sin dejar una nota?

—A lo mejor está esperándola en El Cairo.

—He llamado a su apartamento y no contesta.

—¿Sabía que usted llegaba hoy?

—Por supuesto que lo sabía —repuso ella en tono áspero.

Se produjo un breve silencio y ella se apresuró a excusarse.

—Perdone. Estoy cansada y muy preocupada.

—Me hago cargo, señorita Mullray. Pero tranquilícese, por favor. Lo localizaremos.

Hassan tenía un walkie-talkie encima de la mesa. Lo cogió, pulsó un botón y dijo con voz clara:

—Doctor Mullray.

Se oyeron sonidos de estática y luego varias voces que respondieron una tras otra. Hassan escuchó, volvió a hablar y finalmente dejó el walkie-talkie sobre la mesa.

—No ha salido a excavar, ni lo han visto —explicó—. Espere aquí, por favor. —Salió del despacho y entró en el contiguo. Tara lo oyó hablar con alguien. Regresó al cabo de un minuto—. Estuvo en El Cairo ayer por la mañana y regresó a Saqqara por la tarde. Nadie ha vuelto a verlo desde entonces —dijo, y marcó un número de teléfono.

Al cabo de unos momentos se oyó una voz a través del micrófono. Tuvo otra breve conversación y colgó.

—Era Ahmed —anunció Hassan frunciendo el entrecejo—. El taxista de su padre. Dice que su padre le pidió que fuese a recogerlo al campamento anoche para llevarlo al aeropuerto, pero que cuando llegó, ya no estaba. Ahora también yo estoy preocupado. No es normal en él. —Permaneció en silencio unos momentos, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Luego abrió un cajón y sacó un manojo de llaves—. Son duplicados de las llaves de la casa del campamento. Vamos a ver.

Al salir del despacho Hassan señaló hacia un destartalado Fiat blanco que había aparcado enfrente.

—Iremos en coche.

Condujo deprisa por el accidentado sendero y se detuvo frente a la casa. Fueron hasta la puerta delantera. Tara reparó rápidamente en que la nota que había dejado asomando bajo la puerta ya no estaba. El corazón le latía con fuerza. Probó a hacer girar el picaporte, pero la puerta seguía cerrada con llave. Hassan eligió una llave del manojo y la introdujo en la cerradura. Le dio dos vueltas, abrió y entró seguido de Tara.

La puerta daba directamente a una estancia rectangular encalada. Sólo había una mesa alargada, un sofá apolillado y una chimenea. A izquierda y derecha estaban las puertas de otras estancias o habitaciones, en una de las cuales Tara vio los pies de una cama de madera. El interior estaba oscuro y frío, y la atmósfera impregnada de un tenue olor dulzón, que Tara asoció enseguida a humo de cigarros. Hassan abrió una ventana y la luz del sol inundó la estancia. Al instante, Tara vio el cuerpo, recostado contra la pared del fondo.

—¡Oh, Dios! —exclamó con la voz entrecortada—. ¡Oh, no!

Corrió hacia el cuerpo, se arrodilló junto a él y le tomó la mano. La notó fría y rígida. Su padre estaba muerto.

—Papá —musitó, acariciándole el cabello enmarañado—. ¡Papá!

7

Luxor

El inspector Jalifa miraba al cadáver recordando el día en que habían llevado el cuerpo de su padre a su casa. Él tenía seis años y no entendía lo que pasaba. Pusieron el cuerpo encima de la mesa del salón. Su madre, llorando y tirando de sus negras vestiduras se arrodilló a sus pies, y él y su hermano Alí se quedaron de pie junto a su cabeza, con las manos entrelazadas, mirando al rostro de su padre, pálido y polvoriento.

—No te preocupes, mamá —dijo Alí—. Yo cuidaré de ti y de Yusuf. Lo juro.

El accidente ocurrió a pocas manzanas de su casa. Un autocar turístico, que circulaba a excesiva velocidad por las estrechas calles del barrio, perdió el control y se estrelló contra un precario andamio de madera en el que estaba trabajando su padre, provocando el derrumbe de toda la estructura. Murieron tres hombres, su padre entre ellos, aplastados bajo una tonelada de cascotes y vigas. La empresa propietaria del autocar se negó a asumir responsabilidades y los familiares de los muertos nunca fueron indemnizados. Ninguno de los turistas resultó herido.

Por entonces vivían en Nazlat al-Samman, al pie de la altiplanicie de Gizeh, en una choza de adobe, desde cuyo tejado podía ver la Esfinge y las pirámides. Su hermano Alí era seis años mayor que él, fuerte, inteligente y valiente. Y Jalifa lo adoraba. Lo seguía a todas partes, imitaba sus andares y hablaba como él.

Fiel a su palabra, después de la muerte de su padre Alí abandonó los estudios y se puso a trabajar para mantener a la familia. Encontró empleo en un establo de camellos, para limpiar las cuadras y reparar las sillas. También hacía funciones de camellero, llevando a pasear a los turistas. Los domingos, Alí dejaba que Jalifa lo ayudase, pero a pesar de los ruegos de éste, Alí quería que durante el resto de la semana se limitara a estudiar.

—Aprende, Yusuf —le decía—. Prepárate bien. Haz todo lo que yo no puedo hacer. Quiero sentirme orgulloso de ti.

Años después, Jalifa descubrió que, además de mantenerlos, vestirlos y pagar el alquiler, Alí había ahorrado para que, cuando llegase el momento, Jalifa pudiera ir a la universidad. Le debía mucho a su hermano; se lo debía todo. Por eso le había puesto su nombre a su hijo mayor, como un modo de reconocer la deuda que tenía con él. Pero Alí había muerto sin llegar a conocer a su sobrino, y lo añoraba muchísimo. No pasaba día sin que lamentase amargamente lo ocurrido.

Jalifa meneó la cabeza y volvió a concentrarse en el caso que tenía entre manos. Estaba en una estancia embaldosada del sótano del hospital general de Luxor. Tenía enfrente el cadáver que habían encontrado aquella mañana, desnudo y boca arriba en una mesa. Un ventilador giraba por encima de su cabeza. La sala de disección del doctor Anwar, el forense del centro, era fría y aséptica, sin más luz que la de una lámpara. El forense se inclinó sobre el cadáver con sus guantes quirúrgicos.

—Es curioso —musitó para sí—. Nunca había visto nada parecido. Es muy curioso.

Habían fotografiado el cadáver en el lugar donde lo habían encontrado; luego lo habían metido en una bolsa de plástico y lo habían llevado a Luxor en barco. Se había necesitado mucho papeleo antes de poder examinarlo, y ya estaba muy entrada la tarde. El inspector había enviado a Sariya a hacer averiguaciones, por si se había denunciado la desaparición de alguna persona en un radio de treinta kilómetros, con lo que, de paso, le ahorraba a su ayudante el espectáculo de la autopsia. También a él se le hacía difícil presenciarla. Estaba desesperado por fumar, y cada dos por tres llevaba la mano al bolsillo para sacar su paquete de Cleopatra, aunque, por supuesto, no llegaba a hacerlo. El doctor Anwar era muy riguroso con respecto a la prohibición de fumar en el depósito de cadáveres.

—Bueno... ¿qué puede decirme, doctor? —preguntó Jalifa, recostado contra la fría pared de azulejos, jugueteando con un botón de su camisa.

—Pues... que está muerto —contestó Anwar, y profirió una risotada dándose una palmada en el vientre. Sus bromas eran tan famosas como su aversión al tabaco—. Perdone. Ha sido un comentario de mal gusto —se excusó. Pero al volver a inclinarse hacia el cadáver se echó a reír de nuevo—. Pues... que está muerto —repitió para sí—. La verdad es que tiene gracia. Bien, ¿qué quiere saber, inspector?

—¿Edad?

—Difícil de precisar, pero yo diría que veintitantos, o acaso treinta.

—¿Cuánto tiempo lleva muerto?

—Unas dieciocho horas, puede que veinte, veinticuatro, como máximo.

—¿Y ha estado en el agua durante todo ese tiempo?

—Yo diría que sí.

—¿Qué distancia cree que haya podido recorrer en el agua durante esas horas?

—Ni idea. Yo entiendo de cadáveres, pero no sé nada de corrientes fluviales.

Jalifa sonrió.

—¿Causa de la muerte?

—Me parece que es obvia —repuso Anwar mirando el rostro mutilado.

Le habían limpiado el barro y su aspecto era aún más horrible que cuando Jalifa lo había visto la primera vez. Parecía un trozo de carne desgarrada. También tenía heridas en el resto del cuerpo; en los brazos, en las piernas, en el plexo solar y en las caderas. Incluso tenía una pequeña incisión en el escroto, que Anwar había señalado con expresión risueña. Jalifa pensaba que el forense ponía excesivo entusiasmo en su trabajo.

—Lo que quiero decir es...

—Sí, ya lo sé, ya lo sé —lo interrumpió Anwar—. Bromeaba. Lo que usted quiere saber es qué ha causado esas heridas. —Se inclinó de nuevo sobre la mesa de disección y se quitó los guantes, que produjeron un chasquido al desprenderse de sus manos—. Bien. Empecemos por el principio. Murió a causa de los traumatismos y la pérdida de sangre como consecuencia de las heridas que puede ver. Había relativamente poca agua en sus pulmones, lo que significa que no se ahogó y que luego recibió las heridas, sino que le infligieron éstas en tierra y después lanzaron el cuerpo al río. Probablemente no muy lejos de donde sus hombres lo encontraron, inspector.

—¿No pudo ser la hélice de una embarcación lo que le produjo las heridas?

—De ningún modo. Serían heridas muy distintas, menos limpias. La carne habría quedado triturada en muchos puntos.

—¿Un cocodrilo?

—¡No diga tonterías, Jalifa! A este hombre lo mutilaron deliberadamente. Y, además, para su información, no hay cocodrilos al norte de Asuán. Y, por supuesto, ningún cocodrilo que fume. —El forense señaló los brazos, el pecho y la cara del cadáver—. Tres quemaduras; aquí, aquí y aquí. Probablemente de cigarro. Son demasiado grandes para ser de un cigarrillo.

Anwar hurgó en un bolsillo, sacó una bolsa de anacardos y le ofreció a Jalifa, que rehusó.

—Como quiera —dijo Anwar, que echó la cabeza hacia atrás y se echó en la boca unos cuantos anacardos.

Jalifa lo observó asombrado de que pudiese comer en presencia de aquel rostro espantoso.

—¿Y los cortes? ¿Qué se los produjo?

—No tengo ni idea —contestó Anwar sin dejar de masticar—. Un objeto metálico, afilado, probablemente un cuchillo. He visto muchas heridas de cuchillo, pero ninguna como éstas.

—¿Qué quiere decir?

—Pues que las heridas no son tan limpias como las que produce un cuchillo. Es difícil de explicar. Se trata más de una intuición que de una deducción científica. No cabe duda de que fue una hoja afilada, pero no me resulta familiar. Fíjese en ésta, por ejemplo. —El forense señaló una herida que el cadáver tenía en el pecho—. De haber sido infligida con un cuchillo —prosiguió—, sería más estrecha y menos... tosca. Y, fíjese, es ligeramente más profunda en un lado que en otro. No me pida más precisiones, Jalifa, porque no puedo dárselas. Sólo hay que aceptar que se las hicieron con un arma inusual.

Sacó un bloc del bolsillo y tomó notas mientras seguía masticando de un modo tan ruidoso que resonaba en la sala.

—¿Puede decirme algo más acerca de la víctima? —preguntó Jalifa.

—Pues... que le gustaba beber. Tenía altos niveles de alcohol en la sangre. Y parece que era una persona interesada en el antiguo Egipto.

—¿Lo dice por el escarabeo tatuado?

—Exactamente. No es muy frecuente. Y fíjese en esto.

Jalifa se acercó a la mesa.

—¿Ve estos hematomas en los brazos? Son señales que indican que lo sujetaron... así —dijo Anwar, situándose detrás del inspector y agarrándolo de los brazos al tiempo que le hundía los pulgares—. El rodal del morado del brazo izquierdo es más ancho y llega casi al tríceps, lo que sugiere que probablemente lo sujetaron entre dos. Y por la extensión de los hematomas cabe deducir que ofreció mucha resistencia.

Jalifa asintió con la cabeza y tomó nota.

—De modo que me inclino a pensar que fueron tres personas —aventuró el detective—. Dos lo sujetaron y un tercero utilizó el arma, fuera cual fuese.

Anwar asintió con la cabeza y fue hacia la puerta. Se asomó al pasillo y llamó a los camilleros, que al cabo de unos momentos aparecieron empujando una camilla de ruedas. Levantaron el cuerpo de la mesa, lo depositaron sobre la camilla, lo cubrieron con una sábana y salieron de la sala.

El doctor Anwar se terminó los anacardos, fue hasta un lavabo y se lavó las manos. En la sala no se oía más que el runrún del ventilador.

—La verdad es que estoy muy sorprendido —dijo el forense en un tono carente de su habitual socarronería—. Llevo treinta años examinando cadáveres y nunca he visto nada parecido. Es algo... —Se interrumpió mientras se enjabonaba las manos de espaldas a Jalifa—. Es algo... —añadió—. No sé cómo expresarlo. Impío.

—No creía que fuese usted religioso.

—Y no lo soy. Pero no se me ocurre otro modo de describir lo que le hicieron a ese hombre. No es sólo que lo matasen, sino que hicieron una verdadera carnicería con él.

Anwar cerró el grifo y empezó a secarse las manos.

—Encuentre a quienes lo hicieron, Jalifa. Encuéntrelos pronto, y enciérrelos.

Lo dijo con una firmeza que sorprendió al inspector.

—Haré lo que pueda —dijo Jalifa—. Si está en condiciones de darme cualquier otra información, no deje de llamarme.

Guardó el bloc y fue hacia la puerta, pero Anwar lo retuvo.

—Hay algo más —dijo—. Es sólo una intuición, pero creo que quizá fuese escultor, de esos que hacen estatuillas para los turistas. Tenía mucho polvo de alabastro bajo las uñas, y sus antebrazos eran muy musculosos, lo que quizá sea indicio de que trabajaba con un martillo y un cincel. Puede que me equivoque, pero yo empezaría a indagar en las tiendas donde venden objetos de alabastro.

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