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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (2 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Desenfundó la espada y miró la imagen de la serpiente grabada en la hoja reluciente, enrollada y con las mandíbulas ceñidas a la punta. Había conseguido aquella espada en su primera campaña, hacía ya más de veinte años, contra los lidios, y desde entonces siempre la había llevado consigo. Era como un talismán. Deslizó el pulgar por la hoja. Su compañero echó a correr despavorido.

—¡Estás loco! —le gritó volviéndose a mirarlo—. ¡Completamente loco!

El griego hizo caso omiso. Empuñó la espada con firmeza y miró hacia la gigantesca y oscura nube que se acercaba. No tardaría en echársele encima. Tensó los músculos.

—¡Vamos! —susurró—. ¡A ver lo valiente que eres!

De pronto se sintió exultante. Siempre le ocurría igual: el miedo inicial, el peso en los brazos y las piernas, y luego el repentino goce de la batalla. Quizá cultivar olivos no fuese lo suyo, después de todo. Él era un
machimos
. Llevaba el combate en la sangre. Quizá así fuese mejor. Empezó a entonar un viejo cántico egipcio, a modo de conjuro para protegerse del mal.

¡La flecha de Sajmet está contigo!

¡La magia de Tot está en tu cuerpo!

¡Que Isis te maldiga!

¡Que Neftis te castigue!

¡La lanza de Horus está en tu cabeza!

Y entonces lo embistió la tormenta, con la fuerza de mil carros de guerra. El viento casi lo levantaba del suelo y la arena lo cegaba; le rasgaba la túnica y le arañaba la piel. Formas siniestras asomaban de la gigantesca sombra, brazos que se agitaban. Se oían gritos ahogados por el ensordecedor rugido de la ola de arena. Uno de los estandartes del ejército, desprendido del asta, se le enrolló en las piernas unos instantes; luego salió despedido y desapareció en el torbellino.

El griego daba inútilmente tajos contra el viento, que lo zarandeó hasta obligarlo a arrodillarse. Un puño de arena se hundió en la boca de su estómago, ahogándolo. Logró ponerse de pie, pero casi de inmediato la tormenta volvió a arrojarlo al suelo. Y esta vez ya no se levantó. Una ola de arena lo cubrió.

El griego se debatió por unos instantes y finalmente quedó inerte. De pronto se sintió muy cansado, muy tranquilo y casi ingrávido. Varias imágenes cruzaron lentamente por su mente: Naxos, donde había nacido y crecido; la tumba de Tebas; Faedis y el escorpión; su primera campaña, hacía tantos años, contra los feroces lidios, cuando había conseguido la espada. Con un supremo esfuerzo alzó ésta por encima de la cabeza. Cuando su cuerpo quedase enterrado, la gruesa hoja con la serpiente grabada asomaría a la superficie y marcaría el lugar en el que había caído.

1

El Cairo, septiembre de 2000

La limusina, semejante a una ballena negra, cruzó lentamente la verja de la embajada y se detuvo por un momento antes de adentrarse en el tráfico. Dos motoristas de la policía se situaron delante y otros dos detrás.

La limusina y su escolta enfilaron la avenida flanqueada de árboles y edificios y al cabo de unos cien metros giraron a la derecha hasta Corniche el-Nil. Los conductores de otros coches que circulaban cerca trataban de ver quién era el ocupante de la limusina, pero ésta tenía las lunas ahumadas y sólo se distinguía la borrosa silueta de dos cabezas. Un banderín con las barras y estrellas estadounidenses se agitaba en la parte delantera izquierda del vehículo.

Tras recorrer un kilómetro, la limusina llegó a un laberinto de intersecciones de carreteras y de pasos elevados. Los motoristas que iban delante redujeron la velocidad, hicieron sonar la sirena y fueron guiando la limusina hasta la rampa de acceso a un tramo elevado, por donde el tráfico no era muy denso. El pequeño convoy aceleró y fue siguiendo las señales que indicaban la dirección del aeropuerto. Los motoristas que iban detrás se acercaron y empezaron a charlar entre ellos.

La deflagración fue tan inesperada que desconcertó a todos. Primero se oyó un ruido sordo y un siseo. La limusina saltó por los aires, rebasó el quitamiedos y fue a estrellarse contra un muro de hormigón. De pronto se oyó otro ruido sordo, más fuerte que el anterior, que hizo temblar el vehículo, debajo del cual brotó una llamarada. Entonces quedó claro que no había sido un accidente de tráfico.

Los motoristas se detuvieron. La puerta del lado del conductor se abrió de golpe y el chófer salió tambaleándose y gritando, con la chaqueta en llamas. Dos automovilistas trataron de apagarlas con sus chaquetas; otros dos intentaron abrir las puertas traseras, contra las que golpeaban, frenéticas, unas manos. Una columna de humo que adoptó la forma de un paraguas se elevó hacia el cielo. El aire se volvió denso y empezó a oler a gasolina y a caucho quemado. Los coches redujeron la velocidad y sus ocupantes se detuvieron a mirar, atónitos. El banderín de las barras y estrellas empezó a arder y en pocos segundos quedó reducido a cenizas.

2

En el desierto occidental, una semana después

—¡Esto es genial! —exclamó el conductor del Toyota todoterreno al llegar a lo alto de la duna.

El vehículo quedó suspendido en el aire por unos instantes, como un desgarbado pájaro blanco, antes de deslizarse de nuevo por el otro lado. El conductor estuvo a punto de perder el control del vehículo al describir éste un pronunciado ángulo hacia abajo, pero logró dominarlo y llegar al pie de la duna. Acto seguido pisó de nuevo el acelerador y se dispuso a ascender por la siguiente duna.

—¡Genial, genial!

El viento agitaba la rubia melena del conductor mientras el vehículo avanzaba en medio de la música atronadora que surgía del radiocasete. Al cabo de veinte minutos se detuvo en un altozano y el conductor apagó el motor. Le dio una calada al porro, cogió los prismáticos, bajó del vehículo y sus botas rechinaron sobre la arena.

El silencio del desierto era espectral y el aire muy caliente. El cielo, de un tono blanquecino cegador, parecía oprimir la tierra. El conductor se detuvo por un momento a contemplar el abigarrado collage de dunas y franjas pedregosas que se extendía en derredor. Era un paisaje extraño y sobrenatural, sin vida ni movimiento. Dio una nueva calada al porro, alzó los prismáticos y los enfocó hacia el noroeste.

Vio una escarpa de piedra caliza en forma de medialuna, y en el medio de ésta el verdor de un oasis. Unas construcciones blancas asomaban diseminadas entre palmerales y lagunas de agua salada. Una franja ancha y blancuzca, en el lado oeste de los cultivos, marcaba el límite de una pequeña población.

—Siwa —dijo el hombre del todoterreno con una sonrisa, exhalando unas volutas de humo por la nariz—. Gracias a Dios.

Permaneció donde estaba durante unos minutos, oteando el horizonte; luego regresó al vehículo, puso el motor en marcha y la música del radiocasete volvió a atronar entre las dunas.

Al cabo de una hora alcanzó los límites del oasis traqueteando por la arena y se internó en una carretera de tierra compacta. A su derecha se elevaban tres antenas de radio y una cisterna de hormigón. Unos perros se arremolinaron ladrando junto a las ruedas.

—¡Hola, tíos, me alegro de veros! —El conductor se echó a reír e hizo sonar el claxon, espantando a los perros.

Pasó por delante de dos antenas parabólicas y un improvisado campamento militar antes de llegar a una carretera asfaltada que lo condujo hasta el centro del extenso enclave que había divisado desde lo alto de la duna. Era el poblado de Siwa.

El lugar estaba casi desierto. Un par de carromatos tirados por asnos avanzaban por la carretera, y en la plaza principal un grupo de mujeres con el rostro cubierto por unos velos de algodón gris se apiñaban frente a un polvoriento tenderete de verduras. Los demás habitantes del enclave estaban dentro de sus viviendas, a salvo del calor del mediodía.

Estacionó el todoterreno a un lado de la plaza, al pie de un montículo en el que se alzaban unas viviendas en ruinas. Cogió del asiento trasero un sobre grande de color crema, se apeó y, sin molestarse en cerrar las puertas, empezó a cruzar la plaza. Se detuvo en una tienda en la que vendían un poco de todo, habló por un instante con el dueño, le dio un trozo de papel y un fajo de billetes y señaló hacia el Toyota. Luego siguió adelante, hacia una bocacalle, y entró en un edificio de aspecto destartalado. A un lado de la puerta un letrero pintado anunciaba:
WELCOME HOTEL
.

En cuanto lo vio entrar, el hombre que estaba detrás del mostrador de recepción saltó del taburete con expresión de júbilo y corrió a saludarlo.

—¡Doctor John! ¡Me alegro de verte de nuevo! —exclamó en beréber.

—Yo también me alegro de verte, Yakub —dijo el otro, también en beréber—. ¿Cómo estás?

—Bien. ¿Y tú?

—Sucio —repuso el joven del todoterreno, sacudiéndose el polvo adherido a la camiseta, que llevaba estampado el lema
I love Egypt
—. Necesito ducharme enseguida.

—Claro, por supuesto, ya sabes dónde están las duchas. No hay agua caliente, pero de la fría puedes gastar toda la que quieras. ¡Mohamed! ¡Mohamed! —Al instante un muchacho salió por una puerta contigua—. El doctor John ha vuelto. Tráele una toalla y jabón.

El muchacho fue a cumplir con el encargo, golpeteando con sus chancletas sobre el suelo de baldosas.

—¿Quieres comer? —preguntó Yakub.

—Estoy muerto de hambre. Llevo ocho semanas viviendo a base de alubias y sardinas en lata. No ha pasado noche que no haya soñado con tu pollo al curry.

Yakub se echó a reír.

—¿Lo quieres con patatas fritas?

—Con patatas fritas, pan tierno, una Coca-Cola, y todo lo que puedas servirme.

Yakub soltó otra carcajada.

—Veo que sigues siendo el mismo doctor John de siempre.

El muchacho de las chancletas regresó con una toalla y una pequeña pastilla de jabón y se la tendió al huésped.

—Primero he de hacer una llamada —dijo éste.

—No hay problema. Acompáñame.

El dueño del hotel lo condujo a lo que parecía un cuarto trastero. En él había un expositor de postales, tan manoseadas que tenían las puntas dobladas, y, en lo alto de un archivador, un teléfono. El joven dejó el sobre encima de una silla, descolgó el auricular y marcó.

—¿Podría ponerme con...? —preguntó en árabe al cabo de unos momentos.

Yakub le hizo ademán de que hablase tranquilamente y volvió dos minutos después con el refresco. Pero, como vio que su huésped seguía hablando, dejó la botella encima del archivador y fue a prepararle la comida.

Media hora más tarde, duchado y afeitado, con el cabello peinado hacia atrás revelando una frente quemada por el sol, el joven estaba sentado en el jardín del hotel a la sombra de una palmera, dando cuenta del almuerzo.

—Bueno... ¿y qué ha ocurrido por estos mundos, Yakub? —preguntó mientras partía un trozo de pan y rebañaba el plato.

Yakub bebió un sorbo de Fanta y dijo:

—¿Te has enterado de lo del embajador estadounidense?

—Llevo dos meses sin saber nada de lo que pasa en el mundo. Es como si hubiese estado viviendo en Marte.

—Hicieron estallar una bomba a su paso.

El joven dejó escapar un silbido.

—Hace una semana —añadió Yakub—. En El Cairo. Fueron los de la Espada Vengadora.

—¿Muerto?

—No. Se salvó de milagro.

El joven soltó un gruñido de contrariedad.

—Es una lástima —dijo—. Si acabasen con todos los burócratas, el mundo sería más agradable. En fin... Este curry está formidable, Yakub.

Dos jóvenes europeas se levantaron de una mesa del fondo del jardín. Una de ellas ladeó la cabeza, miró al nuevo huésped y le sonrió. John correspondió con una ligera inclinación de cabeza.

—Me parece que le gustas —dijo Yakub cuando las jóvenes hubieron salido.

—Quizá —dijo John—. Pero en cuanto le diga que soy arqueólogo echará a correr despavorida. ¿Sabes cuál es la primera regla de la arqueología, Yakub? Nunca le digas a una mujer a qué te dedicas. Sería como darle el beso de la muerte.

Acabó de rebañar el plato y se repantigó en la silla. Un enjambre de moscas zumbaba por encima de su cabeza, junto a la palmera. El aire estaba impregnado de olor a leña quemada y a carne a la brasa.

—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —preguntó Yakub.

—¿En Siwa? Una hora más o menos.

—¿Y vuelves al desierto?

—Así es. Vuelvo al desierto.

Yakub meneó la cabeza.

—Llevas un año así. Vuelves en busca de provisiones y desapareces de nuevo. ¿Se puede saber qué haces?

—Mediciones —repuso John con una sonrisa—. Y excavaciones. Trazo planos. Y en los días más entretenidos saco fotografías.

—¿Qué buscas? ¿Alguna tumba?

John se encogió de hombros.

—Más o menos.

—¿Y la has encontrado?

—No lo sé, Yakub. Puede que sí, puede que no. El desierto te juega malas pasadas. Crees haber encontrado algo y después resulta que no es nada. Y en otras ocasiones crees que lo que has encontrado carece de interés y luego resulta que es importante. El Sahara, como lo llamamos en mi país, es una de las regiones más jodidamente endiabladas del planeta.

Sacó del bolsillo de la camisa un cigarrillo y una bolsa de marihuana. Lio un porro, lo encendió y aspiró el humo profundamente. Luego recostó la cabeza contra el tronco de la palmera y exhaló el humo con delectación.

—Fumas demasiado de esa mierda, doctor John —lo reprendió el egipcio—. Te volverá loco.

—Al contrario, amigo mío —replicó el joven suspirando y cerrando los ojos—. Ahí, en pleno desierto, es casi lo único que me mantiene cuerdo.

John salió del hotel al cabo de una media hora. Seguía llevando en la mano el sobre color crema. El sol ya se ponía hacia el oeste, adquiriendo una tonalidad anaranjada. Fue caminando hasta la plaza junto a la que había estacionado el todoterreno, ahora abarrotado de cajas con provisiones. Subió al vehículo, puso el motor en marcha y recorrió unos cincuenta metros hasta la única gasolinera de la población.

—Lleno —indicó al empleado—. Lléneme también las latas; y los bidones de plástico con agua del grifo.

Le lanzó las llaves y se dirigió a la estafeta de correos, que estaba a unos cien metros. Una vez allí abrió el sobre y sacó varias fotografías. Las examinó, volvió a meterlas en el sobre y lo cerró.

—Quiero enviar esto certificado —le dijo al empleado, que cogió el sobre y, tras pesarlo, sacó un impreso de un cajón y empezó a rellenarlo.

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