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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (34 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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El muchacho se acercó a él.

—¡La han encontrado! —gritó, incapaz de dominar su entusiasmo—. La pieza. ¡El doctor Dravic la ha encontrado!

La Espada Vengadora dejó el libro en su regazo y le dirigió una mirada inexpresiva.

—Está escrito que hay que ser moderado en todo, Mehmet —dijo en voz baja—, tanto en la alegría como en la desesperación. No hay por qué gritar.

—Sí, maestro.

El muchacho bajó la cabeza en actitud sumisa.

—Pero también está escrito que debemos congratularnos por la bondad de Alá. De modo que no tienes por qué avergonzarte de tu alegría. Pero domínate, Mehmet. Domínate siempre. Dios así lo quiere; quiere que seamos dueños de nosotros mismos.

Saif al-Thar alzó la mano y Melonet le entregó el mensaje. Su maestro lo leyó y, cuando hubo terminado, lo dobló cuidadosamente y se lo guardó en un bolsillo de la túnica.

—¿No te había dicho que somos los elegidos de Dios? Siempre y cuando sigamos fieles y confiemos en Su grandeza, todo nos será dado. Aquí tenemos la prueba. Hoy es un gran día, Mehmet.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Saif al-Thar como una laguna que se abriese en una tierra reseca y cuarteada. Era la primera vez que Mehmet lo veía sonreír de aquella manera. Sintió el impulso de arrodillarse y besar los pies del maestro, de decirle cuánto lo amaba, lo agradecido que le estaba por todo lo que había hecho por él. Pero se contuvo. Alá quería que fuese dueño de sí mismo. Las palabras de su maestro aún resonaban en sus oídos. Había asimilado la lección y se limitó a sonreír, aunque le estallaba el pecho de alegría.

Saif al-Thar pareció leerle el pensamiento, porque se levantó y posó una mano en su hombro.

—Muy bien, Mehmet —dijo—. Alá recompensa siempre al buen discípulo, igual que castiga al malo. Ahora ve y diles a todos que se preparen. En cuanto conozcamos el lugar empezaremos a enviar el equipo.

El muchacho asintió con la cabeza y fue hacia la entrada caminando hacia atrás.

—Maestro —dijo antes de salir de la tienda—, ¿ahora ya no ocurrirán más cosas malas? ¿Acabaremos con los infieles?

—Por supuesto, Mehmet —respondió Saif al-Thar, con una sonrisa más amplia aún que antes—. ¿Cómo no vamos a destruirlos si disponemos de todo un ejército para ayudarnos?


Allahu akbar!
—exclamó el muchacho entre risas—. Dios es grande.

—Cierto, Mehmet, muy cierto. Y su grandeza escapa a nuestra comprensión.

Cuando el muchacho hubo salido, Saif al-Thar volvió a sentarse junto a la lámpara y cogió el libro que había estado leyendo. Era un pequeño volumen encuadernado en piel muy raída. No estaba escrito en árabe ni en inglés, sino en griego, y se titulaba HPOAOTOY IETOPIAI, la
Historia de Heródoto
.

Aumentó la intensidad de la llama de la lámpara, se acercó el libro a los ojos y suspiró complacido al sumergirse en la lectura.

30

Luxor

El tren de Jalifa llegó a Luxor poco antes de las ocho de la mañana. Después de su pesadilla no había logrado conciliar el sueño. Estaba cansado y le pesaban los párpados. Decidió pasar por su casa y refrescarse antes de ir a la comisaría.

Las fiestas de Abu Haggag empezarían por la tarde y ya se notaba un considerable bullicio en las calles, llenas de tenderetes en los que vendían golosinas y sombreros festivos. Normalmente, Jalifa habría estado deseando que empezasen las fiestas, pero ese día tenía otras cosas en la cabeza.

Encendió un cigarrillo y enfiló la calle Al-Mahatta, olvidándose del bullicio. A pie, su apartamepto estaba a quince minutos del centro de la ciudad, en un bloque de cemento encajado como una ficha de dominó en una hilera de otros bloques idénticos. Batah y Alí ya habían salido para ir a la escuela cuando él llegó, y el pequeño Yusuf dormía en la cuna. Se duchó y Zainab le preparó el desayuno a base de café, pan y queso. La miró admirativamente mientras trajinaba en la cocina. Llevaba el cabello suelto y le llegaba hasta la cintura. Tenía los labios tersos y carnosos, provocativos. Jalifa olvidaba a veces lo afortunado que era por tener una esposa como Zainab, cuyos padres se habían opuesto a su matrimonio, porque él era pobre y procedía de una familia más pobre aún. Pero Zainab era una mujer decidida.

Jalifa sonrió al recordar su lucha.

—¿Por qué sonríes? —le preguntó Zainab al tenderle una bandeja con rodajas de tomate.

—Pensaba en cuando estábamos recién casados; en lo tajantemente que se opusieron tus padres a nuestro matrimonio y... en lo tajante que fuiste tú: «O él o nadie».

—Tenía que haberlos escuchado —dijo ella, sentándose a sus pies—. De no haber sido tan terca ahora yo también tendría un Hosni.

Jalifa se echó a reír y la besó en la cabeza. Su cabello era cálido y fragante, y a pesar de lo cansado que estaba, se sintió excitado. Dejó a un lado la bandeja y rodeó los hombros de Zainab con sus brazos.

—¿Qué tal ha ido todo en El Cairo? —preguntó ella, besándole los dedos.

—Regular. He visto al profesor.

—¿Cómo está?

—Parece que bien. Te envía todo su cariño.

Zainab se arrimó un poco más y posó una mano en una rodilla. Un tirante de su vestido se le había deslizado por el hombro y dejaba ver el nacimiento de sus pechos. Jalifa apartó un poco más la bandeja y atrajo a Zainab hacia sí.

—¿En qué caso estás trabajando? —preguntó ella quedamente deslizando los dedos por su muslo—. Es importante, ¿verdad?

—Sí, creo que sí.

—Cuéntamelo.

—Es complicado —dijo él, acariciándole el pelo.

Zainab sabía que aquélla era una manera de decir que no quería hablar del caso, y no insistió. Se arrimó un poco más a él, alzó la vista y lo besó suavemente en los labios.

—El niño está dormido —le susurró.

Jalifa le acarició el cuello, aspirando la fragancia de su pelo.

—Tendría que irme ya a la comisaría.

Zainab volvió a besarlo, se levantó, se bajó el otro tirante y dejó que el vestido resbalase por su cuerpo. No llevaba nada debajo.

—¿De veras?

Jalifa alzó la vista y recorrió su cuerpo con la mirada. Zainab era estilizada y morena, con unos pechos firmes y unos muslos prietos. Era hermosa. Se puso de pie y la atrajo hacia sí.

—Imagino que el mundo no se hundirá porque llegue un poco tarde.

Se besaron. Zainab lo tomó de una mano y fueron al dormitorio. Ella se sentó en la cama y le desabrochó la camisa y los pantalones, se los bajó y le rodeó la cintura con los brazos. Él la acostó con suavidad y se echó a su lado, acariciándole los pechos, el vientre y los muslos, besándole los hombros, excitándose con el contacto de su piel, con sus anhelantes jadeos...

Sonó el teléfono.

—Deja que suene —dijo Zainab, que se puso encima de él y empezó a besarle el pecho mientras que su melena le rozaba la cara. Estuvieron así unos momentos, acariciándose, pero de pronto, despertado por el timbre del teléfono, el bebé empezó a llorar. Zainab se levantó refunfuñando y se acercó a la cuna. Jalifa se volvió hacia el otro lado de la cama y contestó al teléfono. Era el profesor Al-Habibi.

—Espero no ser inoportuno.

—¡Qué va! Sólo estaba echándole una mano a Zainab... —repuso Jalifa, sonriendo maliciosamente.

Zainab le dirigió una mirada jocosa, sacó al pequeño de la cuna y fue a la habitación contigua deteniéndose un instante a besar a su esposo en la frente.

—Escucha, Yusuf —dijo el profesor—, hay algo que creo que debes saber acerca de los objetos que me dejaste ayer.

Jalifa cogió los pantalones y sacó el paquete de cigarrillos.

—Dígame, profesor.

—Estuve examinándolos, después de que te hubieses marchado, y encontré una inscripción en la empuñadura de la daga, debajo de la tira de piel. Bueno, no es exactamente una inscripción, sino unas palabras toscamente grabadas en el hierro, escritas en griego.

—¿En griego?

—Eso mismo. Se trata de un nombre, probablemente el del dueño de la daga.

—Siga.

—El nombre es Dimacos, hijo de Menendos.

—¿Dimacos? ¿Y le dice algo ese nombre?

—Es muy curioso —contestó Habibi—. Estaba seguro de haberlo visto antes en alguna parte. Tardé bastante en recordar dónde, pero lo encontré.

El profesor hizo una pausa retórica para que sus palabras causaran mayor efecto.

—¿Dónde? —lo apremió Jalifa, impaciente.

—En el Valle de los Reyes, en la tumba de Ramsés VI. Las paredes están cubiertas de inscripciones antiguas, en griego y en copto, y una de ellas de la mano de un tal Dimacos, hijo de Menendos de Naxos. Lo he encontrado en mi ejemplar de un libro de Baillet.

—¿Es la misma persona?

—No puedo tener la certeza absoluta, pero me sorprendería que hubiese existido en Tebas un hombre llamado Dimacos con un padre llamado Menendos. Son nombres muy poco frecuentes.

Jalifa soltó un silbido de asombro.

—Increíble —dijo.

—Desde luego. Pero no tan increíble como lo que voy a decir a continuación.

El profesor hizo una nueva pausa retórica y Jalifa volvió a apremiarlo.

—El tal Dimacos no dejó en la tumba sólo su nombre. También dejó una inscripción.

—¿Y qué dice esa inscripción?

—Bueno... está incompleta. Debieron de escribir otra cosa encima o se interrumpió a medio...

Jalifa oyó ruido de papeles al otro lado de la línea.

—La inscripción dice: «Yo, Dimacos, hijo de Menendos de Naxos, vi estas maravillas. Mañana marcharé contra los amonitas. Si yo...». Y ahí se detiene.

Jalifa seguía sin encender el cigarrillo.

—Los amonitas... —dijo, pensando en voz alta—. ¿No es ése el nombre que daban los griegos a los habitantes de Siwa?

—Exactamente; del nombre del dios Amón, que tenía su oráculo en el oasis. Y, que se sepa, sólo se envió una expedición militar contra los amonitas en aquella época.

—¿Cuál?

Otra pausa.

—El ejército de Cambises.

Jalifa rompió por la mitad el cigarrillo que tenía entre los dedos, sin percatarse de ello.

—¡El ejército de Cambises! El que se perdió en el desierto, ¿verdad?

—Así lo cree la historia.

—Pero no hubo supervivientes. ¿Cómo puede haberse encontrado una daga que perteneciese a uno de los soldados de aquel ejército?

—Bueno... ésa es la cuestión.

Jalifa oyó que el profesor chupaba su pipa. Sacó otro cigarrillo del paquete y lo encendió.

—Está seguro de que la daga procede de una tumba tebana, ¿no? —dijo Habibi.

—Creo que sí —contestó Jalifa—; o, mejor dicho: estoy seguro.

—En tal caso, caben varias explicaciones. Quizá Dimacos no llegase a marchar con aquel ejército; o quizá la daga hubiese pasado a manos de otra persona cuando Dimacos se unió a la expedición. O puede que Heródoto estuviese mal informado y el ejército no fuese aniquilado por una tormenta de arena.

—Pero también es posible que el ejército fuese efectivamente aniquilado por una tormenta de arena y que Dimacos sobreviviese.

—Ésa es, creo yo, la posibilidad menos probable —repuso el profesor—. Aunque, desde luego, la más apasionante.

Jalifa dio una profunda calada a su cigarrillo. Era consciente de que no debía fumar en el dormitorio mientras el niño durmiese allí, pero no podía evitarlo. Decidió abrir la ventana. Los datos se habían agolpado en su cabeza tan rápidamente que no acertaba a encajarlos para dar forma a una hipótesis con sentido.

—Supongo que la tumba de un soldado del ejército de Cambises sería todo un hallazgo, ¿no?

—Si fuese auténtica, por supuesto que sí. Constituiría un hallazgo extraordinario.

¿Sería ése el motivo, que Abu Nayar hubiera descubierto la tumba de un soldado del ejército de Cambises? Tal como el profesor acababa de decir, supondría un gran hallazgo, uno de los más importantes que se hubiesen hecho en Egipto en muchos años. Sin embargo, eso no explicaba por qué Dravic se tomaba tantas molestias por un simple fragmento de texto jeroglífico, y no daba ninguna importancia a los otros objetos encontrados en la tienda de Iqbar. En efecto, ahí faltaba una «pieza». Tenía que haber algo más.

—¿Y el propio ejército? —preguntó Jalifa sin apenas reflexionarlo.

—¿Qué quiere decir?

—El ejército perdido de Cambises. Si se encontrase... también sería un hallazgo importante, ¿no?

—Me temo que eso es ya entrar en el terreno de la fantasía, Yusuf. El ejército quedó sepultado en el desierto. Nunca lo encontrarán.

—Pero ¿y si lo encontrasen?

—Pues... me parece que no es necesario que te diga lo importante que sería.

—No, claro... —dijo Jalifa, que arrojó el cigarrillo por la ventana y agitó la mano para disipar el humo.

—¿Yusuf?

—Sí, perdone, es que estaba pensando. ¿Y qué más puede decirme del ejército de Cambises, profesor?

—Me temo que no mucho. No soy especialista en esa época. Tendrías que hablar con el profesor Ibrahim az-Zahir, que ha consagrado casi toda su vida a estudiarla.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con él?

—Está ahí, en Luxor. Pasa seis meses al año en la residencia para los miembros de la misión arqueológica de la Universidad de Chicago. El año pasado tuvo un infarto y, aunque va mejorando, empieza a fallarle la cabeza.

Jalifa le dio las gracias al profesor, le prometió que iría a cenar con él la próxima vez que estuviese en El Cairo y colgó el auricular. Fue enseguida al salón. Zainab acunaba al bebé todavía desnuda. Jalifa los abrazó a los dos.

—He de marcharme ahora mismo.

—¡Y yo aquí intentando que vuelva a dormirse!

—Perdona, es que...

—Bromeaba. Ya sé que tienes que marcharte —dijo ella con una sonrisa, y lo besó—. Anda, ve. Y no olvides que los niños tienen el desfile esta tarde. Les he dicho a Batah y Alí que iríamos a verlos. Es a las cuatro. Sé puntual.

—No te preocupes —contestó Jalifa—. Volveré a tiempo. Te lo prometo.

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