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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (15 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Al cabo de diez minutos llegó frente a una pollería. El dueño mataba pollos en la acera. Sacaba a los animales de una jaula, los degollaba con un cuchillo y los echaba en un barril de plástico, todavía aleteando débilmente. Un semicírculo de curiosos se había congregado a mirar y Tara se unió a ellos. El espectáculo le repugnaba, pero no podía evitar sentir curiosidad.

Estaba tan hipnotizada viendo degollar a los pollos, que al principio no reparó en los dos hombres que la observaban. Pero al cabo de un par de minutos los vio. Eran dos tipos con barba, vestidos con galabeya y turbantes negros. Ambos la miraban fijamente.

Ella les sostuvo la mirada por un instante y luego volvió a prestar atención a la degollina. El pollero echó otros dos pollos al barril y entonces Tara volvió a mirar a los barbudos, que seguían sin quitarle ojo con expresión impasible. Había algo en su aspecto que inquietó a Tara, que pronto se separó del grupo y siguió su camino. Los barbudos aguardaron unos momentos y luego fueron tras ella.

Cuando sólo había recorrido unos cincuenta metros, Tara se detuvo ante una tienda en la que vendían tableros de backgammon. Los barbudos se detuvieron a su vez sin preocuparse en disimular que la vigilaban. Al reanudar la marcha, los barbudos fueron tras ella manteniendo unos treinta metros de distancia, sin perderla de vista. Tara apresuró la marcha y giró a la derecha en una esquina. A los pocos pasos advirtió que continuaban siguiéndola y empezó a ponerse nerviosa. La calle era aún más estrecha que la anterior, y se angostaba a medida que avanzaba, como si las fachadas de los edificios de ambos lados fuesen mandíbulas que amenazasen con triturarla. Cada vez era más difícil pasar entre el gentío. Más adelante vio otra bocacalle, a la derecha, y se abrió camino para girar por allí.

Era una callejuela desierta, y por un segundo sintió alivio al cesar los apretones. Pero de inmediato temió haber cometido un error, pues al no haber nadie a quien pedir ayuda corría aún más peligro. Giró en redondo con la intención de regresar a la otra calle, pero sus perseguidores habían acelerado el paso más de lo que ella suponía y ahora estaban a menos de diez metros. Se los quedó mirando unos instantes y luego dio media vuelta y echó a correr. A los pocos segundos notó que le pisaban los talones.

—¡Socorro! —gritó con voz ahogada y débil, como si lo hiciese a través de una gruesa tela.

Cincuenta metros más adelante se adentró por otro callejón, luego giró a la derecha y después a la izquierda, sin importarle ya hacia dónde pudiese ir, sin otro propósito que alejarse de aquellos hombres. Se detuvo y llamó a uno de los portones que flanqueaban el callejón, pero nadie contestó, y al cabo de unos segundos reemprendió la carrera. Oía las pisadas de sus perseguidores, que resonaban de tal manera que parecían oírse también por delante de ella. Había perdido por completo el sentido de la orientación. Creyó que la cabeza le estallaría de un momento a otro, y el pánico le hizo sentir náuseas.

Siguió corriendo, zigzagueando por el laberinto de callejas, hasta que al fin llegó a un plazoleta iluminada por el sol, de la que partían tres calles en distintas direcciones. Había una gran palmera en el centro y un hombre sentado a su sombra. Tara corrió hacia él.

—Por favor. Por favor, ¡ayúdeme! —le rogó.

El hombre alzó la vista. Tenía los ojos de un color blanco lechoso.

—Una limosna —dijo alargando una mano—. Una limosna.

—No —dijo ella entre dientes, desesperada—. Nada de limosna. ¡Le estoy pidiendo ayuda!

—Una limosna —repitió el ciego, agarrándola de la manga de la blusa—. Una limosna.

Tara tiró de la manga pero el hombre no la soltó.

—¡Una limosna! ¡Una limosna! —persistió el ciego.

Tara oyó gritos y ruido de pisadas, pero no procedían de la calle por la que había llegado a la plaza, sino de una de las otras tres. Miró alrededor, tratando de detectar de cuál de las calles procedían las pisadas, que resonaban como si alguien hiciese sonar un tambor. Por un instante permaneció inmóvil, sin saber hacia dónde ir. Luego, sobreponiéndose al pánico, tiró de la manga de su blusa con fuerza y logró que el ciego la soltase. Optó por echar a correr hacia la calle opuesta a aquélla por la que había venido. Pero antes de que le diese tiempo a internarse en ella, vio a los dos barbudos correr en su dirección. Giró en redondo y, como impulsada por una intuición, fue hacia la calle por la que había desembocado en la plaza. Al verla ir hacia allí los barbudos aminoraron el paso y, de otra de las bocacalles, asomó entonces el gigantón que Tara había visto en Saqqara y frente a su hotel. Llevaba un traje arrugado y su cara pecosa estaba perlada de sudor. La miró fijamente, jadeando, se llevó una mano al bolsillo y sacó lo que parecía una pequeña paleta de albañil.

—¿Dónde está? —masculló avanzando hacia ella—. ¿Dónde está la pieza?

—No sé de qué me habla —repuso Tara con voz entrecortada—. Creo que se equivoca de persona.

—¿Dónde está? —insistió él—. La pieza que falta. Los jeroglíficos. ¿Dónde están los jeroglíficos?

El gigantón estaba ahora casi en mitad de la plaza, muy cerca de la palmera.

—¡Una limosna! —gimoteó el ciego, cogiendo al gigantón de una manga de la chaqueta—. ¡Una limosna!

El gigantón trató de soltarse, pero no pudo. Lanzó una maldición al ciego y lo golpeó en la nariz con la paleta. Se oyó un crujido, como si acabasen de partir una rama, y un grito de dolor. Tara aprovechó el momento de distracción del gigantón y echó a correr hacia una de las calles. Pero de nuevo oyó que la perseguían. Giró a la izquierda y pasó por debajo de una arcada y por una especie de túnel que conducía a un patio en el que había muchas mujeres lavando la ropa. Pasó por su lado y por debajo de otra arcada salió a una calle, bastante transitada en aquellos momentos, llena de tenderetes. Aminoró el paso para recobrar aliento y luego siguió adelante. Pero, casi de inmediato, unas fuertes manos la agarraron por detrás y la obligaron a volverse.

—¡No! —gritó ella—. ¡Suélteme!

Tara se rebulló como una fiera dando puñetazos sin saber dónde ni a quién.

—¡Tara!

—¡Suélteme!

—¡Tara!

Era Daniel. Al alzar la vista hacia él vio los dos minaretes gemelos que se elevaban hacia el pálido cielo de la tarde. A pocos pasos estaba la arcada de piedra cercana al hotel. Después de tantas vueltas no había hecho más que regresar al punto de partida.

—¡Quieren matarme! —gritó fuera de sí—. Quieren matarme. Y creo que son los mismos que mataron a mi padre.

—¿Quién? ¿Quién quiere matarte?

—Ellos.

Tara dio media vuelta y señaló hacia la calle. Pero había tanta gente que, aunque sus perseguidores hubiesen estado allí, habría sido imposible verlos. Siguió mirando hacia la gente con expresión de impotencia y luego, volviéndose hacia Daniel, apoyó la cabeza en su hombro y lo abrazó.

Luxor

Al alejarse del templo de Hatshepsut, reflexionando en lo que Suleimán le había dicho, Jalifa pasó por delante de dos muchachos que subían hacia Dra Abu el-Naga a lomos de sendos camellos. Reían y fustigaban a sus monturas con palos, urgiéndolas con los tradicionales gritos de los camelleros
Yalla besara!
y
Yalla nimsheh!
, que significan «¡deprisa!» y «¡vamos! ». Los siguió con la mirada y, de pronto, el presente pareció evaporarse y retrotraerlo a su infancia; de nuevo se vio en el establo de camellos de Gizeh con su hermano Alí, en los viejos tiempos, antes de la tragedia. Jalifa nunca había estado seguro del momento en que Alí había empezado a relacionarse con Saif al-Thar. No había sido algo súbito, sino una integración gradual, una especie de lento efecto dominó que había empujado inexorablemente a su hermano, alejándolo de sus amigos y de la familia para conducirlo por el camino de la violencia. Jalifa había pensado a menudo que, de haber reparado antes en ello, de haber comprendido lo mucho que estaba cambiando Alí, de lo mucho que estaba endureciéndose, quizá hubiese podido hacer algo para evitarlo. Pero no lo notó. O tal vez prefirió convencerse a sí mismo de que las cosas no eran tan graves como parecían. Ésa fue la causa de que Alí muriese. Y se culpaba por ello.

El Islam siempre había sido parte de sus vidas, y, como ocurría con cualquier otra gran confesión religiosa, había un elemento de ira en ella. Jalifa recordaba que el imán de su mezquita local, en su
jutba
de los viernes, la emprendía contra los sionistas, los estadounidenses y el gobierno de Egipto, advirtiendo que los infieles querían destruir la
umma
, la comunidad musulmana. No le cabía duda de que las palabras del imán habían arraigado en la mente de Alí. Y, si era sincero consigo mismo, tampoco podía negar que habían arraigado en su propia mente. Porque, gran parte de lo que decía el imán era cierto. Había mucha maldad y mucha corrupción en el mundo. Lo que los israelíes estaban haciendo con los palestinos era imperdonable. Los pobres y los menesterosos eran ignorados, mientras que los ricos se enriquecían cada vez más.

Sin embargo, Jalifa nunca asoció estos problemas con el recurso de la violencia. En cambio, Alí había cruzado lentamente el puente que conducía a la lucha armada.

Al principio, todo fue bastante inocente, y se limitaba a conversaciones, lecturas y reuniones ocasionales. Más adelante empezó a asistir a asambleas, a repartir octavillas e incluso a hablar en público. Cada vez dedicaba menos tiempo a sus libros de historia y más a las obras religiosas.

—¿Qué es la historia sin la fe? —le dijo a Jalifa en una ocasión—. La verdad no se encuentra en las obras de los hombres sino en la palabra de Dios.

Alí hizo muchas cosas buenas, y eso fue lo que indujo a Jalifa a pensar que no había nada que temer en el cambio que se estaba produciendo en su hermano. Alí había recaudado dinero para los pobres; había dedicado parte de su tiempo a enseñar a niños analfabetos; y había hablado en nombre de quienes no tenían voz. Sin embargo, su retórica se fue endureciendo hasta llegar a impregnarse de ira. Terminó por implicarse en las organizaciones fundamentalistas, uniéndose a facciones cada vez más extremistas, hasta sumirse en un torbellino en el que la fe y la ira se confundían. Y, al cabo de cierto tiempo, inevitablemente, se unió a la organización de Saif al-Thar.

Saif al-Thar. Aquel nombre estaba grabado a fuego en la mente de Jalifa. Él había corrompido a Alí. Él lo había inducido a hacer las cosas que hizo. Y él también era quien lo había enviado a una muerte terrible hacía catorce años.

Y ahora, con el caso de Nayar, el círculo parecía cerrarse. Ahora no se limitaba a investigar un asesinato, sino que también quería vengarse. Saif al-Thar. Estaba seguro de que había sido él. El pasado siempre termina por darnos alcance, por mucho que corramos.

El insistente sonido de un claxon lo arrancó de sus reflexiones. Iba tan ensimismado que no vio el autocar de turistas que se le echaba encima. Saltó a la acera a tiempo y buscó con la mirada a los dos jóvenes camelleros, pero ya habían desaparecido por una esquina.

Jalifa encendió un cigarrillo, dirigió la mirada hacia el autocar que había estado a punto de atropellarlo y luego prosiguió su camino por la calle, cuyo asfalto reverberaba con el calor del mediodía.

El Cairo

—No debería haberte dejado —dijo Daniel.

—¿Te refieres a esta mañana o a hace seis años?

Daniel la miró.

—Concretamente a esta mañana —repuso.

Estaban de nuevo en la habitación del hotel, Tara en el sofá, con las piernas encogidas y el mentón apoyado en las rodillas, y Daniel de pie junto a la ventana. Ella se había tomado un whisky pero aún temblaba al recordar lo que acababa de ocurrir.

—Estaba citado con una persona en el museo —prosiguió él—. Y me entretuve más de lo que esperaba. Tendría que haberte prevenido acerca de cómo es este barrio. Puede ser peligroso para los extranjeros, sobre todo si son mujeres. Hay ladrones, navajeros...

—Ésos no eran navajeros —lo interrumpió Tara—. Los conozco.

Daniel enarcó las cejas.

—Por lo menos a uno de ellos —puntualizó Tara—. Lo vi en Saqqara el día que encontré a mi padre muerto, y más tarde en el hotel. No es egipcio.

—¿Y dices que te han seguido?

—Sí.

Daniel guardó silencio por unos instantes y luego se acercó al sofá, se sentó junto a ella y le tomó una mano.

—Has pasado un par de días difíciles, Tara. Primero lo de tu padre, y ahora esto. Creo que quizá estés sacando las cosas de quicio.

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