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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (14 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Más tarde, después de desayunar un par de huevos duros y un poco de queso, Jalifa cruzó el río y tomó un taxi hasta Dra Abu el-Naga. Una vez allí pagó las veinticinco piastras de la carrera y echó a caminar hacia el templo de Hatshepsut en Deir el-Bahari, que siempre había sido uno de sus monumentos favoritos. Era un complejo impresionante de patios, terrazas y columnatas, excavado en la roca viva al pie de la pared de un acantilado de cien metros de altura. Siempre lo sobrecogía la audacia de la construcción. Era una de las maravillas de Luxor, de todo Egipto y del mundo. Aunque también era una maravilla empañada por la tragedia. En 1997, sesenta y dos personas, casi todas ellas turistas, habían muerto allí a manos de los fundamentalistas. Jalifa había interrogado por entonces a algunas personas de un poblado próximo y había sido uno de los primeros policías en llegar al lugar del atentado. Estuvo meses despertándose por la noche bañado en sudor, oyendo de nuevo el chapoteo de sus pies sobre el suelo, cubierto de sangre. Desde aquel día, siempre que veía el templo su admiración se mezclaba con un estremecimiento en ocasiones cercano a la náusea.

Siguió caminando hasta llegar a una hilera de tiendas de recuerdos, situadas a la derecha de la carretera. Los dueños estaban en la entrada, llamando la atención de los turistas, invitándolos insistentemente a entrar a ver sus artículos, los mejores y más baratos de Egipto: postales, bisutería, sombreros para protegerse del sol y estatuillas de alabastro. Uno de ellos abordó a Jalifa mostrándole una camiseta con un llamativo jeroglífico estampado. Pero el inspector lo alejó, giró hacia la derecha, cruzó un aparcamiento asfaltado y se detuvo al llegar frente a un tráiler en el que se habían instalado los lavabos.

—¡Suleimán! —llamó—. ¡Eh, Suleimán! ¿Está ahí?

Un hombre menudo con una galabeya de color verde pálido emergió de la caravana cojeando ligeramente. Una larga cicatriz cruzaba su frente en diagonal, desde el ojo izquierdo hasta el nacimiento del cabello.

—Vaya, ¿es usted, inspector Jalifa...?


Salaam Aleikum
. ¿Cómo está, amigo mío?


Kwayyis, hamdu-lilah
—repuso Suleimán con una sonrisa—. Bien. Doy gracias a Alá por ello. ¿Tomará una taza de té conmigo?

—Sí, gracias.

—¡Siéntese, siéntese!

Suleimán señaló hacia un banco de madera que estaba a la sombra de un edificio cercano y puso a hervir agua en una tetera detrás de la caravana. Cuando tuvo preparado el té, sirvió dos vasos y fue hacia el banco, pisando con cuidado, como si temiese tropezar. Le dio un vaso a Jalifa y se sentó, dejando el suyo en el banco, a su lado. Jalifa le tendió una bolsa de plástico.

—Cigarrillos.

Suleimán metió la mano en la bolsa y sacó un cartón de cigarrillos Cleopatra.

—No tenía que haberme traído nada, inspector. Soy yo quien está en deuda con usted.

—No me debe nada.

—¿Nada? ¡Le debo la vida!

Cuatro años atrás, Suleimán al-Rashid trabajaba de vigilante en el templo. Estaba de servicio el día en que los fundamentalistas habían cometido el atentado. Lo alcanzaron con un disparo en la cabeza al tratar de proteger a un grupo de mujeres y niños suizos. Después del ataque lo dieron por muerto, pero Jalifa examinó el cuerpo y al notar que aún le latía el corazón llamó a una ambulancia, que lo trasladó de inmediato al hospital. Estuvo debatiéndose varias semanas entre la vida y la muerte, y al fin se recuperó. Pero quedó ciego y no pudo volver a su trabajo de vigilante del templo. De modo que le encontraron empleo como encargado de uno de los móviles.

—¿Cómo está esa cabeza? —preguntó Jalifa.

Suleimán se encogió de hombros y se frotó las sienes.

—Regular —repuso—. Hoy me duele un poco.

—¿Va al médico?

—¡Médicos! ¡Menudos son!

—Si le duele, debería hacer que le vieran.

—Ya estoy bien como estoy. Gracias.

Suleimán siempre había sido un hombre orgulloso y Jalifa sabía que era mejor no insistir. Le preguntó por su esposa y por sus hijos y bromeó con él porque su equipo favorito, el El-Ahli, había perdido contra el suyo, el El-Zamalk, en el reciente derby cairota. Luego permanecieron en silencio por unos instantes. Jalifa observó a un grupo de turistas que descendía de un autocar.

—Necesito su ayuda, Suleimán —dijo entonces.

—Cuente con ella. Sólo tiene que pedirme lo que necesite.

Jalifa tomó un sorbo de té. Se sentía mal por implicar a un amigo. Suleimán ya había sufrido mucho. Pero podía más su sentido del deber, y necesitaba información. Suleimán siempre estaba al corriente de cuanto ocurría.

—Creo que se ha hecho un nuevo descubrimiento —dijo el inspector—. Una tumba o un escondrijo. Algo importante. Nadie suelta prenda y eso es sorprendente, a menos que no sea sólo la codicia lo que los induzca a no hablar, sino el temor. Las personas a las que he interrogado hasta ahora están muy asustadas. —Apuró el té y añadió—: ¿Ha oído usted algo?

Suleimán guardó silencio y siguió frotándose las sienes.

—Preferiría no preguntárselo, créame —prosiguió Jalifa—. Pero ya han matado a un hombre y no quiero que muera nadie más.

Suleimán siguió en silencio.

—¿Se ha descubierto una nueva tumba? —inquirió Jalifa—. Creo que ocurren pocas cosas por aquí de las que usted no se entere.

—Sí. He oído rumores —dijo al fin Suleimán—. Nada concreto. Como usted ha dicho, la gente está asustada. —Volvió la cabeza en dirección a las colinas, dirigiendo sus ojos ciegos hacia los resplandecientes muros de roca de color pardoamarillento.

—¿Cree que nos vigilan? —preguntó Jalifa mirando en la misma dirección.

—Sí, inspector. Nos vigilan. Están en todas partes, como las hormigas.

—¿Quiénes están en todas partes? ¿Qué sabe usted, Suleimán? ¿Qué ha oído?

Suleimán bebió unos sorbos de té. Jalifa reparó en que le lagrimeaban los ojos.

—Rumores —musitó Suleimán—. Rumores —repitió—. Palabras sueltas.

—¿Por ejemplo?

—Que han encontrado una tumba —repuso en voz baja Suleimán.

—¿Y?

—Que contiene algo extraordinario, de un valor incalculable.

Jalifa meneó el vaso para remover los posos.

—¿Tiene idea de dónde la han descubierto?

Suleimán señaló hacia las colinas con un movimiento de la cabeza.

—Por ahí arriba —dijo.

—Eso es muy vago. ¿No puede concretar más?

—No.

—¿Está seguro?

—Seguro.

Se produjo una larga pausa. Oyeron un rebuzno a sus espaldas y a una pareja de europeos discutir con un taxista sobre el precio de la carrera.

—¿Por qué está todo el mundo tan asustado, Suleimán? —preguntó Jalifa en tono amable—. ¿A quién temen?

Silencio.

—¿Contra quién tendré que vérmelas? —persistió el inspector. Suleimán se levantó y recogió los dos vasos vacíos, como si no hubiese oído la pregunta.

—¿Quiénes son, Suleimán?

Suleimán echó a andar hacia el tráiler.

—Saif al-Thar —dijo sin volver la cabeza—. Es a Saif al-Thar a quien temen. Lo lamento, inspector. Tengo trabajo que hacer. Me alegro de que haya venido.

Subió los tres peldaños del tráiler y desapareció en el interior cerrando la puerta tras de sí. Jalifa encendió un cigarrillo y se recostó contra el respaldo del banco.

—Saif al-Thar —susurró—. ¿Cómo no he pensado antes que se trataba de ti?

Abu Simbel

El joven egipcio se mezcló entre la gente con su gorra de béisbol calada hasta las cejas. Su aspecto no era distinto del de otros turistas que se arremolinaban alrededor de la base de las cuatro gigantescas estatuas, salvo porque parecía musitar para sí y no mostrar excesivo interés en las enormes esculturas sedentes. Su atención se concentraba en los tres agentes de policía con uniforme blanco que estaban sentados en un banco cercano. Miró el reloj, descolgó la bolsa que llevaba al hombro y la abrió.

Era media mañana. Un contingente de turistas estadounidenses comenzó a descender de dos autocares. Todos llevaban camisetas amarillas. Casi al instante, los rodeó un enjambre de vendedores de postales y baratijas.

El joven puso una rodilla en tierra y metió las manos en la bolsa. A su izquierda, un nutrido grupo de turistas japoneses escuchaba a una guía, que sostenía en alto un banderín blanco para que viesen dónde estaba.

—El gran templo fue construido por el faraón Ramsés II en el siglo XIII antes de Cristo —gritó—. Y lo consagró a los dioses Ra, Amón y Ptah...

Uno de los tres agentes estaba mirando al joven de la bolsa. Sus dos compañeros fumaban y charlaban.

—Las cuatro estatuas sedentes representan al rey-dios Ramsés. Tienen más de veinte metros de altura...

Los turistas estadounidenses habían empezado a llegar. Reían y charlaban. Uno de ellos llevaba una cámara de vídeo y estaba dándole instrucciones a su esposa para que se adelantase, se situase más a la izquierda y sonriese. El joven egipcio se irguió con una mano dentro de la bolsa. El agente que seguía observándolo les hizo una seña a sus compañeros, que interrumpieron la conversación y miraron también al joven.

—Las estatuas más pequeñas que están entre las piernas de Ramsés representan a la madre del rey, Muttuya, a su esposa favorita, Nefertari, y a varios de sus hijos —explicó la guía.

El joven egipcio, que seguía musitando, elevó de pronto la voz. Varias personas se volvieron a mirarlo. Él cerró los ojos por un instante y luego, con una amplia sonrisa, sacó la mano de la bolsa empuñando un subfusil Heckler and Koch, al tiempo que se quitaba la gorra y dejaba ver una cicatriz vertical en el entrecejo.

—¡Saif al-Thar! —gritó, y apretó el gatillo.

Se oyó un «clic» pero el arma no se disparó.

Los tres agentes se pusieron en pie empuñando sus fusiles. Los turistas permanecieron donde estaban, horrorizados. Por un momento reinó el silencio, mientras el terrorista apretaba frenéticamente una y otra vez el gatillo. De pronto, el subfusil se disparó y proyectó una lluvia de balas contra la gente. Los proyectiles alcanzaron a numerosas personas y provocaron un baño de sangre. Quienes no fueron alcanzados echaron a correr enloquecidos, unos alejándose del terrorista y otros, ofuscados, lanzándose hacia él. Era un clamor de gritos de dolor y de pánico. El hombre de la cámara de vídeo se desplomó y los tres policías también fueron abatidos. El joven cantaba y reía a la vez que disparaba.

Las ráfagas duraron sólo unos diez segundos, los suficientes para dejar el lugar sembrado de cadáveres a los pies de las cuatro estatuas. El subfusil volvió a encasquillarse y de nuevo se hizo el silencio. El terrorista porfió con el arma por unos instantes y finalmente la dejó caer al suelo y echó a correr hacia el desierto. Pero no fue muy lejos. Cinco de los vendedores de baratijas lo persiguieron, lo alcanzaron, lo arrastraron por el suelo y lo patearon con sus pies desnudos.

—¡Saif al-Thar! —gritaba el joven, que echaba sangre por la nariz y por la boca, pero sin dejar de reír—. ¡Saif al-Thar!

16

El Cairo

Tara despertó sobresaltada. Se incorporó y al mirar alrededor, vio que se encontraba en la habitación del hotel de Daniel. Se maldijo al pensar que quizá hubiesen... Pero entonces reparó en que estaba completamente vestida y vio sábanas en el sofá, donde al parecer había dormido él. Miró el reloj. Era casi mediodía.

—¡Joder! —masculló saltando de la cama.

Le dolía la cabeza y le palpitaban las sienes.

Vio una botella de agua mineral junto a la cama, la destapó y bebió un largo trago. A sus oídos llegó el bullicio de la calle. Daniel no estaba, y al parecer no había dejado ninguna nota.

Se sintió inexplicablemente sucia por el encuentro de la noche anterior, como si haber ido allí equivaliese a haberse traicionado. Pensó en abandonar la habitación rápidamente, antes de que él regresara. Se terminó la botella de agua y escribió una nota sin dejarle sus señas, excusándose por haberse quedado dormida. A continuación recogió su bolso y se marchó.

Una vez en la calle se encaminó hacia la arcada de piedra por debajo de la cual habían pasado la noche anterior. Pero, luego, temerosa de topar con Daniel, dio media vuelta y avivó el paso en dirección contraria, internándose por las callejuelas del barrio islámico.

Hacía calor y el aire era casi irrespirable. Las calles estaban atestadas a aquella hora y para avanzar tenía que abrirse paso entre la gente. Se cruzó con unas mujeres que llevaban cestas en la cabeza llenas de pan tierno, pasó junto a varios vendedores ambulantes y unos niños montados en sendos asnos. En otras circunstancias, aquel ambiente le hubiese resultado atractivo; los sonidos y olores exóticos; los coloristas tenderetes, con sus cestitos de dátiles y de pétalos secos de hibisco, las jaulas de conejos, patos y pollos. Pero estaba demasiado cansada y confusa para admirar el colorido.

De pronto, oyó unos ruidos estridentes; el martilleo procedente de los talleres de los artesanos del barrio, los motores de las motocicletas, la música de las radios a todo volumen. Se sintió aturdida y desorientada. Además, el olor a basura y a especias empezó a producirle náuseas, aparte de que las callejas eran tan estrechas y había tanta gente que sentía claustrofobia. Pasó por delante de un grupo de muchachos que descargaban planchas de bronce de un camión, de una niña que estaba de pie encima de un montón de sacos de yute, de dos viejos que jugaban al dominó en la acera. Tenía la sensación de que todos la miraban. Un hombre que estaba en un andamio de madera le gritó algo, pero ella no hizo caso y siguió avanzando a trompicones, impaciente por encontrarse de nuevo en la fresca y silenciosa habitación de su hotel.

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