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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (30 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Tara tuvo la impresión de cruzar una altiplanicie. A su derecha, el terreno se empinaba suavemente bloqueándoles la vista en aquella dirección; a su izquierda, se extendía un llano de varios centenares de metros de longitud, que luego se desdibujaba formando riscos y torrenteras secas. A lo lejos, se elevaban las cumbres más altas, negras, recortadas contra un cielo gris azulado. Tara no tenía ni idea de adónde iban, y en realidad no le importaba. Se sentía feliz por estar al lado de Daniel, y todo lo demás quedaba en segundo plano.

Tras una hora de caminata, Daniel empezó a aflojar el paso y luego se detuvo. A partir de allí, el sendero descendía ligeramente y cruzaba el cauce seco de un río, zigzagueando de izquierda a derecha como el surco que deja una serpiente. Tara rodeó la cintura de Daniel con sus brazos.

—Estás temblando —dijo.

—Tengo frío —respondió él—. Había olvidado cómo refresca por aquí por la noche.

Tara introdujo las manos en los bolsillos posteriores de los tejanos de Daniel y arrimó la cara a su cuello.

—¿No crees que tendríamos que ir pensando en regresar? —dijo—. Llevamos fuera casi tres horas. Omar debe de estar preocupado.

—Sí, supongo que tendríamos que dar media vuelta.

Ninguno de los dos se movió. Una estrella fugaz cruzó el cielo.

—Con luz, podríamos regresar por otro camino —dijo Daniel—. Hay muchos senderos. Pero es mejor no aventurarse en la oscuridad. Estas colinas están llenas de fosas de antiguas tumbas. Si se sale uno del sendero y cae en una de ellas tiene muchas probabilidades de no poder salir. Hace varios años una canadiense cayó en una en Deir el-Bahari. Nadie la oyó gritar. Y murió de hambre. Cuando encontraron su cuerpo... —Dejó la frase sin concluir y se puso tenso.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tara.

—Me parece que he oído... ¡Escucha!

Tara no percibió más que el viento.

—¿Qué ocurre? —repitió.

—Es que oigo... ¡Escucha!

Entonces ella también lo oyó. Procedía de su izquierda, de los riscos. Era un leve repiqueteo, como los golpes amortiguados de un martillo contra un yunque. Alguien se acercaba. Ella entornó los ojos para aguzar la vista, pero estaba demasiado oscuro.

—Tal vez se trate de una patrulla del ejército —dijo Daniel con voz queda—. Será mejor que no nos descubran —añadió tirando de ella para saltar al otro lado de un arroyuelo.

Se ocultaron detrás de una peña, agachados, al amparo de las sombras.

—¿Y qué problema hay en que nos descubran?

—Sospechan de cualquiera que ronde por aquí de noche. Son muy cortos de entendederas y aunque somos occidentales y lo más probable es que no hubiese problemas, en la actual situación creo que es mejor eludir todo contacto con las autoridades.

Se asomaron un poco por detrás de la peña.

—¿Y si nos ven?

—Quédate donde estás y asegúrate de que crean que eres una turista. Estas patrullas suelen estar formadas por jóvenes soldados de reemplazo, y tengo entendido que les gusta apretar el gatillo.

Seguían oyendo pisadas, cada vez más cercanas. También oyeron voces quedas y un canturreo. Tara se mordió el labio inferior. «Menuda suerte la nuestra —pensó—. Después de todo lo que hemos pasado, terminar muriendo por error...» Notaba la presión de la mano de Daniel en su brazo. Estaba tenso. Al cabo de un minuto vieron a los miembros de la patrulla. Entre una retícula de sombras y rayos de luna empezaron a asomar siluetas junto a un arroyo seco. Eran nueve, en fila india. Los dos últimos portaban lo que parecía un ataúd, y abriendo la marcha iba un hombre alto, con un traje de color claro. Tara se estremeció.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó con voz ahogada—. ¡Es él!

Al inclinarse un poco hacia delante para ver mejor, movió un pie que hizo resbalar grava hasta el arroyuelo. El sonido que produjo al caer al agua resonó en la noche. Daniel la sujetó del brazo y tiró de ella hacia el otro lado de la peña tapándole la boca con la mano. Permanecieron inmóviles, sin apenas respirar. Las pisadas seguían avanzando hacia ellos, hasta llegar tan cerca que Tara pudo oír con claridad las voces. Parecía inevitable que los descubriesen, y Tara tensó los músculos de las piernas, dispuesta a echar a correr. Pero, cuando ya los tenían casi encima y olió el aroma del cigarro de Dravic, la columna dio media vuelta en dirección al valle del Nilo.

Dejaron pasar un minuto, al cabo del cual Daniel se incorporó y se asomó por el borde de la peña.

—Se han marchado —dijo.

Tara se arrimó a él siguiendo con la mirada a las figuras que se perdían en las sombras.

—¿Qué estarían haciendo aquí arriba? —musitó Tara.

—Han estado en una tumba.

Tara le dirigió una mirada inquisitiva.

—¿Qué crees, que iban a estar dando un plácido paseo a la luz de la luna portando un féretro? —Salió de detrás de la peña y miró en la dirección en que se habían marchado—. Deben de conocer otro sendero para bajar —agregó—, lo que seguramente les permitirá que los centinelas no los vean desde las garitas situadas en torno al Valle de los Reyes. Como ya te he dicho, estas colinas están llenas de senderos. —Miró unos momentos hacia la oscuridad y respiró hondo—. Dame. Llevaré yo el bolso.

Tara se lo entregó.

—Quiero que vuelvas a casa de Omar —le dijo él—. Cuando llegues a lo alto del Qurn, sigue por donde hemos venido. No te apartes de ese sendero. Ve directamente a casa de Omar y no te muevas de allí.

—¿Y qué harás tú?

—No te preocupes por mí.

—Vas a buscar la tumba, ¿verdad?

—¡Por supuesto que voy a buscar esa condenada tumba! Para eso hemos venido, ¿no? Vete. Yo iré después.

—Voy contigo —declaró Tara, mirándolo fijamente.

—Yo conozco estas colinas, Tara. Es mejor que vaya solo.

—Iremos juntos. A mí me interesa tanto como a ti saber qué hay en esa tumba.

—¡Por el amor de Dios, Tara! ¡No tengo tiempo para discutir! ¡Esos tipos pueden volver de un momento a otro!

—Pues mayor razón para intentar encontrarla cuanto antes.

Tara echó a caminar hacia el arroyuelo. Él fue tras ella y la sujetó del hombro, obligándola a volverse.

—¡Por favor, Tara! No lo entiendes. Estas colinas... son peligrosas. He trabajado aquí y sé cómo moverme. Tú serías...

—¿Qué sería, Daniel? ¿Un estorbo? —le espetó ella, fulminándolo con la mirada—. ¿Es eso lo que sería?

—No, no serías un estorbo. Es sólo que... no quiero que sufras ningún daño. —El tono de Daniel revelaba auténtica desesperación. A pesar del viento tenía la frente cubierta de sudor. Estaba temblando—. No quiero que sufras ningún daño —repitió—. ¿No puedes entenderlo? Esto no es ningún juego.

Guardaron silencio por unos instantes, crispados. Finalmente, ella dijo:

—No me debes nada, Daniel, ni tienes nada que demostrarme. Estamos en esto juntos, y si tú vas, yo voy también.

Daniel fue a replicarle para tratar de convencerla, pero vio en sus ojos que sería inútil.

—No sabes en lo que te metes —farfulló.

—Sea lo que sea, ya estoy metida —replicó ella—. De modo que no tiene mucho sentido que ahora me quede al margen. Creo que debemos aprovechar la ocasión —añadió poniéndose de puntillas y besándolo en el mentón.

—Es que no quiero que sufras ningún daño —insistió él en tono de impotencia.

—¿Y no se te ha ocurrido pensar que yo tampoco quiero que lo sufras tú?

Siguieron por el cauce seco del arroyo en dirección al sendero por el que habían visto asomar a Dravic y a sus hombres. El aire de la noche era frío. Habían empezado a aparecer jirones de niebla que flotaban a escasos metros del suelo, resplandeciendo a la luz de la luna como algodón de azúcar. Un perro salvaje aullaba a lo lejos. A lo largo de unos doscientos metros el cauce zigzagueaba por el llano, para luego descender hacia la cara sur de una colina.

—Las cumbres de las lomas de este lado son muy abruptas —dijo Daniel mirando hacia la oscuridad—. La tumba debe de encontrarse en una de ellas, cerca del cauce. Pero ¿dónde concretamente? Sólo Dios lo sabe. Sin un equipo de escalada probablemente sea inaccesible.

Siguieron descendiendo junto al cauce, que gradualmente se convertía en una garganta estrecha, muy empinada y abrupta. Tenían que pisar con cuidado para no tropezar. Daniel sacó del bolsillo de la camisa una linterna-bolígrafo, la encendió y enfocó hacia delante.

—Si provocamos un desprendimiento... estamos perdidos —musitó—. Nos despeñaríamos. Si el desnivel sigue aumentando tendremos que retroceder. No entiendo cómo se las habrán arreglado para subir el féretro hasta aquí.

Siguieron adelante. La pendiente era cada vez más pronunciada. A cada paso que daban provocaban pequeños desprendimientos. El sendero se estrechaba tanto que si estiraban los brazos podían tocar ambas paredes de roca.

Daniel insistió por dos veces en que Tara regresase, pero ella se negó.

—He llegado hasta aquí, y no pienso desistir ahora —argumentó.

Arribaron a un punto en que el sendero enlazaba con una pendiente de esquisto, tan pronunciada que parecía un tobogán. A su vez, esta pendiente se prolongaba unos veinte metros y luego, bruscamente, como si se abriese una puerta de par en par, las paredes de la garganta desaparecían y no se veía más que el cielo y, abajo, el resplandor plateado del llano.

—Ése es el borde del precipicio —dijo Daniel enfocando con la linterna—. Tiene una pared de unos cien metros. No podemos pasar de aquí.

Se sujetó a una grieta, asegurándose de que podía resistir su peso, se asomó y dirigió hacia abajo el haz de luz.

—¿Ves algo? —preguntó Tara.

—Una abertura —contestó él—. Al parecer se adentra en la roca justo debajo de donde tenemos los pies. Está tapada con esquisto, pero tengo la certeza de que no se trata de una cueva, sino de una entrada hecha a propósito. —Se apartó del borde y le tendió la linterna a Tara—. Alúmbrame; no dejes de enfocar hacia abajo.

Se descolgó por el borde hasta la cornisa, con agilidad, como si se hubiese movido toda la vida por aquellas alturas. Al cabo de medio minuto estaba abajo. Tara lo siguió, más lentamente, pisando con cuidado y sujetándose con los dedos a las grietas. Al llegar abajo vio a Daniel en cuclillas frente a una pequeña entrada rectangular abierta en la roca viva.

—¿Está aquí? —musitó ella.

—Es una tumba, no hay duda —contestó Daniel pidiéndole la linterna—. ¿No lo ves? La entrada tiene señales inequívocas de estar hecha adrede. Se notan las marcas de un escoplo.

La parte inferior de la entrada estaba bloqueada por esquisto y escombros, pero por arriba quedaba un hueco de aproximadamente un metro de alto. Daniel metió la cabeza y alumbró el interior. De pronto se oyó un aleteo y unas sombras salieron volando y se perdieron en la noche.

—¿Qué demonios ha sido eso? —exclamó Tara.

—Murciélagos —repuso Daniel con una sonrisa—. Les encantan las tumbas. Son inofensivos.

Estudió el hueco iluminándolo con la linterna y a continuación entró. Tara se irguió para entrar también, pero tropezó con una gruesa lámina de esquisto que se deslizó bajo su pie y le hizo perder el equilibrio. Se tambaleó por unos segundos, aferrándose a la roca, y luego toda la lámina de esquisto cedió y ella cayó de espaldas deslizándose hacia el borde del precipicio como si fuese montada en un trineo.

—¡Tara! —gritó Daniel.

Ella agitaba los brazos desesperadamente tratando de asirse a donde fuese. Daba la impresión de que la arrastrase el agua de un torrente. Varias láminas de esquisto salieron despedidas y cayeron al vacío. Sin poder auxiliarla, desde la entrada de la tumba, Daniel la vio deslizarse cuesta abajo. Cuando ya estaba a punto de precipitarse en el vacío, Tara logró encajar un pie en un afloramiento de roca que detuvo su caída. Se produjo un largo silencio, roto al cabo de unos instantes por las piedras que caían por el precipicio.

—¡Mierda! —masculló Tara.

Se quedó unos momentos inmóvil, jadeante, y luego, con mucha precaución, se irguió.

—¿Estás bien, Tara?

—Más o menos.

—No te muevas de ahí —le indicó Daniel saliendo de la tumba. Enfocó con la linterna hacia el esquisto y fue hacia ella. La agarró de una muñeca y la arrastró hasta el saliente. La cara y las ropas de Tara estaban cubiertas de polvo, la blusa rasgada por el codo y manchada de sangre.

—Te has herido —musitó él.

—No es nada —dijo ella sacudiéndose el polvo del pelo—. Vamos. A ver qué hay en la tumba.

Daniel no pudo evitar sonreír.

—¡Y yo que me tenía por terco! Deberías haber sido arqueóloga.

—Es menos apasionante de lo que tú crees —dijo ella, guiñándole un ojo.

Al adentrarse en la tumba se encontraron con un estrecho pasadizo descendente. Con la luz de la linterna comprobaron que la mitad inferior de la entrada estaba bloqueada con adobes, sobre los que habían apilado las lascas de esquisto. Daniel miró alrededor.

—Originariamente, toda la entrada debió de estar tapiada con adobes —dijo—. Con los años debieron de acumularse piedras hasta cegar la parte superior. Quienquiera que haya encontrado la tumba derribó la tapia y sólo dejó intacta la parte inferior. Mira... —añadió enfocando con la linterna—. Ahí están los adobes.

Junto a una pared del pasadizo había un montón de adobes. Daniel se agachó y levantó uno. En una de sus caras había un dibujo que representaba a nueve hombres arrodillados, con las manos atadas a la espalda, bajo la imagen de un chacal sentado.

—¿Qué es esto? —preguntó Tara.

—El sello de la necrópolis real —contestó Daniel sonriendo—. Nueve cautivos atados coronados por Anubis, el chacal. Si la tapia de la tumba seguía intacta, con el sello de la necrópolis, significaba que la tumba también lo estaba cuando la descubrieron. Intacta desde la Antigüedad. Deben de quedar muy pocas.

Siguió examinando el adobe. Luego lo dejó con cuidado en el suelo y enfocó la linterna hacia el pasadizo. Vio un hueco, la boca de otro pasadizo mucho más estrecho que descendía suavemente a lo largo de unos treinta metros, hasta un ensanchamiento que parecía una cámara. La oscuridad era tan absoluta que parecía sólida. Empezaron a avanzar alumbrándose con la linterna. Al cabo de unos pasos se detuvieron.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tara.

—Ahí abajo hay algo que se mueve.

—¿Murciélagos?

—No, en el suelo. Allí —indicó, enfocando con la linterna. Algo se acercaba a ellos rápidamente.

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