El enigma de Cambises (46 page)

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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

BOOK: El enigma de Cambises
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No podía ver con claridad porque el aire seguía enrarecido a causa del calor de la tarde. Parecía un triángulo nebuloso que flotase por encima de las dunas. Volvió al Toyota, cogió los prismáticos que llevaba en el asiento y los ajustó. Por unos instantes lo vio todo borroso, pero entonces distinguió con nitidez una gran roca de color oscuro y forma piramidal que se elevaba de la arena como un negro iceberg. Calculó que debía de estar a unos veinte kilómetros de distancia, y al comprobarlo con el GPS resultó que estaba exactamente a veintiocho. Miró a un lado y a otro de la roca pero no vio nada que indicase actividad humana, salvo un par de siluetas negras que quizá fuesen centinelas. Cerró los ojos, aguzó el oído y percibió el lejano pero inconfundible runrún de un motor, intermitente y cada vez más audible. Era difícil precisar de dónde procedía. Pero al cabo de un minuto reparó, con un sobresalto, en que no procedía de la dirección por la que había llegado hasta allí. Se volvió y dirigió los prismáticos hacia los surcos que las ruedas del Toyota habían dejado en el suelo. Y de pronto vio brincar, literalmente, dos motocicletas desde lo alto de la cuarta duna a partir de donde se encontraba, a unos dos kilómetros y siguiendo su rastro.

Jalifa maldijo para sus adentros y miró por el borde de la duna. Era de las que tenía una pared casi vertical, que hacía imposible descender con el todoterreno. Subió de nuevo al vehículo, arrancó, puso marcha atrás y descendió por la pendiente. Al llegar al pie de la duna dio un golpe de volante, puso primera y pisó a fondo el acelerador. Las ruedas de atrás patinaron y se hundieron en la arena.

—¡Joder! —gritó, desesperado.

Volvió a poner marcha atrás mirando hacia lo alto de la duna opuesta, esperando que de un momento a otro las motocicletas saltasen por el borde. El Toyota se deslizó unos metros hacia abajo y Jalifa creyó haber liberado las ruedas traseras, pero volvieron a patinar y se hundieron más que antes, casi hasta el eje. Se apeó de un salto y comprobó que las ruedas prácticamente habían desaparecido en la arena. Sería imposible desenterrarlas. De modo que volvió a subir al vehículo, metió el GPS en la bolsa, cogió uno de los bidones de agua y empezó a ascender por la pendiente por la que acababa de descender, hundiéndose en la arena a cada paso. Hacia mitad de la cuesta la duna empezó a resbalar. Jalifa saltaba hacia delante una y otra vez, pero siempre parecía encontrarse a la misma distancia de la cumbre, como si estuviese en una gigantesca cinta de gimnasio. El bidón de agua entorpecía sus movimientos, de modo que lo soltó, aunque a regañadientes. Oyó que las motocicletas ya subían por la duna contigua. Si llegaban a la cumbre y lo veían podía darse por muerto.

—¡Vamos! ¡Vamos! —se apremió, porfiando por seguir ascendiendo.

Por unos segundos no logró avanzar, pero, cuando ya se resignaba a ser descubierto, consiguió asentar los pies con firmeza y, con un supremo esfuerzo, volvió a ascender, con los ojos desorbitados a causa del esfuerzo. Llegó a la cumbre y se arrojó al suelo justo cuando las motocicletas asomaban por la otra duna en dirección a su abandonado vehículo.

Permaneció inmóvil hasta recobrar el aliento y luego sacó la pistola y se asomó con precaución por el borde de la duna. Cuando las motocicletas llegaron junto al Toyota, los motoristas se apearon empuñando sendos fusiles. Uno de ellos abrió la puerta, miró hacia el interior y sacó la chaqueta que Jalifa, en su apresuramiento, había dejado allí. El otro empezó a ascender por la ladera de la duna tras las huellas de las pisadas de Jalifa y las de los neumáticos. Se detuvo junto al desechado bidón de agua y lo perforó de un disparo que resonó como un trueno en aquel desolado paraje.

Jalifa se alejó del borde de la cumbre. Era inútil echar a correr para tratar de escapar. Aquel tipo lo vería y lo cazaría como a un conejo. Podía dispararle en cuanto asomase, pero quedaría su compañero. Miró alrededor. Del borde del otro lado de la cumbre partía una grieta, larga pero poco profunda, en la que Jalifa vio que podía ocultarse y no ser descubierto aunque aquel tipo se detuviese justo al lado. No se trataba de un escondrijo inexpugnable, desde luego, pero era lo mejor que podía esperar en un desierto. De modo que agarró la bolsa y se metió en la grieta, boca arriba, empuñando la pistola.

Durante unos minutos no sucedió nada, pero de pronto, oyó pisadas. Imaginó al motorista llegando a lo alto, mirando alrededor y deteniéndose junto al borde. Y así fue. Un reguero de arena desplazada por los pies del motorista cayó a su escondrijo. Jalifa contuvo la respiración y acercó el dedo al gatillo.

El silencio resultaba angustioso. Imaginó que el motorista debía de estar tratando de adivinar por dónde se había escabullido su presa. Otro reguero de arena cayó en la grieta. Jalifa temió que su perseguidor fuese a descender por allí, pero al cabo de unos segundos dejó de caer arena.

—Al parecer ha estado aquí pero ha vuelto a bajar. Ha debido de retroceder —gritó el motorista mirando en dirección al Toyota.

Jalifa lo oyó alejarse del borde y respiró con alivio.

—Gracias, Alá —musitó.

De pronto sonó el móvil de Abdul.

Fue tan inesperado que Jalifa tardó varios segundos en reaccionar. Metió la mano en la bolsa para tratar de apagarlo, pero fue demasiado tarde. Oyó gritar al motorista y rápidas pisadas. En cuanto lo vio asomar hizo tres disparos. Uno de los proyectiles pasó por encima de la cabeza de aquél y otro a centímetros de su costado, pero el tercero lo alcanzó en la frente. Cayó de espaldas y empezó a rodar por la pendiente.

Jalifa se irguió y gateó hasta la cumbre. Pero una ráfaga lo obligó a echar cuerpo a tierra. Al instante oyó otra ráfaga, pero que no iba dirigida contra él. Se incorporó lo justo para mirar abajo y vio que el motorista que estaba junto al Toyota había disparado a los neumáticos de la motocicleta de su compañero. Jalifa disparó pero no le acertó al motorista superviviente, que replicó con otra granizada de balas que lo obligó a retroceder. Al cabo de unos instantes Jalifa oyó que la motocicleta se ponía en marcha. Contó hasta tres y volvió a levantar la cabeza. La motocicleta se alejaba. Entonces se arrodilló y vació el cargador de su pistola en la espalda del motorista, que se tambaleó pero no llegó a caer. Como ya no le quedaban balas, todo lo que pudo hacer Jalifa fue seguir con la mirada al motorista. Al cabo de unos cien metros, éste se detuvo, se volvió y disparó una ráfaga contra el Toyota, que con un estruendo ensordecedor, explotó convertido en una bola de fuego de la que se elevó una negra humareda.

A continuación se alejó.

Jalifa, sin aliento, miró hacia la pira que acababa de brotar del desierto. Le temblaban las manos. Se acercó a su bolsa, donde el móvil seguía sonando.

—¿Sí?

—¿Por qué has tardado tanto en contestar? —tronó la voz de Abdul—. ¿Cómo está mi Toyota?

Jalifa miró hacia la columna de humo que se elevaba hacia el cielo del desierto y se sintió descorazonado.

—Estupendamente, Abdul —mintió—. Estupendamente.

39

En el desierto occidental

Saif al-Thar llevaba en lo alto de la duna desde el amanecer, observando cómo iban exhumando los restos del ejército. De sol a sol el cráter había ido ensanchándose inexorablemente. Pero ya a mediodía habían desenterrado tantos cuerpos y amontonado tantas piezas que habían agotado las cajas para embalarlos. Por la noche llegarían más con la caravana de camellos, pero ni aun así serían suficientes para embalar los miles de objetos desenterrados. El fondo del valle semejaba un enorme y macabro vertedero, en el que se amontonaban cadáveres y armas antiguas.

En aquellos momentos, sin embargo, Saif al-Thar no miraba hacia el cráter sino la columna de humo que se elevaba a lo lejos. Hacía una hora, una de las patrullas había comunicado por radio que había localizado huellas de neumáticos. La humareda indicaba, probablemente, que habían logrado interceptar y neutralizar el vehículo que se acercaba. Debería haber sentido alivio pero, en lugar de ello, tuvo un negro presentimiento.

Mehmet se acercó a él.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Saif al-Thar.

—Han encontrado un todoterreno, maestro. Y lo han destruido.

—¿Y el conductor?

—Ha logrado escapar. Ha matado a uno de nuestros hombres. El otro viene de regreso.

Saif al-Thar guardó silencio. La columna de humo seguía elevándose hacia el cielo.

—Avísame cuando llegue el motorista. Y que despegue el helicóptero. El conductor del todoterreno no puede haber ido muy lejos.

—Sí, maestro.

El muchacho dio media vuelta y echó a correr pendiente abajo. Saif al-Thar empezó a pasear de un lado a otro, con las manos a la espalda, una de ellas vendada a causa de la quemadura que se había producido en su intento de impresionar a los occidentales.

Se preguntó quién debía de ser el intruso, qué habría ido a hacer allí, en pleno desierto, y si estaría solo o acompañado. Cuantas más vueltas le daba al asunto más se inquietaba, y no por temor a que los hubiesen descubierto, sino por algo mucho más elemental. Era como un mal presagio. Tenía la sensación de que una mano se alargaba hacia él desde el pasado. Siguió mirando en dirección a la columna de humo, y de pronto se le antojó que tenía forma humana y se elevaba en el desierto como un genio. Distinguía una cabeza, unos hombros, un brazo, e incluso dos ojos allá donde el viento había perforado la humareda. Parecían mirarlo con fijeza, fulminarlo con la mirada. Dio media vuelta, furioso consigo mismo por imaginar tales cosas, pero la impresión de que la negra forma se erguía malévolamente a sus espaldas no lo abandonó. Cerró los ojos y empezó a rezar.

—Apenas te oigo, Abdul. Hay demasiadas interferencias. Es imposible...

Jalifa se acercó más el móvil a la boca e hizo un ruido que confió que sonase a estática y a continuación desconectó el móvil. Por un instante se preguntó si debía llamar para pedir ayuda, pero desechó la idea de inmediato. ¿A quién iba a llamar? ¿Al comisario Hassani? ¿A Mohamed Sariya? ¿A Hosni? Aunque le creyesen, ¿qué podían hacer?

No. Tendría que arreglárselas solo. Volvió a guardar el móvil en la bolsa y ascendió hasta lo alto de la duna. El aire olía a gasolina y a goma quemada. Seguían asomando llamas de las ventanillas del todoterreno. Debajo de él, al pie de la pendiente, se hallaba el cadáver del hombre al que había matado, boca arriba en la arena, con un brazo en una postura antinatural debajo de la cabeza. Fue hacia el cuerpo y se detuvo por unos segundos a examinar el perforado bidón de agua, que se había derramado casi por completo. Sólo quedaba un poco en el fondo. Se llevó el recipiente a la boca y bebió el agua que quedaba.

El rostro del muerto era una horrible máscara de sangre y arena. Tenía una brecha en la frente que dejaba ver el hueso y la masa encefálica. Tratando de no mirar, Jalifa cogió el fusil y desnudó al cadáver. Lamentaba hacerlo, pero si quería llegar al campamento de Saif al-Thar sin llamar la atención necesitaba aquella ropa. Hizo un lío con la túnica y el turbante, se colgó el fusil al hombro y volvió a ascender por la ladera de la duna. Pero cuando hubo ascendido unos diez metros, su conciencia lo hizo detenerse. Dio media vuelta y cavó rápidamente una fosa. No sería una verdadera tumba, pero no podía dejar el cuerpo allí a merced de los buitres, los chacales, o cualesquiera que fuesen las alimañas que vivían en aquella desolación. Aunque se trataba de un enemigo, merecía una mínima muestra de respeto.

Su gesto, sin embargo, estuvo a punto de costarle caro, porque al volver a lo alto de la duna oyó el lejano pero inconfundible sonido de los rotores de un helicóptero. Si hubiese tardado veinte segundos más, lo habrían descubierto. Tuvo el tiempo justo para escabullirse hacia la grieta del otro lado, antes de que el aparato sobrevolase la duna levantando una lluvia de arena. El helicóptero permaneció unos minutos volando en círculo, escudriñando el paraje. Luego se elevó y se alejó en dirección noroeste.

El plan inicial de Jalifa había sido alejarse de aquel lugar lo más rápidamente posible, pero con aquel helicóptero en misión de reconocimiento por la zona era peligroso aventurarse a alejarse de allí. De modo que decidió seguir donde estaba hasta que oscureciese. Introdujo en la pistola el último cargador que le quedaba, metió las ropas del muerto en la bolsa y se echó boca arriba en la grieta. Encendió un cigarrillo mirando hacia el mar de dunas que se iba difuminando a medida que menguaba la luz del día. Debía de faltar una hora, o acaso menos, para que oscureciese por completo, y confiaba en que aquella noche no brillase demasiado la luna.

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