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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (8 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Jalifa le dio las gracias y fue hacia el pasillo sacando del bolsillo el paquete de Cleopatra. Oyó la voz del doctor Anwar a su espalda.

—¡Y no encienda el cigarrillo hasta que haya salido del hospital!

8

El Cairo

—Odiaba los puros —dijo Tara.

El funcionario de la embajada la miró desconcertado.

—¿Cómo ha dicho?

—Los cigarros. Mi padre los detestaba. En realidad detestaba el tabaco. Decía que era un hábito tan repugnante como leer
The Guardian
.

—Ah —dijo el funcionario más perplejo que antes—. Entiendo.

—Al entrar en la casa noté olor a humo de cigarro.

El funcionario, un joven agregado llamado Crispin Oates, miró al frente e hizo sonar insistentemente el claxon, nervioso por la lentitud con que lo obligaba a circular el camión que iba delante.

—¿Y cree que eso es importante?

—Como le he dicho, mi padre detestaba el tabaco.

Oates se encogió de hombros.

—Pues entonces debió de ser otro quien fumase.

—Eso es exactamente lo que me intriga —reconoció Tara—. Había prohibido totalmente fumar en la casa. No hacía excepciones. Lo sé porque una vez me contó por carta que iba a despedir a un voluntario por infringir la norma.

Un motorista los adelantó por la derecha y se cruzó por delante de ellos, obligando a Oates a pisar el freno.

—¡Maldito imbécil!

Guardaron silencio por unos instantes, hasta que el joven diplomático se decidió a decir:

—La verdad es que no sé qué conclusión puede sacar de eso.

—Ni yo —admitió Tara, suspirando—. Sólo que... es insólito que la casa oliese a humo de cigarro. No puedo quitármelo de la cabeza.

—Supongo que se debe a la fuerte impresión que ha sufrido.

—Sí —dijo Tara con expresión resignada—. Quizá se deba a eso.

Circulaban por una carretera sobreelevada que conducía al centro de El Cairo. Casi había oscurecido y las luces de la ciudad se extendían a lo lejos, a su alrededor y por debajo de ellos. Seguía haciendo calor, y Tara tuvo que bajar la ventanilla para que entrase el aire, que agitó su cabello.

Sentía un extraño distanciamiento, como si los acontecimientos de las últimas horas fuesen parte de un sueño. Había aguardado junto al cadáver de su padre durante una hora, hasta que llegó el médico, que examinó superficialmente el cuerpo y les dijo lo que ya sabían, que había muerto, probablemente a causa de un infarto, aunque no pudiese certificarlo hasta hacer una autopsia. Después llegó la ambulancia, y a continuación dos policías de paisano que interrogaron a Tara acerca de la edad de su padre, su salud, su nacionalidad y su profesión. No había sido más que un «condenado arqueólogo», había respondido ella, crispada; ¿acaso habían pensado otra cosa?

También a ellos les comentó lo del olor a humo de cigarro y que su padre tenía terminantemente prohibido fumar en la casa. Los policías tomaron nota pero no parecieron conceder mucha importancia a aquel detalle.

Tara no había derramado una lágrima en ningún momento. En realidad, su primera reacción ante la muerte de su padre fue... que no reaccionó. Mientras los observaba meter el cadáver en la ambulancia no había sentido absolutamente nada, como si se tratase de un desconocido.

—Papá ha muerto —musitó para sí, como incitándose a reaccionar—. Ha muerto.

Las palabras, sin embargo, no surtieron ningún efecto. Trató de recordar algunos buenos momentos junto a él (por Navidad, una visita al zoo, o aquel cumpleaños en que le había regalado la gargantilla), pero no logró establecer ninguna conexión emocional con ellos. Lo único que sintió —y se avergonzaba— fue una profunda decepción porque sus vacaciones se hubiesen ido al traste.

Voy a tener que pasar las próximas dos semanas rellenando impresos y organizando el funeral —pensó—. ¡Menudas vacaciones!

Oates llegó justo cuando la ambulancia arrancaba. La embajada fue informada de la muerte de su padre en cuanto descubrieron el cadáver. El agregado era rubio, de barbilla pequeña, veintitantos años e inequívocamente inglés. Le dio el pésame educadamente pero sin excesiva convicción, de un modo que hacía suponer que ya lo había hecho otras muchas veces. Cambió unas palabras con el médico y le preguntó a Tara dónde se alojaba.

—Aquí —respondió ella—. O, por lo menos, ése era el plan. Aunque supongo que ahora no es un lugar muy apropiado.

—Creo que lo mejor será que la lleve a El Cairo y que se aloje en un hotel. Haré un par de llamadas.

Sacó un móvil de la chaqueta del traje (¡Cómo podía nadie llevar traje con ese calor!, pensó Tara), salió de la casa y regresó al cabo de unos minutos.

—Ya está —anunció—. Tiene habitación reservada en el Ramsés Hilton. Bueno... como no creo que haya mucho más que hacer aquí, cuando usted quiera...

Tara se entretuvo unos minutos más en la casa, mirando las estanterías de libros y el apolillado sofá, imaginando a su padre relajándose allí después de un día de excavaciones, y luego fue con Oates al coche.

—Es curioso —dijo el diplomático al arrancar—, llevo tres años en El Cairo y es la primera vez que vengo a Saqqara. Nunca me ha interesado mucho la arqueología.

—Ni a mí —dijo Tara con tristeza.

Ya había oscurecido cuando llegaron al hotel, un feo rascacielos que se alzaba junto al Nilo, en una intersección de calles muy transitadas. En el interior, ostentoso e intensamente iluminado, había un enorme vestíbulo de mármol al que daban varios bares, salones y tiendas y por el que no paraban de pasar mozos con uniforme rojo portando maletas de diseño. La refrigeración estaba tan fuerte que casi hacía frío, algo que a Tara le pareció un alivio después del calor que había pasado.

Su habitación estaba en la planta catorce y era espaciosa, pulcra y aséptica. Dejó la bolsa sobre la cama y se quitó los zapatos con sendas sacudidas de los pies.

—Bien, la dejo que se instale —dijo Oates junto a la puerta—. He oído que el restaurante del hotel es bastante bueno, y cuenta con servicio de habitaciones.

—Gracias —dijo Tara—, pero no tengo mucho apetito.

—Me hago cargo —dijo Oates ya con la mano en el pomo de la puerta—. Mañana habrá que cumplir con algunas formalidades. Si le parece bien pasaré a recogerla a las once para ir a la embajada.

Tara asintió con la cabeza.

—Ah, una cosa más —agregó Oates—. No es aconsejable que salga por la noche, especialmente si va sola. No quiero alarmarla, pero en estos momentos es un poco peligroso para los turistas. Últimamente ha habido muchos atentados de los fundamentalistas. Es mejor ir con cuidado.

Tara pensó en el hombre con el que había hablado por unos momentos en la sala de recogida de equipajes del aeropuerto.

—Ya. El grupo de Saif Al-Thar —dijo al recordar el nombre que había mencionado el del aeropuerto.

—Exacto. —Oates asintió—. Son un hatajo de lunáticos. Cuanto más los reprimen las autoridades, más problemas causan. Hay zonas del país a las que prácticamente no se puede acceder. —Le tendió una tarjeta y añadió—: Espero que duerma bien, y no dude en llamarme si necesita algo.

Oates le estrechó la mano con ademán protocolario y a continuación salió.

En cuanto Oates se hubo marchado, Tara sacó una cerveza del minibar y se sentó en la cama. Telefoneó a Jenny a Inglaterra y le dejó un mensaje en el contestador, informándole de dónde estaba y pidiéndole que la llamase lo antes posible. Debía hacer otras llamadas, a la hermana de su padre y a la Universidad Americana, donde él había sido profesor invitado de arqueología de Oriente Próximo. Pero decidió que las haría al día siguiente. Salió al balcón y miró hacia la calle.

Un Mercedes negro acababa de detenerse frente al hotel, bloqueando parcialmente la calle. Los coches que iban detrás se vieron obligados a rodearlo, con la consiguiente irritación de los conductores, a juzgar por el concierto de cláxones que siguió. Al principio Tara no prestó atención al Mercedes, pero al abrirse la puerta del lado del acompañante y ver al hombre que bajó se puso tensa. No estaba segura, pero se parecía al que había visto a lo lejos en Saqqara mirando con los prismáticos. Llevaba un traje de color claro e incluso desde la planta catorce se apreciaba que era altísimo. Lo vio inclinarse para decirle algo al chófer, que enseguida arrancó. Siguió al coche unos momentos con la mirada y luego alzó la vista directamente hacia ella, o por lo menos eso le pareció a Tara, aunque en realidad estaba demasiado lejos para distinguir hacia dónde miraba. Luego el hombre se dirigió hacia una de las entradas laterales del hotel, llevándose la mano a la boca y exhalando el humo de lo que parecía un cigarro. Tara se estremeció, entró en la habitación y cerró las puertas correderas.

En el Nilo, entre Luxor y Asuán

El
Horus
remontaba la corriente con lentitud. La proa levantaba una estela de espuma y sus luces proyectaban un resplandor espectral en el agua. Pasaban frente a umbríos cañaverales entre los que de vez en cuando asomaba una casa o una cabaña. Pero era más de medianoche y apenas había nadie en cubierta para verlo. A popa, una joven pareja se besaba, y bajo una toldilla cuatro mujeres ya mayores jugaban a las cartas. No había nadie más en cubierta. La mayoría de los pasajeros se había retirado a sus camarotes o estaba en el salón escuchando a un barrigudo animador que cantaba canciones populares egipcias al compás de música grabada.

Se oyeron dos explosiones casi simultáneas. La primera, cerca de la proa, provocó una llamarada que al instante envolvió a la joven pareja. La segunda se produjo en el salón, haciendo saltar las mesas, sillas y fragmentos de cristales en todas direcciones. El cantante salió despedido hacia atrás con el rostro abrasado por el calor. Varias mujeres sentadas junto al escenario fueron alcanzadas por una lluvia de astillas y fragmentos de metal. Se oyeron llantos, lamentos y los gritos sobrecogedores de un hombre a quien la explosión le había arrancado las piernas por debajo de las rodillas. Las mujeres que jugaban a las cartas permanecieron inmóviles bajo la toldilla. Una de ellas empezó a llorar.

Lejos de la orilla, más allá de los cañaverales, acuclillados tras unas rocas, tres hombres miraban en dirección al barco. El resplandor de las llamas de la cubierta iluminaba sus rostros hirsutos dejando ver sendas cicatrices verticales en la frente. Sonreían.

—Saif Al-Thar —musitó uno.

—Saif Al-Thar —repitieron sus compañeros.

Entonces se irguieron y desaparecieron entre las sombras.

9

El Cairo

Tal como habían acordado, Tara y Oates se encontraron en el vestíbulo del hotel a las once. Inmediatamente, en el coche del diplomático, fueron a la embajada, que estaba a diez minutos de allí.

A pesar de su agotamiento Tara no había dormido bien. No había podido quitarse de la cabeza la imagen de aquel hombre gigantesco. Sólo logró dormir a ratos. Además, cuando parecía que al fin iba a sumirse en un sueño profundo, sonó el teléfono. Maldijo a quien llamaba, pero se alegró al oír que era Jenny. Estuvieron hablando casi una hora, y Jenny se ofreció a tomar el primer vuelo que saliese hacia El Cairo para estar a su lado. Tara estuvo tentada de aceptar su ofrecimiento, pero optó por decirle que no se preocupase, que estaba bien y que el papeleo sólo duraría unos días. Quedaron en hablar al día siguiente y colgaron.

Tara estuvo mirando la televisión durante un rato, haciendo
zapping
entre los distintos canales internacionales, hasta que la venció el sueño. Pero no tardó en despertar, con una extraña sensación. El silencio era absoluto y la habitación estaba casi totalmente a oscuras, a excepción de un rayo de luna que penetraba por el hueco donde se unían las cortinas y se reflejaba en el espejo que había en la pared opuesta.

Al no oír nada alarmante se volvió para tratar de conciliar nuevamente el sueño, y justo entonces oyó un ruido procedente de la entrada. Enseguida reparó en que alguien estaba haciendo girar el pomo de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó con voz extrañamente aguda.

El ruido cesó por un instante, para reanudarse enseguida. Tara se levantó de la cama, muy inquieta. Fue hacia la puerta y se quedó mirando el pomo, que giraba lentamente hacia un lado y hacia el otro. Pensó en gritar, pero en lugar de ello asió con firmeza el pomo. Notó una breve resistencia y luego rápidas pisadas. Contó hasta cinco y abrió la puerta, pero no vio a nadie en el pasillo. Aunque sí lo olió, porque el olor a humo de cigarro era inconfundible.

Tara encendió todas las luces y las dejó así el resto de la noche, y sólo consiguió volver a dormirse poco antes del amanecer. De modo que cuando Oates le preguntó si había dormido bien, ella le contestó con voz áspera:

—No, maldición.

Oates entró en el terreno de la embajada y le mostró su identificación al centinela. Luego detuvo el vehículo en el sector del patio destinado a aparcamiento. Entró seguido de Tara por una puerta lateral, avanzaron por un largo pasillo y luego subieron por un tramo de escaleras hasta la primera planta, donde estaban los despachos. Salió a recibirlos un hombre delgado, algo desaliñado, con el pelo blanco, cejas muy pobladas y unas gafas colgando del cuello.

—Buenos días, señorita Mullray —la saludó con una sonrisa, tendiéndole la mano—. Soy Charles Squires, el agregado cultural. —El tono de Squires era amable, casi paternal, a diferencia de su apretón de manos, demasiado brusco—. ¿Podría traernos café, Crispin? Estaremos en mi despacho.

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