—¡Ayúdame! —le gritó a Tara—. ¡Por el amor de Dios, ayúdame! —añadió alargando una mano hacia ella—. ¡Por favor! ¡Ayúdame!
Le rodaban las lágrimas por las mejillas y agitaba los brazos frenéticamente. Gritó como una fiera herida, golpeando la arena con los puños. Su torso daba unas espantosas sacudidas, como si lo electrocutasen. Pero el desierto se negó a soltar a su presa, y siguió tragándoselo lentamente, hasta las axilas; hasta los hombros. Al cabo de unos segundos sólo asomaba de él la cabeza y un brazo. Pero seguía sin soltar la paleta.
Tara desvió la mirada, espantada.
—¡Oh, no! —volvió a gritarle él—. ¡No! ¡No me dejes solo! ¡Ayúdame! ¡Sácame de aquí!
Tara empezó a ascender por la duna.
—¡Por favor! —persistió él, implorante—. ¡Te pido perdón por lo que te hice! ¡Por favor, no me dejes así! ¡No me dejes solo! ¡Vuelve! ¡Vuelve, maldita puta! ¡Te mataré! ¡Te mataré! ¡Oh, Dios, ayúdame! ¡Ayúdame!
Tara continuó subiendo hasta que, de pronto, ya no lo oyó. Al llegar cerca de la cima se volvió y miró hacia abajo. Sólo se veía la coronilla de Dravic, junto a la paleta.
Tara se estremeció y siguió ascendiendo.
La batalla casi había terminado cuando Tara llegó a lo alto de la duna. Todo era humo y fuego, pero los disparos habían cesado y los tres helicópteros habían aterrizado. Varias figuras vestidas de color caqui, obviamente soldados, recorrían metódicamente las ruinas del campamento. De vez en cuando se detenían a rematar a los heridos. Los camellos vagaban desorientados.
Tara no vio un solo hombre de Saif al-Thar en pie. Pero sí divisó a dos hombres de pie junto a la base de la gran pirámide de roca. Estaban bastante lejos de donde ella se encontraba, pero tuvo la certeza de que el de la camisa blanca era Daniel. Echó a correr cuesta abajo. Al llegar a la base de la duna, se cubrió la cabeza con la blusa para protegerse del humo y echó a andar entre los cadáveres. Había soldados por todas partes. Trató de parar a uno para preguntarle qué había ocurrido, pero hizo caso omiso de ella. Tara volvió a intentarlo, con el mismo resultado. De modo que siguió adelante, en dirección a la roca, bordeando la zanja hasta llegar junto a los dos hombres que había visto desde lejos. Daniel estaba sentado, mirando hacia la zanja con el fusil en bandolera. Jalifa se hallaba un poco más allá, recostado contra la base de la pirámide, con un cigarrillo en la boca, el rostro tumefacto y la camisa manchada de sangre. Ambos alzaron la vista al verla aproximarse, pero ninguno de los dos dijo nada.
Tara se acercó a Daniel, se acuclilló a su lado y le apretó una mano. Él hizo otro tanto, pero siguió en silencio. Jalifa inclinó la cabeza hacia ella.
—¿Está usted bien? —le preguntó.
—Sí, gracias. ¿Y usted?
El inspector asintió con la cabeza y dio una profunda calada al cigarrillo. Ella iba a preguntar qué había ocurrido, quiénes eran esos soldados y, en definitiva, qué significaba todo aquello, pero intuyó que Jalifa no se sentía con ánimo de hablar, y optó por guardar silencio.
Un camello ramoneaba paja de una bala a pocos pasos de ellos. La caja que llevaba atada al lomo estaba cubierta de agujeros de bala. El sol estaba alto en el cielo y el calor aumentaba por momentos.
Estuvieron los tres casi diez minutos callados, y al cabo oyeron el estruendo de los rotores de un helicóptero que, pocos segundos después, asomó por el borde de la duna que tenían enfrente. El aparato sobrevoló el valle y fue a posarse a unos cincuenta metros de donde ellos se encontraban. Una lluvia de arena los salpicó al mirar hacia allí. El camello se alejó al trote.
El piloto paró el motor y los rotores comenzaron a girar cada vez más despacio. Varios soldados corrieron hacia el aparato. Oyeron descorrer la puerta lateral del lado opuesto a donde se encontraban y varias voces. Poco después, cuatro hombres asomaron por el morro del helicóptero. Tara reconoció a tres de ellos: Squires, Yamal y Crispin Oates. Al cuarto, un hombre obeso y calvo que se enjugaba la frente con un pañuelo, nunca lo había visto. Avanzaron por la arena, incongruentes con su traje y su corbata, y se detuvieron a unos metros. Tara y Daniel se levantaron.
—Buenos días a todos —saludó Squires en tono jovial—. Esto sí que ha sido toda una aventura, ¿eh?
En el desierto occidental
Durante unos segundos nadie dijo nada. Luego, el calvo se decidió a hablar.
—Se lo dejo a usted, Squires. Yo tengo otras cosas en que ocuparme.
—Podrían presentarme, al menos.
—¡Por el amor de Dios! ¡Esto no es una fiesta campestre! —replicó el calvo, que escupió en el suelo y se alejó secándose el sudor del cuello con el pañuelo.
Squires lo siguió con la mirada.
—Deben excusar a nuestro amigo estadounidense. A su manera, es de lo más amable, pero algo maleducado.
Squires sonrió a modo de excusa. Se metió la mano en el bolsillo y sacó un caramelo. Empezó a desenvolverlo con sus largos dedos, que semejaban las patas de una araña. Se produjo un largo silencio que Jalifa al fin se decidió a romper.
—Ha sido una trampa, ¿verdad? —dijo a la vez que arrojaba la colilla a la zanja—. La tumba, el texto jeroglífico, todo esto... —añadió señalando alrededor con un amplio ademán—. Una encerrona. Un señuelo para atraer a Saif al-Thar de nuevo a Egipto, y así poder atraparlo.
Squires enarcó las cejas, pero no respondió. Terminó de desenvolver el caramelo y se lo introdujo en la boca. Tara sintió un escalofrío.
—¿Quiere decir que...? —dijo ella mirando al inspector, tan desconcertada que no acertó a terminar la frase.
—La tumba era falsa —dijo Jalifa—. Pero los objetos eran auténticos. La decoración de las paredes, los jeroglíficos... Todo era falso. El cebo para atraer a Saif al-Thar. Una idea brillante, sin duda.
Tara miró fijamente a Squires, entre sorprendida y confusa. Daniel estaba pálido, tenso, como si temiera que de un momento a otro alguien fuese a darle un golpe.
—Y.. ¿quiénes son ustedes, exactamente? —preguntó Jalifa—. ¿Militares? ¿Miembros del Servicio Secreto?
Squires se pasó el caramelo de un lado a otro de la boca, pensativo.
—Un poco de las dos cosas, en realidad —repuso—. Pero es mejor no concretar demasiado. Baste decir que cada uno de nosotros representa a su propio gobierno, en lo que podríamos considerar un trabajo de inteligencia —añadió sacudiéndose el polvo de una manga—. ¿Cómo lo ha adivinado?
—¿Que la tumba era falsa? —Jalifa se encogió de hombros—. Por lo pronto, por las estatuillas funerarias de la tienda de Iqbar. Eran auténticas, desde luego, pero de una época posterior a la de la tumba en la que supuestamente se encontraron. Todo lo demás era del primer período persa. Y en cambio, las estatuillas eran del segundo. De haber sido de un período anterior yo habría interpretado que, simplemente, habían sido robadas de una tumba más antigua y vueltas a utilizar. Pero, de un período posterior, no tenía sentido. ¿Cómo iban a aparecer objetos del siglo IV antes de Cristo en una tumba sellada y tapiada ciento cincuenta años antes? Aunque existiesen varias explicaciones posibles, me olí que ocurría algo extraño. Y al ver la tumba ya no me cupo duda.
—Tiene usted buen olfato, y buen ojo —dijo Squires—. Creíamos haberlo hecho todo bien.
—Y lo hicieron. Todo perfecto. Y eso precisamente fue lo que los delató. Así me lo hizo ver un profesor que tuve. Ninguna pieza de arte egipcio antiguo es perfecta. Siempre presentan algún defecto, por pequeño que sea. Me tomé la molestia de inspeccionar hasta el último milímetro de la tumba y no había un solo error. Ni tinta que hubiese goteado; ni jeroglíficos mal alineados, ni tachaduras. Estaba impecable. Demasiado impecable. Y los egipcios nunca fueron tan meticulosos. Tenía que ser falsa.
Daniel se soltó de la mano de Tara y se alejó unos pasos meneando la cabeza, esbozando una sonrisa de amargura. Tara fue a retenerlo y a decirle que él no podía haberlo adivinado, pero notó que Daniel rehuía el contacto.
—Sin embargo, aún no estaba seguro de qué era lo que ocurría —prosiguió Jalifa—. Saltaba a la vista que alguien se había tomado muchas molestias para falsificar la tumba. Y el propósito parecía ser atraer a quienquiera que la encontrase hasta este lugar del desierto. Sospeché que algún servicio de inteligencia andaba detrás del asunto. Advertí que me seguían hasta Luxor, y que también lo hacía un funcionario de la embajada británica —añadió mirando a Oates—. Con todo, no acababa de encajar las piezas. Y, en realidad, no lo he visto claro hasta hace media hora, al llegar los helicópteros.
Se oyeron unos disparos procedentes del otro lado del campamento. Una brisa caliente pasó entre ellos.
—Todo esto encierra un curioso sarcasmo —continuó el inspector—, porque con todo el dinero que han debido de gastar para llevar a cabo el plan, habrían podido solucionar la mayor parte de los problemas creados por la gente de Saif al-Thar. ¿Cuánto les ha costado enterrar todo eso aquí? ¿Millones? ¿Decenas de millones? ¡Han debido de vaciar las salas de todos los museos de Egipto!
Squires no respondió. Pero de pronto se echó a reír.
—¡Dios mío, querido inspector! Me temo que, curiosamente, ha hecho usted una lectura perfecta, sólo que inversa. Ciertamente, la tumba era falsa, como usted dedujo con tanta sagacidad. Y, como también comprendió, el objetivo era atraer a quienquiera que la encontrase hasta este lugar del desierto. Pero... no hemos tenido que enterrar nada. Todo estaba aquí. —Al ver la cara de azoramiento de Jalifa, se echó a reír de nuevo y añadió—: Sí, amigo mío, éste es el ejército perdido de Cambises. El auténtico. Tal como quedó sepultado hace dos mil quinientos años. Todo lo que hicimos fue concebir el plan a partir de este hallazgo.
—Pero yo creía que...
—¿Que nosotros lo habíamos puesto todo aquí? Me temo que sobreestima usted nuestra capacidad. Dudo de que ni siquiera con los recursos combinados de los gobiernos egipcio, británico y estadounidense hubiésemos podido hacer algo de semejante envergadura.
Jalifa estaba atónito, mirando hacia la zanja con expresión de incredulidad. Los restos del antiguo ejército se extendían hasta donde alcanzaba la vista, formando una maraña de brazos, piernas, cabezas y torsos; un amasijo de carne y tendones osificados; rostros apergaminados, cuencas vacías, y bocas abiertas.
—¿Cuándo lo descubrieron? —preguntó Jalifa.
—Hace poco más de un año —repuso Squires con una sonrisa—. Lo encontró un joven estadounidense, John Cadey. Pasó todo un año trabajando aquí por su cuenta, solo. Muchos lo tachaban de loco, pero él tenía el convencimiento de que el ejército estaba aquí. Es uno de los hallazgos más importantes de la historia de la arqueología, y puede que el más importante. Ha sido una pena que no haya vivido lo bastante para disfrutar de su éxito.
Yamal había sacado del bolsillo su rosario y hacía entrechocar las cuentas en la mano, produciendo un sonido que, en aquel silencio, resultaba desproporcionado.
—¿Qué tal vamos de tiempo, Crispin? —preguntó Squires.
Oates miró el reloj.
—Unos veinte minutos.
—En tal caso, creo que lo mínimo que podemos hacer es darles una cumplida explicación a nuestros amigos, ¿no cree? —propuso a la vez que metía las manos en los bolsillos y se dirigía hacia el borde de la excavación.
El británico se detuvo frente al cuerpo de Saif al-Thar, que yacía rodeado de brazos y piernas.
—Supongo que todo empezó con un joven llamado Alí Jalifa —prosiguió Squires contemplando el cadáver—. Sí, inspector, sabemos lo de su parentesco. Y me siento muy solidario con usted. De verdad se lo digo. No ha tenido que ser nada fácil: un honrado ciudadano respetuoso con la ley, hermano del terrorista más buscado de Egipto. No ha debido de ser nada fácil.
Jalifa se limitó a mirar a Squires en silencio. Se oyó la explosión de un barril de gasóleo, procedente del otro lado del campamento.
—Empezó a llamar nuestra atención a mediados de los ochenta —precisó el diplomático—. Hasta entonces había pertenecido a una serie de grupos fundamentalistas menores; nada especialmente preocupante para nosotros. Sin embargo, en 1987 se separó de esos grupos, adoptó el nombre de Saif al-Thar y fundó su propia organización. Empezó a matar extranjeros. Y, lo que al principio era un asunto interno, se convirtió de pronto en un problema internacional. Yo intervine en representación del gobierno británico y Massey, a quien antes han conocido, en representación de los estadounidenses.
Varios grupos de soldados empezaron a sacar cadáveres de la zanja y a depositarlos en hileras junto al borde de ésta. Tara los observaba. La voz de Squires parecía llegarle de muy lejos. Con el rabillo del ojo vio que Daniel miraba más allá de los restos, inexpresivo, con el fusil aún en bandolera.
—Hicimos cuanto pudimos por detenerlo —continuó el británico—. Pero era listo. Siempre nos ganaba por la mano. En 1996 estuvimos a punto de detenerlo, en una emboscada que le tendimos en Asyut. Y volvió a escabullírsenos. Cruzó la frontera con Sudán y a partir de entonces nos fue imposible apresarlo. Detuvimos a muchos de sus seguidores, pero nos servía de muy poco si no lo teníamos a él. Y mientras estuviese fuera de Egipto no habría forma de capturarlo.
—Y por eso le pusieron una trampa para que regresase, ¿no?
—Bueno... Quizá fuese más exacto decir que la trampa apareció sola —repuso Squires, sonriente—. Nosotros nos limitamos a añadir algunos detalles. —Sacó un pañuelo y empezó a limpiarse los cristales de las gafas, mientras Yamal seguía haciendo entrechocar sus cuentas, cada vez más deprisa—. El detonante se produjo hace aproximadamente un año, cuando estuvo a punto de asesinar al embajador estadounidense. Cundió la alarma. Y nos sometieron a fortísimas presiones para que lo apresáramos. Se concibieron los planes más disparatados. Incluso se habló de arrojar sobre el norte de Sudán una bomba nuclear de acción limitada. Pero, entonces, el doctor Cadey hizo este extraordinario descubrimiento, y empezamos a enfocar nuestros planes de un modo completamente distinto.