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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (55 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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—¿Sabías lo de Samali? —preguntó con acritud.

Daniel asintió con la cabeza.

—En cuanto descubrí lo que era el fragmento llamé a Squires —explicó—; desde el zoo, cuando te dije que iba a telefonear a mi hotel. Y él me dijo lo que tenía que hacer.

—Y, cuando fuimos a Luxor, cuando subimos a las colinas... sabías que Dravic estaría allí, que íbamos a meternos en una trampa, ¿no?

—¿Qué podía hacer? Tenía que devolverles el texto. Era el único modo.

De pronto, Tara tuvo la sensación de oír la voz de su padre: «Daniel siempre da la impresión de que sería capaz de cortarse una mano si eso sirviera para averiguar más acerca de un tema. Y de cortarle la mano a otro también. Es un fanático».

—¿Y por qué no me lo contaste todo? —preguntó ella con voz entrecortada.

Daniel se acuclilló y volvió a dejar la daga en el suelo con sumo cuidado.

—Lo intenté —repuso—. Cuando estábamos en lo alto del Qurn, ¿lo recuerdas?, pero no me atreví. Estaba demasiado involucrado —añadió con un deje de sincero pesar—. Nunca he querido herirte, Tara. Cuando vimos a Dravic en las colinas... incluso entonces tuve dudas. Sabía que la tumba estaba vigilada, que si bajábamos nos apresarían. Por eso insistí en ir solo, para no ponerte en peligro. Pero te negaste. Insististe en acompañarme.

—Y todo lo que me decías...; toda esa comedia, asegurando que me querías y que temías por mí... —dijo ella, temblorosa.

—No era comedia, Tara. Lo sentía de verdad. Sólo que...

Se la quedó mirando un momento y luego se levantó. De pronto, como si se le hubiese apagado una luz interior, la momentánea calidez de sus ojos desapareció y no quedó más que una intensa frialdad.

—¿Sólo qué, Daniel? —dijo ella entre dientes.

—Pues que mi licencia era más importante —admitió él, encogiéndose de hombros.

Tara lo miró con expresión de furia y abatimiento a la vez. Luego, soltando un grito de dolor y frustración, se abalanzó sobre él y le arañó la cara.

—Pero... ¿qué clase de persona eres tú? —le gritó fuera de sí—. ¿Qué clase de monstruo puede ser capaz de hacer algo semejante? ¡Estuvieron a punto de violarme, hijo de puta! ¡Podrían haberme matado! ¿Y para qué? ¿Por tu maldita licencia? ¿Por eso has tenido el estómago de quedarte mirando mientras estaban a punto de matarme? ¡Estás enfermo! ¡No eres humano! ¡Eres repugnante! ¡Me das asco! ¡Asco!

Daniel le sujetó las muñecas y forcejeó con ella. Tara se resistió por unos segundos hasta que su furia remitió; entonces retrocedió hacia la roca, jadeante y llorosa.

—¡Eres un hijo de puta! —balbuceó—. Un hijo de puta y un mentiroso. ¡Podrían haberme matado!

Jalifa se acercó a ella y posó una mano sobre su hombro, pero ella la retiró. Oates y Squires se miraron. Yamal siguió haciendo entrechocar las cuentas del rosario. Daniel se tocó los arañazos del rostro y fulminó a Tara con la mirada.

En ese momento vieron acercarse a Massey.

—¿Me he perdido algo? —dijo el estadounidense mirando alrededor.

—El doctor Lacage y la señorita Mullray acaban de tener... una discusión sobre los acontecimientos de la última semana —repuso Squires con una sonrisa.

Massey reparó en los arañazos que Daniel tenía en la cara y se echó a reír a carcajadas.

De nuevo empezó a levantarse viento en el valle, arrojando arena contra sus piernas. Oates miró el reloj.

—Ya tendríamos que marcharnos, señor.

—Sí, es hora —Squires asintió—. Sólo me queda ultimar un par de detalles. ¿Por qué no me esperan los tres en el helicóptero?

Oates, Yamal y Massey dieron media vuelta y se dirigieron hacia el aparato. Squires se alisó el pelo, que se le había alborotado con el viento.

—No es que realmente tenga mucho más que explicarles —dijo Squires—. Una vez que Dravic hubo localizado la posición del ejército, Saif al-Thar empezó a hacer llegar hombres y equipo por helicóptero desde Libia. No se lo impedimos y nos limitamos a observar la operación por satélite. Supimos que había cruzado la frontera hace un par de días, e inicialmente planeamos irrumpir aquí mañana por la noche. Pero la pequeña odisea del inspector Jalifa nos obligó a adelantar el plan un día. Las Fuerzas Aéreas egipcias interceptaron sus helicópteros al acercarse a la frontera. Ocupamos su lugar y... bueno, creo que el resto ya lo conocen. Saif al-Thar está muerto, su organización destruida, y por el momento el mundo es un lugar más seguro.

Jalifa miraba la hilera de cadáveres depositados junto al borde de la zanja.

—¿Qué harán con ellos? —preguntó.

—¿Con los cuerpos? Pues... enterrarlos en el desierto. En algún lugar donde nadie los encuentre.

—¿Y con el ejército? —inquirió Jalifa señalando los cadáveres de la zanja.

—Lo dejaremos todo tal como está —contestó Squires en tono displicente—. Que el desierto vuelva a sepultarlo. Dentro de unos meses habrá desaparecido. Y luego, quién sabe, puede que algún día alguien haga el mayor descubrimiento de la historia de la arqueología. O el más grande redescubrimiento, si lo prefieren.

Squires le guiñó un ojo a Daniel, que lo miró impasible. A Jalifa se le había apagado el cigarrillo, por lo que sacó las cerillas para volver a encenderlo. Pero el viento soplaba con fuerza y apagó la llama. Lo intentó hasta tres veces más, en vano.

—Y eso es todo —concluyó Squires—. No ha sido nada fácil, pero todo ha resultado bien. Puede que de un modo un tanto curioso la historia del fragmento de texto que faltaba nos haya ayudado. Saif al-Thar estaba tan obsesionado por conseguirlo que nunca se le ocurrió pensar que la tumba fuese una falsificación. De modo que, en muchos aspectos, tenemos con usted una deuda de gratitud. —Sonrió y, mirando a Daniel, añadió—: Le dejo a usted pronunciar el último adiós. No quiero ser entrometido. Señorita Mullray, inspector Jalifa, ha sido un verdadero placer.

Los miró a ambos, los saludó con la mano y se encaminó hacia el helicóptero. Una ráfaga de viento alborotó su pelo.

—¿Y ahora qué? —preguntó Tara.

—Pues ahora... —contestó Jalifa—, creo que el doctor Lacage va a matarnos.

43

En el desierto occidental

Daniel se descolgó el fusil automático del hombro y les apuntó.

—No pueden dejarnos vivos —agregó Jalifa—. Después de decirnos todo lo que nos han dicho, no pueden permitir que vivamos y arriesgarse a que lo contemos todo.

—¿Daniel? —dijo Tara con voz ronca.

—Como ha dicho el inspector, sabéis demasiado —dijo él en tono inexpresivo—. No puedo dejar que deis al traste con todo. Ya he ido demasiado lejos. No hay vuelta atrás. —Dirigió el cañón del fusil hacia la zanja, indicándoles que fuesen hacia allí—. Quizá debería haberme negado cuando me pidieron que los ayudase, pero ¿quién iba a pensar que todo iba a terminar de esta manera? Si ese fragmento no hubiese faltado, todo habría marchado bien. Y, quién sabe, Tara, acaso hubiésemos podido reencontrarnos en otras circunstancias.

Ya habían llegado al borde de la zanja. Les indicó con ostensibles ademanes que se volviesen. Un mar de cadáveres desmembrados se extendía frente a ellos. Tara oyó que Jalifa musitaba una plegaria y, en un acto reflejo, le cogió la mano.

—No espero que lo entendáis —dijo Daniel—. Ni siquiera yo me entiendo. Todo lo que sé es que se me hacía insoportable resignarme a no poder volver a dirigir una expedición; a limitarme a observar mientras otros obtenían licencias para excavar en el valle. En mi valle. Gente que no sabe ni la mitad que yo, que no tiene ni la mitad de mi entusiasmo. Una panda de estúpidos e ignorantes. Eso... unido al temor de que, pese a todo, hiciesen un descubrimiento, que encontrasen una nueva tumba. No podía soportarlo. Era... horrible.

El viento había arreciado y alborotaba el cabello de Tara, quien ni siquiera reparaba en ello.

«Me va a disparar —pensó Tara—. Voy a morir.»

—Es mi sueño, ¿sabéis? —dijo Daniel—. Descubrir una nueva tumba. Dravic tenía razón. Es como una adicción. Pensadlo: entrar en una cámara mortuoria sellada quinientos años antes de Cristo. Imaginad la emoción que debe de sentirse. Dudo de que haya nada comparable.

A lo lejos, a su derecha, se oyó el estruendo de los rotores del helicóptero, que acababan de ponerse en marcha. Otros aparatos también se disponían a levantar el vuelo. Los soldados corrían a embarcar.

—Es curioso —prosiguió Daniel elevando mucho la voz para que se le oyese por encima del estruendo—. Cuando tú y yo estábamos en la tumba, Tara, y miraba las imágenes de las paredes mientras traducía el texto, pese a saber que todo era una falsificación hecha por mí, tenía la sensación, sin embargo, de que era auténtico; como si hubiese descubierto algo verdaderamente único y maravilloso. —Se echó a reír—. Eso es lo que dijo Carter, cuando vio por primera vez la tumba de Tutankamón. Carnarvon le preguntó: «¿Qué ve?». Y Carter contestó: «Cosas maravillosas». Por eso tenía que recuperar mi licencia y seguir excavando. Porque quedan aún muchas cosas maravillosas por descubrir.

Se oyó un clic cuando Daniel echó hacia atrás el cerrojo del arma, y Jalifa le apretó la mano a Tara.

—No tenga miedo, señorita Mullray —dijo—. Dios está con nosotros. Y nos protegerá.

—¿De verdad lo cree?

—No tengo más remedio. De lo contrario, ¿qué nos quedaría? Sólo desesperación —repuso, mirándola con una sonrisa—. Confíe en Dios, señorita Mullray. Confíe en lo que sea. Pero nunca desespere.

Los helicópteros empezaron a elevarse, dando bandazos a causa del viento. Tara y Jalifa se miraron. Ella no sentía miedo, sino algo parecido a la resignación. Iba a morir. Punto. No tenía sentido porfiar ni forcejear.

—Adiós, inspector —dijo ella, que le apretó la mano mientras el viento los azotaba con furia—. Gracias por tratar de ayudarme.

Una cortina de arena le dio en la cara y oscureció el sol. Volvió la cabeza, cerró los ojos y aguardó a que Daniel disparase.

El desierto tiene muchos recursos para someter a quien viola sus secretos. Puede recurrir a un calor tan abrasador como para hacer que la piel arda igual que el papel, disolver los ojos o licuar los huesos. Puede ensordecer a uno con el silencio, aplastarlo con su desolación, modificar el tiempo y el espacio de manera tal que quienes lo crucen pierdan el sentido de la orientación hasta el punto de no saber dónde están ni quiénes son. Puede inventar espejismos de sobrecogedora belleza, como una cascada, o un frondoso oasis, y hacerlos desaparecer en cuanto parece que uno está a punto de tocarlos, de volverlo loco de frustración. Puede alzar dunas montañosas para bloquear el paso, adoptar formas laberínticas de las que no exista la más remota esperanza de escapar. Sin embargo, de todas las armas de que dispone el desierto, ninguna es más poderosa ni más contundente por su capacidad de destrucción que la que llaman la Ira de Dios: la tormenta de arena.

Y acababa de desatarse. Súbitamente, como por ensalmo. El viento que se había levantado arreció de tal manera que hizo que, de pronto, el desierto estallase lanzando millones de toneladas de arena, semejantes a géiseres gigantescos que se elevaban hacia el cielo y oscurecían el sol. El aire pareció solidificarse. Su fuerza era descomunal. Las cajas de madera rodaban a tal velocidad por el suelo que parecían pelotas esféricas; las balas de paja se desintegraron; los barriles de gasóleo salieron disparados como impulsados por una descomunal catapulta. Uno de los helicópteros quedó aplastado contra la pendiente de una duna; dos chocaron, explotaron en una enorme bola de fuego que se extinguió en cuestión de segundos bajo un manto de arena. Los soldados, los camellos y las cabezas de los cadáveres de la excavación rodaban por el suelo creando un espectáculo dantesco en medio de un estruendo ensordecedor.

Tara salió despedida hacia la zanja y cayó entre los cadáveres. Oyó crujir huesos y piel reseca bajo su peso. Saltaban dientes de las bocas de los muertos. Fue rodando por la zanja; los esqueletos la golpeaban con sus brazos y sus piernas. Al fin quedó de bruces, con la cabeza dentro de la cavidad de un estómago osificado, mientras una boca milenaria se ceñía a su cuello como si le diese el beso de la muerte. Ella permaneció inmóvil, aturdida y horrorizada. Al cabo de unos segundos reaccionó, se arrodilló y trató de ponerse en pie. Pero el viento era demasiado fuerte y la hizo caer de nuevo. Entonces empezó a gatear sobre pechos y espaldas, apoyando los pies sobre fémures y columnas vertebrales, como si fuesen peldaños de una macabra escalera que se partían bajo su peso. La arena laceraba su carne; se le metía por las fosas nasales y las orejas, como si se hundiese en ella.

Llegó a lo alto de la zanja y pegó el vientre al suelo, tapándose la boca con la pechera de la blusa. Detrás de ella el ejército estaba desapareciendo, tragado por olas de arena. Al mismo tiempo, alrededor de la zanja, aparecían docenas de nuevos cadáveres. Una mano disecada asomó justo frente a su cara con los dedos extendidos, como si pretendiese agarrarse a ella. Sobresalían puntas de lanza, un caballo saltó desde lo alto de la duna, emergió una cabeza que al instante quedó sumergida de nuevo. El viento era ensordecedor, como si miles de lobos aullasen a la vez.

Tara buscó con la mirada a Daniel y a Jalifa, pero no vio más que una cegadora cortina de arena. Oyó un ahogado estruendo a su izquierda y levantó la cabeza, tensando los músculos del cuello al máximo para vencer la descomunal resistencia del viento. El estruendo arreció y apareció un helicóptero que empezó a girar sin control por encima de su cabeza. Por un instante, Tara entrevió el rostro de Squires a través de una ventanilla, tenía la boca abierta, como si gritara. El helicóptero siguió girando y fue a estrellarse contra la gigantesca roca. Se vio un fogonazo, una llamarada, acompañados de una explosión. Y después, nada. Tara se arrodilló con la cabeza gacha y gateó hacia delante.

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