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Authors: Paul Sussman

Tags: #Policíaca, intriga

El enigma de Cambises (56 page)

BOOK: El enigma de Cambises
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Al cabo de tres o cuatro metros se detuvo y trató de volverse; el rugido de la tormenta era tal que aunque gritase no oía su propia voz. Siguió gateando, volvió a detenerse y esta vez vio moverse algo a su derecha. Fue hacia allí.

Se encontraban más cerca de lo que suponía, y enseguida topó con ellos. Daniel estaba a horcajadas encima de Jalifa, sujetando el fusil con ambas manos y tratando de encañonar al inspector, que a su vez sujetaba el cañón del arma y porfiaba por dirigirlo hacia el cuello de Daniel.

Ninguno de los dos reparó en ella, que cogió a Daniel del pelo y tiró hacia atrás, haciéndolo caer de espaldas. Quedaron los tres de bruces, aplastados por el viento, con los ojos y la boca llenos de arena. Por un instante Tara y el inspector lograron inmovilizar a Daniel, pero una furiosa ráfaga de viento y arena tumbó de espaldas a Jalifa. Daniel fue a recoger el fusil, que había quedado a un metro a su izquierda. Tara lo intentó también, pero Daniel le soltó un manotazo que la arrojó al suelo, casi rozando la punta de una espada que asomaba. Jalifa había conseguido arrodillarse de nuevo y gateaba hacia ellos frenado por el viento. No pudo evitar que Daniel se apoderase del arma y lo golpease con la culata en la cabeza, haciéndolo caer encima de Tara.

Otra ráfaga de arena los cegó a los tres. Cuando alzaron de nuevo la vista, Daniel se les había escabullido. Lo vieron arrodillarse, desafiar el vendaval y levantarse tambaleante, como si estuviese ebrio, tratando de apuntar hacia ellos.

Jalifa miró alrededor. Descubrió a su lado un fémur desprendido de un esqueleto. Lo cogió y se lo lanzó a Daniel. No era un arma muy contundente a aquella distancia, pero el viento le imprimió una endiablada velocidad, y fue a estrellarse contra el cuello de Daniel con la fuerza de un martillo. Daniel se tambaleó y desapareció en una nube de arena. Jalifa saltó hacia delante para ir tras él, y Tara lo siguió.

No lo veían por ninguna parte. Lograron avanzar unos diez metros y, de pronto, Jalifa le sujetó el brazo a Tara y señaló hacia delante. Ella hizo pantalla con la mano para protegerse los ojos y siguió la dirección que indicaba él. Allí, en el suelo, entrevistas como detrás de una cortina de finísimas cuentas, estaban las perneras de los tejanos de Daniel. No se veía nada de cintura para arriba. Se detuvieron un momento, vacilantes, y a continuación, tras dar unos pasos más, vieron el resto.

—¡Oh, Dios! —exclamó Tara—. ¡Oh, Dios mío!

Daniel estaba boca arriba, ensartado en una espada que sobresalía de su esternón. Era una espada corta que tenía grabada una serpiente, ahora ensangrentada, con los colmillos ceñidos a la hoja, como si hubiese participado en el letal ataque.

—¡Oh, Dios! —repitió ella desviando la mirada—. ¡Oh, Daniel!

Se sentó, atónita y ajena al caos que la rodeaba. Todo en su vida parecía haberse roto y desintegrado. Su padre había muerto; Daniel también. Era como si la envoltura de su pasado se hubiese desprendido para dejarla en carne viva. Había condicionado durante muchos años su vida a aquellos dos hombres, y ya no existían. ¿Qué quedaba de ella? Estaba destrozada. No creía que alguna vez fuese capaz de rehacerse de aquellos golpes.

—¡Señorita Mullray! —le gritó Jalifa al oído—. ¡No podemos seguir aquí, señorita Mullray! La arena nos sepultaría. ¡Debemos irnos como sea!

Tara no reaccionó.

—¡Por favor, señorita Mullray! —volvió a gritar Jalifa—. Hemos de salir de aquí de inmediato. Es nuestra única posibilidad.

Advirtió que ella se había sumido en un estado que anulaba su voluntad y que estaba a punto de abandonarse a la muerte. Le cogió la cara con ambas manos y la obligó a mirarlo.

—¡Por favor! —le gritó con la voz semiahogada por la furia del viento y la arena—. Sea fuerte. ¡Debe ser fuerte!

Tara lo miró. La arena le azotaba el rostro con tal violencia que temió que la desfigurase. Pero asintió con la cabeza. Él tiró de su mano y, lentamente, empezó a gatear hacia delante. Al cabo de unos metros Tara miró hacia atrás, en dirección al cadáver de Daniel, que yacía con la boca abierta y llena de arena. Al instante, se formó a su alrededor un remolino semejante a un tornado, y Daniel desapareció de su vista. Se obligó a volver la cabeza y fue tras el inspector, dejando atrás toda aquella locura.

Era increíble que la tormenta pudiese arreciar aún más. Pero, cuando parecía haber alcanzado su punto de máxima violencia, aulló con tal fuerza y desencadenó su furia de tal modo que sus embestidas anteriores parecían un suave preludio. Fuerzas descomunales rugían a su alrededor. Tara se sintió como si le arrancasen la ropa, la piel, la carne; le triturasen los huesos. No tenía ni idea de hacia dónde iba ni por qué. Había perdido la noción de todo. Avanzaba como una autómata, impulsada por algo ajeno a toda racionalidad. Sólo era consciente de que tenía que seguir adelante.

Al llegar al pie de la duna empezaron a ascender a gatas, con exasperante lentitud. Cada movimiento era una tortura para cada uno de sus músculos y tendones. El aire era tan denso a causa de la arena que, de haber entreabierto mínimamente los párpados, se le habrían salido los ojos de las órbitas. De modo que se resignaron a avanzar con los ojos cerrados, orientándose sólo por la inclinación de la pendiente. Iban cogidos de la mano, alzando y bajando los brazos acompasadamente, mientras que con la otra mano se tapaban la boca con la camisa, aspirando breve e intensamente.

Era tal la violencia del viento que incluso de rodillas era difícil mantener el equilibrio.

A Tara se le hacía imposible seguir ascendiendo. Estaba extenuada. Habría dado cualquier cosa por detenerse y quedarse tumbada e inmóvil. Pero siguió avanzando. Cuando ya se le doblaban las rodillas la pendiente dejó paso a una superficie llana. Había llegado a la cima. Oyó la voz de Jalifa, que le sonó muy lejana.

—Agache la cabeza, señorita Mullray y... contonéese. Contonéese cuanto pueda para que no se le acumule la arena en el cuerpo.

Tara le apretó la mano para indicarle que lo había oído y apoyó la cara en su brazo. La tormenta seguía aullando, asaeteándole el cuerpo como si millones de mosquitos se cebasen en ella.

«Debo contonearme —pensó—. Pues muy bien, nena, contonéate.»

Empezó a mover las caderas, pero estaba demasiado agotada y al cabo de un instante se desplomó y quedó inmóvil. Se apoderó de ella una súbita y deliciosa sensación de paz, como si la envolviese una tela de terciopelo negro. Por su mente pasaron imágenes fugaces de sus padres, de Daniel, de Jenny, de la gargantilla que su padre le había regalado al cumplir los quince años. Recordó que al levantarse había encontrado un sobre sobre la repisa de la chimenea. Y que había seguido las claves de la senda del tesoro hasta la buhardilla; recordó también su risa jubilosa al abrir el viejo baúl y encontrar la gargantilla oculta en su interior. Y rio ahora también, con una risa cada vez más sonora que emergió de la tormenta y llenó el universo entero. Se abandonó a la risa, dejando que la lavase y la cubriese, y entonces, de pronto, vio un resplandor intenso y no recordó nada más.

Epílogo

El inspector Jalifa estaba dormido junto a su esposa. Una cascada de pelo negro y suave le cubría el rostro. Zainab tenía unos cabellos suaves y fragantes y, como hacía siempre que estaban juntos en la cama, él le abría la melena como quien descorre un cortina y aspiraba su fragancia. Pero entonces, en lugar de llenarlo de una sensación apacible y deliciosa, le provocó un ataque de tos, tan incontrolable que tuvo que volverse y levantarse. Llovía arena sobre su espalda y sobre sus hombros; su esposa y su cama se habían evaporado. Estaba de pie encima de una duna, en mitad del desierto, bajo un sol abrasador y con la boca llena de arena. Al parecer, la tormenta había cesado.

Escupió en el suelo y tuvo otro acceso de tos. Se aclaró la garganta y, de pronto, reparó en que Tara había desaparecido. Estaba a su lado cuando llegaron a la cima. No le cabía la menor duda. Pero ahora no había rastro de ella. Se arrodilló y empezó a escarbar alrededor, por si acaso estaba cubierta de arena y sin sentido. Al no ver la menor señal de que su cuerpo se encontrase por allí, pensó que quizá el viento la hubiese lanzado hacia delante o cuesta abajo. Escarbó un poco más allá y, cuando ya empezaba a desesperar, su mano chocó con algo sólido. Excavó furiosamente hasta que dio con un pie. Lo cogió por el tobillo y tiró hacia arriba. El cuerpo estaba muy hundido, y tuvo que seguir excavando hasta dar con la pierna, y luego con la otra.

—¡Vamos! —se apremió—. ¡Cava más deprisa!

Tiró de ambos tobillos, pero tampoco consiguió que asomase el cuerpo. Cambió de ángulo, tirando desde la parte superior, en lugar de hacerlo desde un lado. Asomó entonces un hombro, la nuca y a continuación el brazo izquierdo. De inmediato le tomó el pulso. No latía.

—¡Por favor, Alá! —clamó—. ¡No permitas que muera!

Le limpió la arena que tenía en la cara y la echó boca arriba.

Tenía los ojos cerrados y los labios y la boca llenos de granitos amarillentos, semejantes a migas de bizcocho. Volvió a tomarle el pulso, y, como tampoco notó nada, la volvió boca abajo. Le pasó un brazo por la cintura y tiró del torso hacia atrás. Repitió varias veces la operación, tirando con todas sus fuerzas para devolverla a la vida.

—¡Vamos! —le gritó—. ¡Respire! ¡Respire, joder!

Lo intentó de nuevo, y de pronto el cuerpo de Tara se movió convulsamente, como si acabase de recibir una descarga eléctrica. Por un instante, permaneció inmóvil, colgada de los brazos de Jalifa como de un columpio, y acto seguido empezó a toser y a escupir. El inspector tiró de su torso hacia atrás una vez más y le provocó un vómito mezclado con arena. Tara abrió la boca en busca de aire y cuando logró normalizar la respiración, Jalifa la posó con suavidad en el suelo.

—Gracias, señor —musitó—. Gracias.

A Tara le llevó unos instantes recuperarse. Tosía, escupía y respiraba hondo. Luego se pasó un brazo por la boca, se sentó y miró a Jalifa, que estaba en cuclillas cerca de ella. Ambos asintieron con la cabeza, sonrieron y dirigieron la mirada hacia el valle. El ejército había desaparecido. Todo se había esfumado; las tiendas, los helicópteros, las cajas, los cadáveres. No quedaba nada. Todo había quedado sepultado como si nunca hubiese existido. Sólo asomaba la enorme pirámide de roca, erguida hacia el pálido cielo de la mañana, rodeada de nuevo por un resplandeciente mar de dunas. Parecía irradiar satisfacción, como si hubiese presenciado la representación de un drama y hubiera encontrado satisfactorio el desenlace.

Permanecieron un rato en silencio, mirando hacia la lejanía, tratando de asimilar la experiencia por la que acababan de pasar.

—¿Y el móvil? —preguntó Jalifa.

Tara se palpó los bolsillos. Pero no lo tenía.

—Ha debido de caerse.

—¿Y el GPS?

—Lo tenía Daniel.

Jalifa asintió con la cabeza y se recostó contra la falda de la duna.

—Pues entonces me temo que vamos a tener un pequeño problema para regresar.

—¿A qué distancia estamos?

—No muy lejos. A unos ciento cincuenta kilómetros del enclave más próximo. Pero no tengo ni idea de en qué dirección. Un error de un grado bastaría para llevarnos a Sudán.

—Dimacos lo consiguió.

—Sólo en la imaginación del doctor Lacage.

—Claro —dijo ella con una sonrisa—. Lo olvidaba.

Jalifa hurgó en los bolsillos, sacó el paquete de Cleopatra y le ofreció uno a Tara.

—¿No tendrá por ahí unos cubitos de hielo? —dijo ella.

—¿Cubitos de hielo?

—Es que estoy tratando de dejar de fumar, y cuando tengo muchas ganas, me calmo chupando cubitos.

—Ah, ya. Pues me temo que no me quedan cubitos de hielo.

—En ese caso, no tendré más remedio que aceptar un cigarrillo —dijo ella, sacando uno del paquete y llevándoselo a los labios. Jalifa tendió el brazo y le dio fuego.

—Esto me va a costar tener que pagarle cien libras a mi mejor amiga —dijo ella cerrando los ojos e inhalando el humo con fruición—. Apostamos a ver si era capaz de estar un año sin fumar. Llevaba once meses y dos semanas.

—Impresionante —dijo Jalifa—. Yo fumo un paquete diario desde que tenía quince años.

—¡Dios! ¡Se va a matar!

Se miraron y se echaron a reír.

—Me parece que en adelante va a importar muy poco cuántos cigarrillos fume —dijo Jalifa.

—No cree que tengamos ninguna posibilidad de salir de aquí, ¿verdad?

—Pues no.

—¿No me ha aconsejado usted que nunca hay que desesperar?

—Sí. Pero en este caso, no veo salida.

Volvieron a echarse a reír con ganas. No fue una risa forzada. Tara dio otra calada. No recordaba que ningún cigarrillo le hubiese sabido tan bien como aquél.

—Le parecerá extraño —dijo ella—, pero me siento feliz. Voy a morir de sed en mitad del desierto y todo lo que se me ocurre es reír. Es como...

—Como si se hubiese quitado un peso de encima —la interrumpió Jalifa.

—Exactamente. Me siento limpia, libre, dueña de mi propia vida.

—Lo entiendo. Porque a mí me ocurre igual. Hemos saldado cuentas con el pasado y ahora podemos mirar hacia delante.

—Aunque no muy lejos.

—No, desde luego. No muy lejos. Pero hacia delante —dijo él aspirando de nuevo el humo del cigarrillo—. Echaré de menos a mi esposa y a mis hijos.

Volvieron a dirigir la mirada hacia la lejanía, fumando en silencio. El sol ascendía lentamente y el aire empezaba a reverberar. La ondulación del mar de dunas se extendía hasta el horizonte. Era curioso pensar que, hasta hacía sólo un rato, todo había sido un caos, y en cambio ahora todo parecía plácido y ordenado. Tara pensó en lo hermoso que era aquel paisaje; aquella simetría de líneas onduladas y los cambiantes matices de la arena. Antes el desierto se le había antojado una prisión. Pero ahora, aunque fuese a morir, se sentía en plena armonía con él.

Apuró la colilla y la tiró. Después de casi un año sin fumar, el tabaco la había mareado un poco, y al mirar hacia abajo, tuvo la sensación de que la arena temblaba. O, por lo menos, un pequeño rodal, cerca de la base de la pirámide. Respiró hondo por dos veces, cerró los ojos y, al volver a mirar, vio de nuevo el temblor y una especie de hoyo que se abría y cerraba, como si el desierto abriese la boca para respirar. Le dio un leve codazo a Jalifa y señaló hacia la pirámide. El inspector frunció el entrecejo y se puso de pie.

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