La estudiante mira tímidamente a Charlie.
—No sabía que estuvieras con Gil… —empieza.
Del interior nos llega la voz de la profesora Henderson, del departamento de Literatura Comparada, que presenta a Taft a la audiencia.
—Olvídalo —dice Charlie, pasando frente a la mesa y dirigiéndose a la entrada. Los demás lo seguimos.
El auditorio está completamente lleno. A lo largo de las paredes y junto a la entrada, en la parte posterior del salón, los que no pudieron encontrar lugar permanecen de pie. Veo a Katie en una de las últimas filas junto a otras dos alumnas del Ivy, pero antes de que pueda llamarle la atención Gil me empuja hacia delante, buscando un lugar donde quepamos los cuatro. Se lleva un dedo a los labios y señala el escenario. Taft camina hacia el podio.
La conferencia del Viernes Santo es una tradición muy arraigada en Princeton, la primera de las tres celebraciones de Pascua que se han convertido en acontecimientos ineludibles en la vida social de muchos estudiantes, sean cristianos o no. Dice la leyenda que estas celebraciones fueron inauguradas en la primavera de 1758 por Jonathan Edwards, el fogoso clérigo de Nueva Inglaterra que en sus ratos libres hacía de tercer presidente de Princeton. La noche del Viernes Santo, Edwards pronunciaba un sermón frente a los estudiantes, seguido de una cena religiosa la noche del sábado y una misa a medianoche, justo al empezar el Domingo de Pascua. De alguna manera, estos rituales han pervivido hasta el día de hoy, gracias a esa inmunidad al tiempo y a la fortuna que la universidad, como un viejo pozo de brea, confiere a cualquier cosa que involuntariamente caiga en ella y muera.
Una de esas cosas fue el mismo Jonathan Edwards. Poco después de su llegada a Princeton, Edwards recibió una potente inoculación contra la viruela, y el resultado fue que en cuestión de tres meses el viejo había muerto. A pesar del hecho de que probablemente Edwards era un hombre demasiado débil para inventar las ceremonias que se le han atribuido, las autoridades de la universidad recrean las tres, año tras año, en lo que eufemísticamente ha dado en llamarse «un contexto moderno».
Sospecho que Jonathan Edwards nunca tuvo muy alta opinión de los eufemismos ni de los contextos modernos. Considerando que su más famosa metáfora de la vida humana incluía una araña balanceándose sobre el infierno, colgada allí por un Dios iracundo, cada primavera el viejo debe revolverse en la tumba. El sermón del Viernes Santo ya no es más que una conferencia pronunciada por un miembro de la Facultad de Humanidades en la que lo único que se menciona menos veces que Dios es el infierno. La cena religiosa, que era austera y calvinista en su concepción original, es ahora un banquete en el más bello de los comedores estudiantiles. Y la misa de medianoche, que en otra época seguramente hacía temblar las paredes, es ahora una celebración aconfesional de la fe, en la cual ni siquiera ateos y agnósticos se sienten fuera de lugar. Tal vez por eso, a las festividades de Pascua asisten estudiantes de todas las extracciones posibles, y todos parten después alegremente, con sus expectativas confirmadas y sus sensibilidades respetadas.
Taft está en el podio, gordo y desaliñado como siempre. Al verlo pienso en Procusto, el mitológico bandolero que torturaba a sus víctimas estirándolas sobre una cama si eran demasiado bajitas o cortándolas si eran demasiado altas. Cada vez que lo veo pienso en lo contrahecho que es, en que su cabeza es demasiado grande y su tripa demasiado redonda, en que la grasa le cuelga de los brazos como si le hubieran arrancado la carne de los huesos. Aun así, el papel que Taft asume sobre el escenario tiene cierta cualidad operística. Vestido con su camisa blanca y arrugada y su raído abrigo de tweed, Taft es más imponente de lo que su aspecto haría pensar, un cerebro que presiona desde dentro y amenaza con reventar las costuras. La profesora Henderson se acerca a él, tratando de ajustar el micrófono sobre su solapa, y Taft se queda quieto, como un cocodrilo cuando un pájaro le limpia los dientes. Éste es el gigante que le sirve las lentejas a Paul. Al recordar la historia de Epp Lang y el perro, el estómago se me revuelve de nuevo.
Cuando encontramos un espacio en la parte posterior del auditorio, Taft ha empezado a hablar, y de inmediato se desmarca de las habituales bobadas de Viernes Santo. Ha traído una presentación de diapositivas, y sobre la blanca y ancha pantalla de proyección aparece una serie de imágenes, cada una más terrible que la anterior. Santos torturados. Mártires asesinados. Taft está diciendo que es más fácil dar la fe que la vida, pero más difícil de quitar. Ha traído ejemplos para probar lo que dice.
—San Denis —dice su voz, latiendo a través de los altavoces colocados encima del escenario—, fue sometido al martirio de la decapitación. Según la leyenda, su cuerpo se levantó y se llevó consigo su propia cabeza.
Sobre el atril aparece la pintura de un hombre ciego con la cabeza sobre un tajo. El verdugo blande un hacha enorme.
—San Quintín —continúa, avanzando a la imagen siguiente—. Pintado por Jacob Jordaens, 1650. Fue llevado al potro de tortura y luego azotado. Rogó a Dios que le diera fuerza, y sobrevivió, pero después fue llevado a juicio por brujería. Volvió al potro, volvió a ser azotado, y le perforaron la piel con cables de hierro de los hombros a los muslos. Le clavaron clavos de hierro en los dedos, en el cráneo, en el cuerpo. Al final, fue decapitado.
Charlie, incapaz de ver adonde puede conducir todo aquello, o simplemente inmune a las imágenes tras los horrores que ha visto con el equipo de ambulancias, se da la vuelta hacia mí.
—¿Y qué quería Stein? —pregunta.
En la pantalla aparece la imagen oscura de un hombre desnudo (salvo por un taparrabos) a quien obligan a acostarse sobre una superficie de metal. Debajo de él han encendido un fuego.
—San Lorenzo —continúa Taft, tan familiarizado con los detalles que no necesita recurrir a ningún apunte—. Sufrió el martirio en el 258. Fue quemado vivo sobre unas parrillas.
—Ha encontrado un libro que Paul necesita para su tesina —digo.
Charlie señala el atado que Paul lleva en la mano.
—Debe ser importante —dice.
Me quedo esperando una agudeza, un recordatorio de la forma en que Stein interrumpió nuestro juego, pero Charlie ha hablado con respeto. Tanto él como Gil siguen equivocándose cinco de cada diez veces al pronunciar el título de la
Hypnerotomachia
, pero Charlie, al menos, sabe lo duro que Paul ha trabajado, cuánto significa esta investigación para él.
Taft aprieta de nuevo un botón detrás del atril y aparece una imagen aun más extraña. Un hombre yace sobre un tablón de madera con un hoyo en el costado de su abdomen. Dos hombres, uno a cada lado del cuerpo, van sacando del hoyo una cuerda y la enrollan sobre un asador.
—San Erasmo —dice Taft—. También conocido como Elmo. Fue torturado por el emperador Diocleciano. Aunque lo azotaron con látigos y palos, sobrevivió. Aunque lo cubrieron de alquitrán y le prendieron fuego, sobrevivió. Después de ser encarcelado, escapó. Fue capturado de nuevo y le obligaron a sentarse en una silla de hierro candente. Finalmente lo mataron abriéndole el estómago y enrollando sus intestinos en un cabestrante.
Gil se gira hacia mí.
—Esto es toda una novedad.
Una cara de la última fila se gira para pedirnos que nos callemos, pero al ver a Charlie parece pensárselo dos veces.
—Los vigilantes ni siquiera quisieron escuchar lo del mosquitero —le dice Charlie a Gil en susurros, aún buscando conversación.
Gil vuelve a fijarse en el escenario. No está dispuesto a volver al tema.
—San Pedro —continúa Taft—, por Miguel Ángel, alrededor de 1550. Pedro sufrió el martirio en la época de Nerón; fue crucificado cabeza abajo a petición propia. Era demasiado humilde para ser crucificado como Cristo.
Sobre el escenario, la profesora Henderson parece incómoda, y se toquetea nerviosamente un lunar de la manga. Sin ningún hilo argumental que conecte una diapositiva con la siguiente, la presentación de Taft comienza a parecer menos una conferencia que el espectáculo voyeurista de un sádico. El acostumbrado murmullo que suele haber en el auditorio de los Viernes Santos se ha transformado en un silencio excitado.
—Oye —dice Gil, llamando a Paul con un golpecito en la manga—, ¿Taft siempre habla de esto?
Paul asiente.
—Es un poco raro, ¿no? —susurra Charlie.
Los dos, que han pasado mucho tiempo alejados de la vida académica de Paul, se dan cuenta de ello por primera vez.
Paul asiente de nuevo, pero no dice nada.
—Y así llegamos —dice Taft—al Renacimiento. Hogar del hombre que adoptó el lenguaje de la violencia que he tratado de transmitiros. Lo que quiero compartir con vosotros esta noche no es una historia que ese hombre creara con su muerte, sino una parte de la misteriosa historia que creó mientras vivió. El hombre era un aristócrata de Roma llamado Francesco Colonna. Escribió uno de los libros más extraños jamás impresos: la
Hypnerotomachia Poliphili
.
Los ojos de Paul —las pupilas dilatadas en la oscuridad—están fijos en Taft.
—¿De Roma? —susurro.
Paul me mira, incrédulo. Antes de que pueda contestarme, sin embargo, hay un escándalo detrás de nosotros, en la entrada del auditorio. Una discusión repentina y violenta ha estallado entre la chica de la puerta y un hombre corpulento que todavía está en la sombra. Sus voces inundan la sala de conferencias.
Para mi sorpresa, cuando el hombre se asoma a la luz, lo reconozco de inmediato.
M
ientras siguen las airadas protestas de la rubia de la puerta, Richard Curry entra en el auditorio. Docenas de cabezas se giran en la parte posterior de la sala. La mirada de Curry recorre la audiencia y enseguida se dirige al escenario.
—Este libro —continúa Taft al fondo, totalmente ajeno a la conmoción—es quizás el más grande misterio de la impresión occidental.
De todas partes surgen miradas incómodas que escrutan al intruso. El aspecto de Curry es desordenado: la corbata suelta, la americana en la mano, la mirada dislocada en sus ojos. Paul comienza a abrirse paso a través de una pequeña multitud de estudiantes.
—Fue publicado por la imprenta más famosa de toda la Italia renacentista, pero incluso la identidad de su autor sigue debatiéndose fuertemente.
¿Qué hace ese tipo? —susurra Charlie.
Gil sacude la cabeza.
¿No es Richard Curry?
Ahora Paul está en la fila posterior, tratando de llamar la atención de Curry.
—Muchos lo consideran no sólo el libro más malinterpretado del mundo, sino también, acaso superado sólo por la Biblia de Gutenberg, el más valioso.
Paul se detiene junto al hombre. Le pone una mano sobre la espalda, casi con cautela, y le dice algo en voz baja, pero el viejo niega.
—He venido —dice Curry, en voz tan alta que la gente de la primera fila se da la vuelta para echar un vistazo—para dar mi opinión.
Taft ha dejado de hablar. Todos los espectadores miran al extraño. Curry se pasa una mano por el pelo. Mirando desafiante a Taft, vuelve a hablar.
—¿El lenguaje de la violencia? —Dice con voz aguda y desconocida—. Yo ya he escuchado esta conferencia. Hace treinta años, Vincent, cuando me tenías por un espectador. —Se gira hacia el público y abre los brazos, dirigiéndose a todos los presentes—. ¿Os ha hablado de san Lorenzo? ¿De san Quintín? ¿De san Elmo y el cabrestante? ¿Es que no ha cambiado nada desde hace treinta años, Vincent?
Los murmullos recorren la sala de butacas a medida que la gente conoce la burla de Curry. En una esquina, alguien ríe.
—Este hombre, amigos míos —dice Curry, señalando el escenario—, es un pirata. Un estúpido y un ladrón. —Se gira para concentrarse en Taft—. Hasta un charlatán puede engañar dos veces a la misma persona, Vincent. Pero ¿tú? Tú te aprovechas de los inocentes. —Se lleva los dedos a la boca y da un beso—.
Bravissimo, il Fraudolento!
—Con los brazos levantados, anima al público a que se ponga de pie—. Por favor, amigos míos, una ovación. Tres hurras por san Vicente, santo patrón de los ladrones.
Taft se enfrenta a la intrusión con tono forzado.
¿Por qué has venido, Richard?
¿Se conocen? —susurra Charlie.
Paul intenta distraer a Curry diciéndole que se detenga, pero Curry continúa.
—¿Por qué has venido tú, viejo? ¿Qué es todo esto, un montaje o una conferencia erudita? ¿Qué robarás esta vez, ahora que el libro del capitán se te ha ido de las manos?
Ante esto, Taft se inclina hacia delante y grita:
—No sigas. Pero ¿qué haces?
Pero a Curry se le escapa la voz como un espíritu exorcizado.
¿Dónde has puesto el pedazo de cuero del diario, Vincent? Dímelo y me iré. Podrás seguir adelante con esta farsa.
Las sombras de la sala de conferencias se reflejan angustiosamente en el rostro de Curry. Al fin, la profesora Henderson se incorpora de un salto y ruge:
¡Que alguien llame a los de Seguridad!
Un vigilante llega a tener a Curry al alcance de la mano, pero Taft le hace la señal de que se aleje. Ha recuperado el dominio de sí mismo.
—No —gruñe el ogro—. Dejad que se marche. Se irá solo, ¿no es así, Richard? ¿Antes de que se te lleven a rastras?
Curry permanece incólume.
—Míranos, Vincent. Veinticinco años y todavía estamos librando la misma guerra. Dime dónde está el plano y no volverás a verme. Nada más hay entre nosotros. El resto —el brazo de Curry barre el auditorio, abarcándolo todo—no vale nada.
—Vete, Richard —dice Taft.
—Ambos lo hemos intentado y ambos hemos fracasado —continúa Curry—. ¿Cómo lo dicen los italianos? «No hay peor ladrón que un mal libro». Portémonos como hombres y quitémonos de en medio. ¿Dónde está el plano?
Hay susurros por todas partes. El vigilante se coloca entre Paul y Curry pero, para mi sorpresa, éste baja repentinamente la cabeza y comienza a caminar hacia el pasillo del extremo opuesto. El vigor ha desaparecido de su rostro.
—Viejo estúpido —dice, dirigiéndose a Taft aunque le esté dando la espalda al escenario—. Sigue actuando.
Los estudiantes que están apoyados en la pared se abren paso hacia el frente del auditorio, manteniendo la distancia. Paul se queda clavado en el suelo mientras observa cómo se marcha su amigo.