—¡Oficial! ¡Oficial! Necesito su ayuda…
Gil se da la vuelta. Mira fijamente hacia la habitación de Katie; cuando ve al vigilante aparecer en el marco de la ventana emplomada, su expresión se llena de alivio. Nos ponemos en camino en medio del viento cortante, y no pasa mucho tiempo antes de que Holder se desvanezca tras una cortina de nieve. El campus, cuando descendemos hacia Dod, está casi desierto, y los residuos del calor de los túneles parecen evaporarse entre las perlas de nieve que me resbalan por las mejillas. Paul se nos ha adelantado un poco; camina con más resolución que nosotros. En todo el trayecto no pronuncia una sola palabra.
C
onocí a Paul gracias a un libro. Probablemente nos hubiéramos conocido de todas formas en la Biblioteca Firestone, o en un grupo de estudio, o en una de las clases de literatura que ambos seguimos el primer año, así que tal vez lo del libro no tenga nada de especial. Pero si se considera que éste en particular tenía más de quinientos años de antigüedad, y era además el mismo que mi padre había estado estudiando antes de morir, el acontecimiento parece más trascendental.
La
Hypnerotomachia Poliphili
, que en latín significa «La búsqueda del amor de Polifilo entre sueños», fue publicada alrededor de 1499 por un veneciano llamado Aldus Manutius. La
Hypnerotomachia
es una enciclopedia disfrazada de novela: una disertación sobre todo lo existente, desde la arquitectura hasta la zoología, escrita en un estilo que a una tortuga le parecería lento. Es el libro más largo jamás escrito sobre un hombre que sueña y hace que Marcel Proust, que escribió el libro más largo jamás escrito sobre un hombre que se come una magdalena, parezca Ernest Hemingway. Y me atrevería a sugerir que los lectores del Renacimiento opinaban lo mismo. La
Hypnerotomachia
fue un dinosaurio en su propia época. Aunque Aldus era el mayor impresor del momento, la
Hypnerotomachia
es un enredo de tramas y personajes que no tienen nada en común salvo su protagonista, un hombre arquetípico y alegórico llamado Polifilo. En líneas generales, el asunto es éste: Polifilo tiene un sueño extraño en el cual busca a la mujer que ama. Pero la forma en que está contado es tan complicada que incluso la mayoría de estudiosos del Renacimiento —esa gente que lee a Plotino en la parada del autobús—consideran que la
Hypnerotomachia
es dolorosa, tediosamente difícil.
La mayoría con excepción de mi padre, quiero decir. Él se movía entre los estudios históricos del Renacimiento a su aire y cuando la mayoría de sus colegas le dio la espalda a la
Hypnerotomachia
, él la puso en su punto de mira. Quien lo sedujo para la causa fue un profesor llamado McBee, que enseñaba historia europea en Princeton. McBee, que murió un año antes de que yo naciera, era un hombre menudo con orejas elefantiásicas y dientes diminutos, que debía todo su éxito a su personalidad efervescente y astuta percepción de las razones por las cuales la historia valía la pena. Su aspecto no era gran cosa, pero aquel hombrecillo estaba muy bien considerado en el mundo académico. Cada año, su conferencia de clausura sobre la muerte de Miguel Ángel llenaba el auditorio más grande del campus, y dejaba a los demás académicos con los ojos húmedos y el pañuelo en la mano. Pero sobre todo, McBee era el gran promotor del libro que todos sus colegas ignoraban. Creía que la
Hypnerotomachia
tenía algo especial, quizás algo de gran importancia, y convenció a sus estudiantes para que investigaran el verdadero significado del libro.
Uno de ellos investigó con más avidez de la que McBee había esperado. Mi padre era hijo de un librero de Ohio, y había llegado al campus un día después de cumplir los dieciocho años, casi cincuenta después de que F. Scott Fitzgerald pusiera de moda estudiar en Princeton y ser del Medio Oeste. Pero mucho había cambiado desde entonces. La universidad se estaba deshaciendo de su pasado de club campestre, y, de acuerdo con el espíritu de la época, comenzaba a repudiar sus tradiciones. Los estudiantes de la promoción de mi padre fueron los últimos obligados a ir a misa los domingos. El año después de su partida, llegaron al campus las primeras mujeres. WPRB, la emisora de radio de la universidad, les dio la bienvenida al son del
Aleluya
de Handel. A mi padre le gustaba decir que nada describía el espíritu de su juventud mejor que el ensayo « ¿Qué es la ilustración?», de Emmanuel Kant. Kant, para él, era una especie de Bob Dylan de 1790.
Ése era el método de mi padre: eliminar de la historia la línea tras la cual todo parece acartonado y arcano. En vez de fechas y grandes nombres, la historia se componía, para él, de libros e ideas. Durante un par de años más siguió los consejos de McBee en Princeton, y después de graduarse se los llevó al oeste y acabó haciendo un doctorado sobre el Renacimiento italiano en la Universidad de Chicago. A eso le siguió un año de trabajo como becario en Nueva York, hasta que Ohio State le ofreció un puesto permanente como profesor de historia del Quattrocento y él no dejó escapar la oportunidad de volver a casa. Mi madre, una contable cuyos gustos llegaban a Shelley y Blake, se hizo cargo de la librería de Columbus tras la jubilación de mi abuelo y entre ambos me educaron en el seno de la bibliofilia como otros niños son educados en el seno de la religión.
A los cuatro años ya acompañaba a mi madre a conferencias. A los seis, conocía mejor las diferencias entre el pergamino y la vitela que entre un cromo y otro. Antes de cumplir los diez, había pasado por mis manos una media docena de ejemplares de la obra maestra del mundo de la imprenta, la Biblia de Gutenberg. Pero no recuerdo un solo momento de mi vida en el que no fuera consciente de cuál era la Biblia de nuestra pequeña fe particular: la
Hypnerotomachia
.
—Es el último de los grandes misterios renacentistas, Thomas —me sermoneaba mi padre, igual que McBee debió de sermonearlo a él—. Pero nadie ha estado ni siquiera cerca de resolverlo.
Tenía razón: nadie lo había hecho. Por supuesto, fue sólo décadas después de su publicación cuando alguien se dio cuenta de que debía ser resuelto. Eso ocurrió cuando un erudito hizo un extraño descubrimiento. Al juntar las letras iniciales de los capítulos de la
Hypnerotomachia
, se obtiene un acróstico en latín:
Poliam Frater Franciscus Columna Peramavit
, que quiere decir: «El hermano Francesco Colonna amó intensamente a Polia». Y teniendo en cuenta que Polia es el nombre de la mujer a la cual busca Polifilo, otros eruditos comenzaron a preguntarse quién había sido el verdadero autor de la
Hypnerotomachia
. El libro no lo dice, y ni siquiera Aldus, el impresor, llegó a saberlo. Pero a partir de entonces fue moneda corriente suponer que el autor había sido un fraile italiano llamado Francesco Colonna. Entre los miembros de un pequeño grupo de investigadores, y en particular entre aquéllos inspirados por McBee, se volvió habitual también suponer que el acróstico era apenas una mínima insinuación de todos los secretos que el libro guardaba. Ese grupo se enfrentó a la misión de descubrir el resto.
A mi padre, los quince minutos de fama le llegaron con un documento descubierto durante el verano en que yo tenía quince años. Ese año —el anterior al accidente—mi padre me llevó de viaje de investigación a un monasterio del sur de Alemania, y luego a las bibliotecas vaticanas. En Italia, compartíamos un apartamento con dos camas plegables y un equipo de sonido prehistórico. Cada mañana, durante cinco semanas, con la precisión de un castigo medieval, mi padre escogía de los discos que había traído una nueva obra maestra de Corelli, y me despertaba con el sonido de violines y clavicémbalos a las siete y media en punto, recordándome que el oficio de investigar no espera a nadie.
Al levantarme, me lo encontraba afeitándose en el lavabo, o planchando sus camisas, o contando los billetes de su cartera, siempre tarareando al son de la melodía. Aunque no era muy alto, cuidaba cada palmo de su aspecto: se recortaba las canas de su pelo marrón y grueso igual que un florista escoge los pétalos marchitos de una rosa para arrancarlos. Había en mi padre una vitalidad interior que intentaba proteger, una vivacidad que, según él, se veía disminuida por las patas de gallo que le salían en las esquinas de los ojos, por las arrugas de pensador que cruzaban su frente, y cada vez que los interminables anaqueles de libros entre los que pasábamos el tiempo empezaban a desgastarme la imaginación, mi padre me comprendía sin esfuerzo. A la hora de comer, salíamos a la calle en busca de repostería fresca y
gelato
; cada tarde, me llevaba a la ciudad para hacer turismo. Una noche, en Roma, visitamos las fuentes de la ciudad y me dijo que echara un penique en cada una.
—Uno por Sarah y Kristen —dijo en la
Barcaccia
—. Por que sanen al fin sus corazones rotos.
Justo antes de nuestro viaje, mis hermanas habían pasado por sendas separaciones, ambas muy dolorosas. Mi padre, que nunca tuvo muy buena opinión de sus novios, consideraba que lo sucedido era, en el fondo, una bendición.
—Una por tu madre —dijo en la
Fontana del Tritone
—. Por soportarme.
Cuando la universidad se negó a financiar el viaje, mi madre empezó a mantener la librería abierta los domingos para ayudar a pagarlo.
—Y una por nosotros —dijo en Quattro Fiumi—. Por que encontremos lo que estamos buscando.
Pero nunca supe exactamente qué estábamos buscando… hasta que tropezamos con ello. Sólo sabía que mi padre estaba convencido de que los estudios sobre la
Hypnerotomachia
habían llegado a un punto muerto, sobre todo porque el bosque estaba ocultando los árboles. Mi padre insistía, tras soltar un puñetazo sobre la mesa, en que los eruditos que estaban en desacuerdo con él se empeñaban en negar la evidencia. El libro era demasiado difícil para intentar comprenderlo desde dentro, decía; la mejor aproximación era buscar documentos que diesen una pista sobre la identidad del autor y las razones que le llevaron a escribirlo.
De hecho, mi padre se granjeó muchas enemistades a causa de su estrecha visión de la verdad. Si no hubiera sido por el descubrimiento que hicimos aquel verano, muy pronto mi familia habría empezado a depender enteramente de la librería. Pero la Dama Fortuna le sonrió a mi padre, y lo hizo apenas un año antes de quitarle la vida.
Estábamos buscando incansablemente la pista que mi padre había perseguido durante años en la tercera planta de una de las bibliotecas vaticanas, en los anaqueles de un pasillo tan remoto que los monjes limpiadores nunca habían llegado a limpiar, cuando encontró una carta inserta entre las páginas de una gruesa historia familiar. Fechada dos años antes de la publicación de la
Hypnerotomachia
, la carta estaba dirigida al confesor de una iglesia local, y contaba la historia de un descendiente de la clase alta romana. Su nombre era Francesco Colonna.
Es difícil recrear la emoción de mi padre al ver el nombre. Sus gafas de montura de alambre —que, cuanto más leía, más le resbalaban por el puente de la nariz—le aumentaban los ojos de tal manera que éstos se volvieron la medida de su curiosidad y lo primero y lo último que la gente recordaba de él. En aquel momento, mientras mi padre medía el alcance del hallazgo, toda la luz de la habitación pareció converger en el interior de aquellos ojos. La carta había sido redactada por una mano torpe, en mal toscano, como si el autor no estuviera acostumbrado a esa lengua o incluso al acto de escribir. La carta se entretenía en rodeos que a veces no se dirigían a nadie en particular y a veces se dirigían a Dios. El autor pedía disculpas por no escribir en latín o en griego, pues desconocía ambas lenguas. Y luego, por fin, se disculpaba por lo que había hecho.
«Perdóname, Padre Santo, pues he matado a dos hombres. Fue mi propia mano la que blandió la espada, pero no fue idea mía. Fue mi señor, Francesco Colonna, quien me ordenó hacerlo. Ten misericordia de nosotros.»
La carta sostenía que los asesinatos formaban parte de un plan tan intrincado, que alguien tan simple como el autor de la carta no hubiera sido capaz de diseñarlo. Las dos víctimas eran para Colonna sospechosos de traición y, siguiendo sus instrucciones, fueron enviados a una misión inusual. Recibieron una carta para que la entregaran en una iglesia fuera de las murallas de Roma, donde un tercer hombre les estaría esperando. Bajo amenaza de pena de muerte, debían abstenerse de leer la carta, de perderla, incluso de tocarla con las manos desnudas. Así comenzaba la historia del lacayo romano que mató a los mensajeros en San Lorenzo.
El descubrimiento que hicimos mi padre y yo aquel verano llegó a ser conocido en los círculos académicos como
El Documento Belladonna
. Mi padre estaba seguro de que reavivaría su reputación en la comunidad universitaria, y en cuestión de seis meses publicó un libro con aquel título en el que se sugería la relación entre la carta y la
Hypnerotomachia
. El libro estaba dedicado a mí. En él argumentaba que el Francesco Colonna, que había escrito la
Hypnerotomachia
, no era el monje veneciano que la mayoría de profesores creían, sino el aristócrata romano mencionado en nuestra carta. Para reforzar esta afirmación, añadió un apéndice que incluía todos los registros conocidos acerca de las vidas del monje veneciano —a quien mi padre llamaba el Pretendiente—y el Colonna romano, para que los lectores pudieran comparar. Ese apéndice bastó para convertirnos a Paul y a mí en creyentes de la causa.
Los detalles son muy sencillos. El monasterio veneciano donde vivía el monje era un lugar impensable para un filósofo y escritor; la mayoría del tiempo, según contaba mi padre, el lugar era un profano cóctel de música a todo trapo, terribles borracheras y morbosas aventuras sexuales. Cuando el Papa Clemente VII intentó imponer la circunspección entre los hermanos, ellos replicaron que antes se harían luteranos que aceptar cualquier disciplina. Incluso en semejante ambiente, la biografía del Pretendiente parece un listado de antecedentes penales. En 1477 fue condenado al exilio del monasterio por infracciones no especificadas. Cuatro años después regresó, pero sólo para cometer otro crimen, por el cual casi fue expulsado de la orden. En 1516 decidió no refutar los cargos de violación y fue desterrado de por vida. Regresó de nuevo, sin amilanarse, y volvió a ser exiliado, esta vez por un escándalo en el cual había un joyero involucrado. Gracias al cielo, la muerte se lo llevó en 1527. El veneciano Francesco Colonna —acusado de robo, violador confeso, dominico de toda la vida—tenía noventa y tres años de edad.